Jason Goodwin - El Árbol de los Jenízaros

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El Árbol de los Jenízaros: краткое содержание, описание и аннотация

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Estambul, 1836. El misterioso asesinato de cuatro soldados de la Nueva Guardia amenaza con romper el frágil equilibrio del poder de la corte. Todos los indicios apuntan a los jenízaros: durante cuatrocientos años fueron los soldados de élite del Imperio otomano, pero se hicieron tan poderosos que el sultán decidió eliminarlos. ¿Estarán organizando su brutal regreso?
Sólo Yashim Togalu puede resolver el caso. Insólito investigador, amante de la cocina y de las novelas francesas, posee la extraordinaria capacidad de pasar desapercibido. Yashim es un eunuco. En busca de la verdad lo seguiremos por mercadillos y callejuelas hasta los conspirativos pasillos del harén, en el apasionante momento en que el Imperio otomano comienza a resquebrajarse.
Una conseguida fusión de novela histórica y novela de detectives ambientada en la exótica Turquía del siglo XIX.

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– ¡Fuego! -rugió.

Preen lo abofeteó con fuerza con su mano buena. El hombre echó la cabeza hacia atrás. Por un momento cerró los ojos y luego se zafó y pasó rápidamente por su lado, calle arriba, antes de que Preen pudiera pensar qué hacer a continuación.

Preen echó una mirada alarmada a la puerta. Las llamas azules de repente empezaron a chisporrotear. Algunas se estaban volviendo amarillas a medida que iban subiendo, consumiendo la vieja madera.

– ¡Mina!

Mina no se había movido, pero estaba apartando su mirada de Preen y dirigiéndola al otro lado de la calle, donde una destrozada ventana aparecía y desaparecía de la vista, entre las llamas que emergían y se encogían.

– ¡Volvámonos! -gimió Mina.

Preen actuó impulsivamente. La gente estaba ya corriendo por la calle, en ambas direcciones. Algunos se habían detenido y se estaban esforzando por sofocar las llamas que se apoderaban de la puerta. Pero mientras golpeaban el fuego con sus capas, las llamas habían empezado a prender en la ventana del otro lado.

– ¡No! ¡Sigamos! ¡Busquemos a Yashim! -gritó.

Miró hacia atrás: una luz parecía cernirse sobre la esquina del callejón, y entonces un muro de hombres ataviados con turbantes y portando llameantes antorchas surgió de la esquina, bloqueando el callejón.

– ¡Corre!

El dolor de su hombro pareció desvanecerse cuando empezó a correr colina arriba. Al cabo de un momento, Preen alargó una mano y la descansó en el hombro de Mina. Las dos bailarinas se detuvieron y se quitaron de un golpe los zapatos, aquellos zuecos de cinco centímetros de grosor con los que les gustaba pasear bamboleándose en compañía masculina, y las dos, como lo hacen las mujeres, los agarraron y cargaron con ellos mientras corrían descalzas a través de los callejones hacia la Kara Davut.

No llegaron muy lejos: cuando torcían para entrar en un callejón que conducía al espacio abierto bajo la puerta imperial, se encontraron inmersas en una compacta multitud de hombres, que se empujaban y se daban codazos entre sí. Casi inmediatamente se vieron rodeadas por otras personas que corrían detrás de ellas. Preen agarró a Mina por el brazo y le hizo dar la vuelta en redondo. Juntas consiguieron abrirse camino hacia la esquina de la calle, y torcieron a la derecha.

– Daremos la vuelta hasta llegar a la parte de atrás de la mezquita -le susurró Preen a Mina en el oído.

Aflojaron el paso, en parte para evitar a la gente que corría por el callejón hacia ellas, en parte porque entre tantas personas Preen no quería rendirse ella también al pánico que se estaba ya manifestando a su alrededor.

Pero en los siguientes cruces tuvieron que empujar y abrirse paso a codazos entre la multitud, y girando la cabeza a la izquierda, atrás hacia el oeste, Preen vio el parpadeo de los incendios humeando arriba, en la colina.

Detrás de la multitud, una calle lateral estaba igualmente llena hasta los topes de hombres, y también de mujeres, algunas de las cuales llevaban niños a los que intentaban proteger del constante zarandeo de las personas que corrían en todas direcciones. Al parecer todo el mundo gritaba y vociferaba para abrirse camino.

Dos hombres, que corrían en direcciones opuestas, de repente se detuvieron gritando, e intercambiaron golpes.

Un hombre llamado Ertogrul Aslan, que había sacado la cabeza por su puerta, acababa de recibir un tremendo golpe en la oreja de una caja de madera transportada por un hombre que trataba de deslizarse por el callejón.

Un impresor que llegaba a la calle fue arrastrado por una marea de personas que corrían hacia la siguiente esquina.

Un niño en camisa de dormir, que algún día se sentaría como diputado en la Asamblea Nacional de Ataturk y que pasó una tarde bebiendo raki con un as de la aviación llamado barón Von Richthofen, vio cómo su manita se soltaba de la de su madre y era recogido y pasado por encima de la cabeza de varias personas totalmente desconocidas durante unos minutos, antes de encontrarse nuevamente apretado contra su pecho, una experiencia que él más tarde pudo recordar perfectamente gracias a los recuerdos de otras personas.

Alexandra Stanopolis, una chica en edad de casarse, sintió cómo le pellizcaban el trasero dieciséis veces, y se guardó el secreto hasta su muerte en Trebisonda cincuenta y tres años más tarde, cuando finalmente se lo reveló a su nuera, la cual murió en la ciudad de Nueva York.

Un célebre avaro conocido como Yilderim el Rayo perdió un cofre de madera que llevaba con él a manos de un alegre ladrón que luego descubrió que no contenía otra cosa que un pañuelo de seda, con un nudo muy apretado; el avaro murió más tarde en un asilo, y el ladrón en Sebastopol, de disentería, llevando todavía el pañuelo.

Varios centenares de fieles de la Gran Mezquita se encontraron atrapados dentro del edificio y hubieron de ser escoltados, en grupos, por soldados armados, que los condujeron a un callejón situado bajo el serrallo, donde les dijeron que buscaran su propio camino de vuelta a casa. Dos de los fieles, envueltos en sus capas de palafreneros y ocultando sus asustadas caras bajo las capuchas, se acobardaron ante la aparición de los soldados, y en la refriega que se montó en torno a la gran puerta siguieron a un conocido desertor del ejército hasta una antigua capilla lateral de la catedral, donde se refugiaron detrás de una columna y se comunicaron con nerviosas miradas. Sus nombres, insólitos por tratarse de musulmanes, eran Ben Fizerley y Frank Compston.

Y mientras tanto, al oeste de la ciudad, los incendios causaban estragos y trataban de unirse como los miembros de un regimiento disperso, lanzándose sobre, y quemando, todos los obstáculos que se alzaban entre ellos. De manera que Stanislaw Palieski, el embajador polaco ante la Sublime Puerta, con un cuchillo de cocina en una mano y un ojo clavado en la ventana, recuperó la trenzada cuerda dorada de su bata y sin decirle una palabra al hombre que se agitaba en la alfombra se batió apresuradamente en retirada a Pera, a través del Cuerno de Oro.

En tiempos de crisis, se dijo, los representantes extranjeros necesitaban estar disponibles en sus embajadas.

Capítulo 120

Mientras atravesaba el primer patio del serrallo, Yashim observó que estaba casi completamente desierto. Con la Nueva Guardia instalada en la plaza e impidiendo que nadie la cruzara, aquello era algo que cabía esperar. Los pocos hombres que quedaban parecían haberse congregado bajo el gran plátano. El Árbol de los Jenízaros. Yashim les echó una nerviosa mirada mientras corría por el camino adoquinado, la blanca capa ondulando a sus espaldas.

En la Puerta Ortakapi, cinco alabarderos del selamlik, que no llevaban rizos, se adelantaron en bloque para detenerlo. Dos de ellos llevaban picas en las manos; los otros estaban armados solamente con la daga, pero llevaban las capas sujetas detrás y se quedaron allí con las piernas separadas y la mano derecha rodeando la empuñadura de sus armas, embutidas éstas en los bombachos.

– ¡Aguantad, hombres! -gritó Yashim al salir a la luz-. ¡Soy Yashim Togalu, al servicio del sultán!

Se hicieron a un lado con cierta indecisión para dejarlo pasar.

El viento que había estado azotándole la capa contra las piernas había cesado ahora. Por un momento Yashim se maravilló ante el gran espacio que se abría frente a él antes de meterse por una avenida de cipreses, sorprendido por la silenciosa negrura de los árboles, por aquella oscuridad que lo envolvía casi en el centro del poder otomano. Sólo el tenue resplandor de una lámpara situada al otro extremo del túnel le impidió sucumbir a aquella espantosa atmósfera.

Salió corriendo de la avenida y cruzó rápidamente hasta el pórtico de la última y más grandiosa puerta de todas las que definían el poder de la Sublime Puerta: la Puerta de la Felicidad, que salía desde el mundano segundo patio, donde visires, escribas, archiveros y embajadores hacían antesala o despachaban las órdenes que controlaban las vidas de los hombres desde el mar Rojo hasta el Danubio. Más allá se encontraban los sagrados precintos del tercer patio, donde una enorme familia llevaba una existencia hecha valiosa por la presencia del sultán, el Shah-in-Shah, verdadero representante de Dios sobre la tierra.

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