Estaba contemplando fijamente el espacio vacío dentro del marco. Lo que veía no era el damasco que cubría las paredes sino a dos hombres luchando en el barro, arrancándose mutuamente la ropa, escurridizos como anguilas.
Y la tela envuelta alrededor del cuerpo del tártaro.
Veía al tártaro nadando hacia atrás. Al tártaro gateando sobre la presa como una nutria.
No había tenido tiempo de pensar. No había tenido tiempo para pensar por qué el tártaro había elegido aquella vía para escapar.
Simplemente había supuesto que el hombre pensaba volver en busca de la contessa. Para asesinar a Carla como había asesinado a los otros.
Para terminar su trabajo.
Y ahora, con los ojos de la mente, veía saltar la compuerta, y al tártaro buscando a tientas un cuadro en el barro. Luego su expresión de vacía incomprensión cuando era barrido por un diluvio de troncos y agua espumosa.
Se sentó en la cama, al lado de Carla, y le pasó un brazo por los hombros.
– El cuadro ha desaparecido.
A Brunelli se le demudó el rostro.
Carla se llevó la mano a la cabeza y empezó, o bien a reír, o bien a llorar; Yashim no podía decir qué. Probablemente ambas cosas.
La mujer se dio la vuelta y enterró la cabeza en el hombro de Yashim. Palieski levantó una ceja en dirección a Brunelli.
Los dos hombres salieron silenciosamente juntos, cerrando la puerta tras ellos.
Yashim nunca supo cuánto tiempo estuvieron sentados uno al lado del otro, meciéndose suavemente. Él rodeaba con sus brazos la adorable cintura de la mujer, su rostro enterrado en aquel suave y rubio cabello; ella respiraba sobre su pecho con su esbelto brazo rodeándole el cuello.
Parecía como si jamás pudieran separarse.
Los pensamientos de Yashim daban vueltas en su cabeza. Recordó a Palieski hablándole en el salón.
Había dicho algo sobre un sacerdote.
Palieski. Yashim recordaba algo más que el polaco había dicho, mucho tiempo antes, sobre un cuadro que colgaba en su salón de Estambul… La habitación que Yashim siempre había amado, con sus libros, el pobre escritorio y los agujereados sillones, y el retrato de Jan Sobieski, rey de Polonia, sobre el aparador.
– Carla -murmuró-. Tú aceptaste el pagaré del duque, ¿verdad? Fuiste tú.
Ella se acurrucó un poco más arriba, y Yashim sintió su aliento suavemente en el cuello.
– Tengo que saberlo, Carla. ¿Fuiste tú?
– Ya te lo he dicho -murmuró ella-. Yo no jugaba.
Sintió el suspiro de la mujer contra su piel.
– No era un pagaré, Yashim.
Él apartó los rubios rizos de la mujer para dejar al descubierto una oreja perfecta, tierna como la de un ratoncillo, con tres pequeños lunares a lo largo de su lóbulo.
Se inclinó y los rozó con sus labios.
– ¿Una carta de amor?
Sintió que los músculos del rostro de Carla se movían contra su piel. Debía de haber sonreído.
– Y la pegaste detrás del cuadro.
– Los d'Aspi… y la casa de Osmán -suspiró ella quedamente-. Un último vínculo.
– ¿Querías ser recordada?
– Recordada. Honrada, quizás. Ochocientos años, Yashim… treinta generaciones. Y ahora, hoy, no queda nada. -Echó la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a los ojos-. La República ha muerto. Los d'Aspi d'Istria mueren conmigo. Com'era, dov'era. Eso no es verdad.
– Nunca lo fue.
Yashim, mejor que nadie, sabía que nunca había sido verdad. Uno no podía volver atrás. Proseguías tu camino, llevando las cargas de tu pasado; y el mundo cambiaba.
Rozó con sus labios la perfecta oreja, recordando claramente lo que había oído decir a Palieski, ahora que no oía nada en absoluto.
«Las cargas de tu pasado.»
– Dime, Carla, cuando fuiste a Istria, ¿fuiste al Convento de Santa Úrsula?
Sintió que la mujer se ponía rígida.
– ¿Cómo lo sabías?
– Los tres lunares.
Ella levantó la cabeza. Miraba cautelosamente.
– Así que, si quieres -empezó a decir él lentamente-, si puedes… Hay algo que te queda por hacer, a fin de cuentas.
– No sé lo que quieres decir.
– Tu hijo.
Carla echó violentamente la cabeza hacia atrás, como si la hubieran mordido.
– Creo que tu hijo está en Venecia.
Ella se deslizó de sus brazos, poniéndose de rodillas. Al lado de la cama, sus manos se alzaron, casi como en una plegaria, hacia Yashim.
– Si estás jugando conmigo -dijo, su cara retorcida y con una voz que parecía salir del fondo de su garganta-, te mataré.
Yashim movió negativamente la cabeza.
– Tu hijo -dijo- sería incapaz de hacer daño a una mosca. Lo encontrarás… -Hizo una pausa-. No com’era, dov'era. No como era, sino como es. Y puedo mostrarte dónde.
Maria deslizó su brazo por la cintura de Palieski.
– Espero que regreses a tus lobos y tus trineos -dijo.
– Algún día, quizás -repuso Palieski, apretándole el brazo.
Una ligera brisa rizaba las aguas de La Giudecca.
– Escribiré -dijo.
Ella meneó la cabeza.
– No lo hagas. Pensaré en ti como… como en el viento. No vas a volver, ¿verdad?
– No. -Palieski tosió-. No volveré. Pero me alegro de haber venido, Maria. Encontré a una muchacha veneciana que era muy valiente, y muy generosa.
Le echó hacia atrás su tocado y la besó.
– No te olvidaré.
Puso una cajita entre las manos de la mujer, luego se dio la vuelta y empezó a subir por la pasarela. Yashim lo estaba esperando en cubierta.
Juntos se inclinaron sobre la barandilla. Los hombres situados en tierra soltaron amarras. El trinquete gualdrapeó bajo el viento, antes de que los marineros de la arboladura lo sujetaran. Luego se puso tenso, el barco crujió, y empezaron a apartarse del muelle.
Cuando la brecha se ensanchó, saludaron a sus amigos. Carla estaba de pie, al lado del padre Andrea, que llevaba a Nicola de la mano. El commissario Brunelli se mantenía un poco apartado, pero mientras ellos miraban le ofreció el brazo a Maria; el tocado de ésta apenas le llegaba a su hombro.
Una nube se separó del rostro del sol, iluminando las polícromas paredes del Palacio del Dux, las columnas de mármol de la piazzetta. La Torre del Reloj del otro lado de la plaza resplandecía.
Palieski levantó la mano, y las menguantes figuras de la Riva respondieron al saludo.
– Cae el telón -anunció. El barco giraba en redondo. Vieron la boca del Gran Canal, y la tranquila mole de Santa Maria della Salute, mientras el viento procedente de tierra firme les daba en la cara.
– ¿Lo echarás de menos? -preguntó finalmente Yashim, cuando la gran iglesia de san Giorgio se deslizaba por la proa, a estribor.
– ¿Echarlo de menos? -Palieski se quedó en silencio unos momentos-. Lo lamentaré, quizás, un poco. La manera como uno retorna a la juventud, y lo que entonces pasó. Por un momento, Venecia me lo devolvió.
Se quitó el sombrero y se pasó la mano por el cabello.
– Echaba de menos… el té -dijo-. Y nuestras cenas del jueves, Yash. Echaba de menos los muezzins, también. Venecia sería mejor con muezzins.
– Sí, tal vez.
– Estoy deseando volver a ver a Martha.
– Ella se sentirá feliz cuando vuelvas.
Palieski se mordió el labio.
– El Bellini fue sólo una idea, Yashim. Tendremos otra.
– El Bellini…
– No me estás escuchando, Yashim.
Éste asintió.
– Sí -se limitó a decir.
Durante varios días, Yashim se quedó en el camarote, pero la mañana del cuarto, cuando el barco empezaba a seguir un curso entre las islas del mar Egeo, Palieski lo encontró en cubierta.
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