Jason Goodwin - La estrategia Bellini

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El paradero de un retrato de Mehmet II, gran héroe del Imperio otomano, pintado por el artista renacentista Bellini ha sido un misterio durante siglos. En el Estambul de 1840 circula el rumor de que el cuadro ha aparecido en Venecia, y el sultán quiere poseerlo a toda costa. Yashim, el célebre detective eunuco, es el encargado de recuperarlo, y para ello cuenta con la inestimable ayuda de Stanislaw Palieski, el decadente embajador de Polonia.
Yashim y Palieski viajan de incógnito a Venecia, una ciudad de palacios vacíos y silenciosos canales, por la que se mueven oscuros tratantes de arte, hombres que se han hecho a sí mismos y marchitos aristócratas. Cuando dos cuerpos aparecen en el canal, la búsqueda del retrato perdido se convierte en un peligroso juego del gato y el ratón que amenaza con destruir el trono otomano y desencadenar feroces luchas de poder en Europa.
Jason Goodwin, ganador del Edgar Award por El Árbol de los Jenízaros y cuyas novelas han sido traducidas a treinta y siete idiomas, es uno de los mayores expertos en Estambul, una ciudad codiciada y codiciosa atrapada entre el exotismo de su pasado y la inestabilidad de los nuevos tiempos.
La estrategia Bellini es «una novela magnífica, inteligente y evocadora» (Independent) de «un escritor de enorme talento» (Financial Times).

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– Ayer pensaba que tú habías venido a matarme, Yashim. En vez de eso, me salvaste la vida.

– ¿Me venderás el Bellini?

– ¿A ti?

– Al sultán.

Ella se irguió en toda su estatura.

– El dinero, comprendes… no es para mí.

– No lo pensaba.

– No, claro que no. -Carla se inclinó y lo besó suavemente en los labios. Pero quería que tú estuvieras seguro. En Venecia, Yashim, el honor es todo lo que queda.

Entonces se abrió la puerta, y entraron dos soldados de blanca chaqueta.

Tras ellos venía el sargento Vosper, y finalmente, a duras penas embutido en su uniforme, el propio Stadtmeister.

Se detuvo bruscamente en la puerta.

– Contessa?

Hizo una inclinación y entrechocó los talones.

– Lamento entrometerme en su casa, contessa, de esta manera. Pero se trata de una cuestión de urgencia.

– ¿Urgencia?

– Realmente. Sea usted tan amable de entregarme los papeles.

Y alargó la mano, como si la contessa los estuviera ya sosteniendo en sus manos.

Capítulo 108

– ¡Nicola!

El muchacho lanzó un grito pajaril, y luego empezó a farfullar y sonreír, asintiendo con la cabeza en un éxtasis de placer, dándose golpecitos con la mano del padre Andrea en su propia mejilla.

Lleno de asombro, Palieski se preguntó si podía interrumpirse la comunión. El padre Andrea parecía tener pocas opciones. El muchacho -Nicola- no iba a apartarse de él tan fácilmente.

Al final, el cura resolvió el problema dejando que Nicola se situara a su lado como un monaguillo. Mientras el muchacho sonreía y asentía con la cabeza, el padre Andrea continuó con el ritual de la hostia y el vino, sin dejar de sonreír ampliamente.

Después del servicio, el sacerdote y el mudito fueron juntos a la choza de los Contarini, cogidos de la mano. El comisario Brunelli ya estaba allí, contándole al signor Contarini un extraordinario accidente que había tenido lugar en el Gran Canal aquella misma mañana.

Durante el desayuno salió la historia de Nicola.

– Nicola -explicó el sacerdote, inclinándose hacia atrás para mirarlo más atentamente- es un viejo amigo mío. Nos conocimos en Croacia. Pero un día desapareció.

El joven puso una cara larga y solemnemente negó con la cabeza.

– ¿No? Bueno, espero que aprenderemos algo al respecto, más tarde. Todo el mundo lo buscó. Al final descubrimos que había sido visto subiendo a un coche, con un extranjero, en dirección a Trieste.

Ahora, el joven Nicola asintió con la cabeza; pero esta vez se deslizó de su silla y empezó a revisar todos los dibujos que había hecho. Encontró el que quería y lo dejó sobre la mesa.

Todo el mundo alargó el cuello para ver mejor. Era un boceto al carbón de un hombre sentado en una silla dura. Era de complexión sólida -un hombre fuerte, algo ajado, se habría dicho; bajaba los ojos, casi con modestia, mirando un dibujo o un libro que tenía en el regazo.

– Sí -dijo el cura lentamente-. Ése es el hombre. ¡Lo conocí! Se hacía llamar Spoletti. Era de Padua.

– ¡Es Alfredo! -gritó Palieski.

Brunelli se inclinó hacia delante.

– Ambos están equivocados -dijo negando con la cabeza-. Se trata de Popi Eletro.

Capítulo 109

Carla dejó escapar una risita temblorosa.

– ¿Los papeles? No comprendo.

El Stadtmeister hizo una mueca de desprecio.

– Por favor, no bromee conmigo, contessa.

El pecho de Carla se alzó. Y ella volvió a medias la cabeza.

– No tengo nada que le pertenezca a usted, Stadtmeister. Nada en absoluto.

Los ojos del Stadtmeister eran como grosellas.

– Que me pertenezca a mí, no. Pero procuraré que tenga usted un recibo de las autoridades pertinentes.

– Ah, las autoridades. -Carla hizo una profunda aspiración-. Pero ¿qué buscan exactamente las autoridades?

La mandíbula de Finkel se movía sin parar, rechinando los dientes.

– Ambos sabemos exactamente lo que usted necesita mostrar. No nos engañemos, contessa. Tiene usted un pagaré, firmado por el duque de Naxos. Tiene también una obra de arte proscrita, de Gentile Bellini.

– ¿Proscrita? ¿Qué significa eso?

– Significa, contessa, que el Estado ha juzgado conveniente confiscar la susodicha obra en su propio interés. Tengo una autorización legal, firmada por Viena. Se puede acordar cierta compensación -añadió.

– ¡Una autorización legal! Cuán alarmante. -La contessa no parecía tanto alarmada, como furiosa-. ¿Y cuándo recibió usted esa orden?

El Stadtmeister parecía inseguro.

– ¿Que cuándo la recibí? Vaya, no estoy seguro. Hace una semana, más o menos. Por supuesto -agregó, deslizando una mano enguantada por sus bigotes- estaré encantado de discutir la, eh, compensación adecuada en cualquier momento que le venga bien. Encontrará usted que las autoridades pueden ser generosas, estoy convencido.

La mente de Yashim no paraba mientras tanto. Su curioso don de pasar inadvertido podría ahora permitirle salir del salón por la puerta trasera. Más allá, supuso, habría una escalera que conducía al primer piso. Con suerte, y algo de tiempo, podría llegar a la habitación de la contessa. Y coger el cuadro.

Fue la propia contessa, por desgracia, la que rompió el hechizo.

– Es usted testigo de este insulto, Yashim Pachá -dijo cambiando al italiano.

Los ojos del Stadtmeister se desviaron hacia la ventana.

– Der Teufel! -murmuró.

Yashim inclinó la cabeza.

– Estoy seguro de que el Stadtmeister no tiene ninguna intención de insultarla, contessa. Ha cumplido con su deber, como yo con el mío.

Hizo el gesto de saludo musulmán.

– Le pido mil perdones, Stadtmeister, si mi presencia le sorprende. Permítame que me presente. Yashim Pachá, de la casa del sultán, haciendo una visita puramente privada a su ciudad.

El Stadtmeister hizo entrechocar sus talones, pero continuó mostrándose extremadamente cauteloso.

– ¿Una visita privada? ¿Dónde está Brunelli? ¡Vosper!

El sargento Vosper arrastró los pies y no dijo nada.

– El amable comisario -prosiguió Yashim- es un prestigio para su oficina. -Dio unos pasos por la habitación-. Lamento que mi conocimiento del alemán sea sólo limitado, pero pienso que la contessa se ha equivocado si cree que usted la ha estado insultando. Estoy seguro de que usted no tenía para nada esa intención.

– No, no, por supuesto que no -replicó el Stadtmeister, un poco irritado.

– Perdóneme, pero me ha parecido que hablaba usted de un retrato… y una nota.

– Así es.

– Pero quizás haya habido un malentendido -continuó Yashim-. A fin de cuentas, fue a causa de ese retrato, y de la nota, que yo vine a Venecia.

La cara del Stadtmeister se ensombreció.

– Pero eso… Eso no es posible -gruñó.

– La contessa y yo pactamos las condiciones ayer -prosiguió Yashim imperturbablemente-. En este momento, Stadtmeister, el retrato está de camino a Estambul, vía Corfú… El barco salió de Trieste anoche. Por supuesto me haré cargo del asunto a mi regreso a Estambul. Yo mismo hablaré con Pappendorf. Si hay necesidad de atender una reclamación, entonces usted apreciará, señor, que el gobierno otomano del sultán Abdülmecid se atiene a sus tratados y obligaciones internacionales.

El Stadtmeister abrió la boca para hablar, y luego la cerró nuevamente.

– Pero… ¡y el pagaré!

Su voz era casi un chillido.

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