Yashim tenía algunas ideas sobre la nota, lo cual no incluía la ficción de haberlo embarcado hacia Estambul.
– No tuve ninguna dificultad en destruirlo, Stadtmeister. Puede usted estar tranquilo por lo que a eso se refiere.
El Stadtmeister se quedó boquiabierto.
– ¡Lo destruyó usted! Der Teufel!
Ahora le tocó a Yashim mostrarse sorprendido.
– Pero sin duda, Stadtmeister, era conveniente para los dos que la nota dejara de existir, ¿no?
El Stadtmeister emitió un borboteo.
Sin hacer el más mínimo intento de reverencia, giró sobre sus talones y salió de la habitación. Vosper hizo lo mismo, arrastrando los pies. Tan sólo los dos soldados entrechocaron sus talones, se llevaron el fusil al hombro y con inmaculados gestos de la cabeza hacia la contessa, retrocedieron hasta la puerta, cerrándola suavemente tras ellos.
Carla se volvió hacia Yashim con una expresión de diversión en su rostro.
– Muy listo, Yashim Pachá. Muy listo, de veras.
– Oh, no ha sido nada -dijo Yashim despreocupadamente-. Me he limitado a seguir el diagrama.
Yashim miró por la ventana, a tiempo de ver al Stadtmeister sentándose rígidamente en la góndola, y secándose la frente con un pañuelo. Enfrente se hallaba sentado Vosper, con los hombros hundidos.
La góndola zarpó con un perezoso movimiento.
De haber estado Vosper menos abatido, o el Stadtmeister menos rígido en la derrota, podrían haber visto que otra góndola llegaba a las escaleras del Palazzo d'Aspi. No habrían reconocido a Palieski, pero sí al hombre que iba sentado a su lado.
– Palieski tenía razón -murmuró Yashim-. Venecia es exactamente como un teatro.
– ¿Palieski? -dijo la contessa -. ¿Quién es Palieski?
Yashim sonrió.
– El conde Palieski es el hombre que mandé a Venecia a buscar el Bellini. Tú lo conoces como «signor Brett».
La contessa se llevó una mano a la garganta.
– El lancero.
– ¿Lancero? -Palieski era el amigo más antiguo de Yashim, pero aún había cosas que nunca habían discutido entre ellos-. Es el embajador polaco en Estambul.
Ella asintió con la cabeza, empezando a comprender.
– Entonces él también es uno de nosotros. Uno de los desposeídos. -Se envolvió uno de sus puños con la otra mano-. He sido una estúpida.
Yashim pudo oírlos ahora, en la escalera.
– Pensé -al principio- que él era el asesino.
– ¿Palieski? Pero eso es…
– ¿Ridículo? Pero vino a buscar el Bellini. No conocía el esquema.
– No. -Yashim consideró la situación-. Eso es lo que tú estabas esperando, ¿verdad?
Antes de que ella pudiera contestar, Palieski y Brunelli aparecieron en la habitación.
– Comisario, conde Palieski -los saludó Carla con una ligera inclinación.
Palieski dio un ligero brinco y miró a Yashim.
– Nada de signor Brett, ¿eh?
– Su amigo otomano fue muy inteligente -dijo la contessa -. Y yo he sido muy estúpida. Debería haberlo supuesto… la Legión polaca.
Palieski inclinó la cabeza.
– Los lanceros, contessa. En Italia, bajo Dabrowski. Más tarde, los ulanos del Vístula. Lanza y sable. -Se encogió de hombros-. No están de moda ahora, como usted dijo.
La contessa se rió.
– Eso le pasa sólo al sable. Los hombres guapos nunca pasan de moda.
– Las cosas han cambiado desde ayer -dijo Yashim-. Yo alcancé a un asesino.
Les contó los acontecimientos de la noche. Explicó cómo el tártaro había sido barrido por un torrente de agitada espuma.
– Eso -dijo Brunelli con expresión soñadora -me gustaría haberlo visto.
– Era un asesino profesional. Mató a tres personas aquí.
– ¿Y cómo las encontró?
– En cuanto a eso, creo que alguien se las señalaba. Alguien que firmó su propia sentencia de muerte tan pronto como el último nombre fue comunicado.
– Ruggerio -dijo Brunelli.
– ¿Está muerto?
Brunelli asintió.
– Jugaba un juego peligroso, Yashim Pachá.
Yashim permaneció en silencio un rato. Era Ruggerio, por supuesto.
– Sirvió al duque de Naxos -dijo Carla.
– Así es como supieron de él, quizás. Pero Ruggerio y el tártaro… ¿Cómo se juntaron? Aquí, en Venecia.
Brunelli se encogió de hombros.
– Quizás no lo sepamos nunca -sugirió.
– Quizás no. -Yashim parecía pensativo-. Quizás no.
La contessa hizo una profunda inspiración.
– Tengo algo que darte, Yashim. Comisario, ¿le importa? No es pesado, pero me resulta un poco difícil llegar a él.
Salieron juntos, y Palieski le contó a Yashim lo del cura de Maria, y que el muchacho lo había reconocido.
– Yashim -dijo el polaco-. No estás escuchando.
– Tengo un presentimiento de que algo va a salir mal.
Y, en efecto, Brunelli entró con paso cansino. Tras él venía Carla, que parecía muy pálida.
– El cuadro -dijo, en un tono de asombro aturdido-. ¡Ha desaparecido!
Detrás de la cortina, donde estaba colgado el Bellini, el fino marco dorado estaba vacío.
Yashim miró a Carla.
Ésta le lanzó una mirada de desprecio.
– ¿Así que piensas que estoy jugando contigo? No, Yashim, te equivocas. Era mío… y ahora ha desaparecido.
– Lo vimos anoche.
– Sí, pero ¡el tártaro! ¡Lo cogió antes de atacarte!
– El tártaro… -Una repentina esperanza brotó en el pecho de Yashim-. En cuyo caso, debería estar aquí. Registra la habitación. Mira debajo de la cama.
Brunelli y Palieski saltaron para obedecer, pero Carla no se movió.
– ¿Aquí, en la habitación? -su voz sonaba desconcertada-. Se lo llevó con él, imagino.
– Yo luché con él, Carla. -Había sorpresa en su voz-. Le habría visto llevando un panel de treinta centímetros bajo la chaqueta.
Ella se derrumbó en la cama.
– ¿Un panel de treinta centímetros?
– El Bellini, Carla.
Ella había cerrado los ojos.
– Ya veo. Tú estabas esperando un cuadro de madera.
Palieski asintió.
– Eso es lo que usaba Bellini.
– No… No era en absoluto un panel.
La habitación quedó en silencio.
– Lo había transpuesto hace quince años.
– ¿Transpuesto? ¿Qué quieres decir?
– Oh, Dios.
Carla se llevó las manos a la cara. Cuando las bajó estaba mirando a Yashim.
– Lo trasladé a una tela.
– ¿Tela? -repitió Yashim-. ¿Por qué? ¿Cómo?
– La tabla vieja no dura -dijo débilmente-. Especialmente en Venecia, con la humedad. Se deforma y se agrieta, y la pintura empieza a deteriorarse. Con el tiempo, no queda nada.
– Pero ¿cómo lo pusiste sobre una tela? -preguntó Palieski.
Estaba arrodillado junto a la cama, y parecía auténticamente interesado.
Carla agitó una mano.
– Es todo un proceso. Muy nuevo. Barbieri me habló de ello. Oh, él no sabía que yo tenía el cuadro. O quizás sí lo sabía; ya no estoy segura de nada. Lo llevé a Florencia, y allí hicieron el trabajo. Creo -prosiguió, con una voz muy controlada, y mirando al techo- que pegan la cara del cuadro a la tela, luego pasan la imagen del panel al lienzo, como si fuera un estarcido.
– ¡Santo Dios! -Había asombro en la voz de Palieski.
La contessa le brindó una vacilante sonrisa.
– No suena bien, ¿verdad? Pero funciona. Después lo retocan un poco, supongo. Pero bueno… Dura.
Alzó la mirada hacia Yashim, consciente de lo irónico de sus últimas palabras.
Pero Yashim no la estaba mirando.
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