Jason Goodwin - La estrategia Bellini

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El paradero de un retrato de Mehmet II, gran héroe del Imperio otomano, pintado por el artista renacentista Bellini ha sido un misterio durante siglos. En el Estambul de 1840 circula el rumor de que el cuadro ha aparecido en Venecia, y el sultán quiere poseerlo a toda costa. Yashim, el célebre detective eunuco, es el encargado de recuperarlo, y para ello cuenta con la inestimable ayuda de Stanislaw Palieski, el decadente embajador de Polonia.
Yashim y Palieski viajan de incógnito a Venecia, una ciudad de palacios vacíos y silenciosos canales, por la que se mueven oscuros tratantes de arte, hombres que se han hecho a sí mismos y marchitos aristócratas. Cuando dos cuerpos aparecen en el canal, la búsqueda del retrato perdido se convierte en un peligroso juego del gato y el ratón que amenaza con destruir el trono otomano y desencadenar feroces luchas de poder en Europa.
Jason Goodwin, ganador del Edgar Award por El Árbol de los Jenízaros y cuyas novelas han sido traducidas a treinta y siete idiomas, es uno de los mayores expertos en Estambul, una ciudad codiciada y codiciosa atrapada entre el exotismo de su pasado y la inestabilidad de los nuevos tiempos.
La estrategia Bellini es «una novela magnífica, inteligente y evocadora» (Independent) de «un escritor de enorme talento» (Financial Times).

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Echó la cabeza hacia atrás. La oscura presencia de un portal se alzaba encima, pero resultaba imposible ver si la puerta estaba abierta o cerrada. Yashim permaneció quieto, inseguro de si debía seguir adelante o retroceder. La puerta debía de estar cerrada, pensó. De lo contrario, recibiría luz por detrás, aunque débil, de la que iba brillando cada vez más en el Gran Canal.

Fue un gato, o, como le pareció momentáneamente a Yashim, el fantasma de un gato, lo que le salvó la vida. Porque cuando se materializó vagamente e inexplicablemente en la puerta, Yashim finalmente recordó lo que la contessa le había dicho.

Lo que, a la media luz, parecía una puerta cerrada en lo alto de las escaleras era sólo una cortina que colgaba del dintel.

Yashim se dejó caer al suelo, dio una voltereta y quedó tendido contra las escaleras justo en el momento en que la cortina estallaba con un brillante resplandor. Luego se retorció y, con la cabeza por delante, empezó a bajar por las escaleras.

Detrás de él oyó el sonido de una pistola que estaba siendo amartillada.

Cuando se dio la vuelta en redondo, el tártaro ya estaba allí, perfilada su silueta contra la naciente luz, mirando fríamente hacia abajo, en la oscuridad, con la pistola en su mano.

La mano de Yashim se cerró sobre algo pequeño y duro que descansaba a su lado, en el escalón. Era un recipiente de vidrio, lo bastante grande para sostener una vela.

Lo arrojó, y el objeto tintineó al romperse en pedazos a los pies del tártaro. Yashim se apretó contra las escaleras.

El tártaro saltó hacia atrás y volvió a disparar, a ciegas.

Dos cañones. Ambos abrieron fuego.

– Se ha terminado. La matanza se acabó -dijo Yashim.

Cogió su cuchillo por la punta, protegido por la oscuridad que reinaba a sus espaldas, y empezó a ponerse de pie con terrible lentitud.

El tártaro inclinó la cabeza, como para oír mejor.

– ¿Reshid le dijo eso?

– Es sólo la verdad, amigo mío.

El tártaro consideró esa afirmación en silencio.

– Me dijeron uno más -dijo finalmente-. No es necesario que sean dos.

Sin embargo, el tártaro no se movía.

– Deje que le diga algo, effendi. En los viejos tiempos, cuando mi pueblo hacía la guerra, cabalgábamos hacia el Oeste, durante días y semanas, detrás de nuestro jefe. Cabalgábamos deprisa, sin tocar nada, sin detenernos para nada. Viéndolo todo.

– Ya sé cómo luchan los tártaros -replicó Yashim, moviéndose despacio-. Conozco a vuestro kan.

Estaba casi preparado.

El tártaro giró la cabeza y escupió.

– Antes -dijo-, teníamos un kan. Cuando hubimos cabalgado durante un largo, largo camino, pero sólo en el momento que él decidió, hicimos dar la vuelta a nuestros caballos hacia el Este, hacia casa.

Sí, pensó Yashim. Y entonces empezó el pillaje. El saqueo, la quema de pueblos, las montañas de muertos; los convoyes de esclavos atados.

– Éramos moderados -dijo el tártaro-. Habíamos visto lo que deseábamos, lo cogimos, y cabalgamos hacia nuestro hogar. Nada más.

Estaba retrocediendo ahora, apartándose de la luz.

– Así que ya ve, effendi -dijo el tártaro-. Me mandaron a Venecia… Y pronto, yo también voy a volver a casa.

El tártaro se había ido.

Yashim saltó hacia las escaleras. Al tártaro le llevaría sólo unos momentos volver a atacar.

En lo alto, apartó de un manotazo la cortina.

Era una enorme sala, vacía excepto por una pequeña mesa cuadrada y una silla rota apoyada en una posición absurda en la pared trasera. Estaba iluminada por una columnata que discurría a todo lo ancho del edificio… casi. Al otro extremo había una puerta vacía practicada en una pared de planchas y yeso pandeado; quizás el asesino se había agachado allí. Quizás ya había cargado y amartillado el arma, y estaba esperando a que Yashim diera un paso adentro.

Mientras se lo pensaba, Yashim oyó que algo rascaba en la ventana, o más allá. Levantó la mirada. Ya las primeras barcazas estaban abriéndose camino en el canal. Lanzándose hacia delante, se encaramó, con los pies primero, a la ventana más próxima y se dejó caer en la logia.

Bajo el balcón había un cobertizo cubierto de tejas rotas.

Más allá estaba el canal.

Yashim se estiró hacia delante, buscando la superficie del agua. A unos centenares de metros, donde el canal se curvaba, reconoció la silueta de la Ca' d'Aspi.

Diez minutos sin parar. Diez minutos corriendo a través del laberinto de calles venecianas.

Pero menos para un poderoso nadador; mucho menos. Trescientos metros en línea recta.

Y el tártaro llevaba una cabeza de ventaja.

Se balanceó sobre la balaustrada, sosteniéndose en una esbelta columna.

Bajo él había una barcaza atiborrada de leña. La empujaban dos remeros; había otro al timón, y la embarcación se movía deprisa.

Cuando Yashim se dejó caer sobre la masa de tejas rotas, éstas empezaron a resbalar.

Capítulo 104

Cayó torpemente, torciéndose el tobillo mientras daba vueltas por entre los fardos de madera. El timonel lanzó un grito de sorpresa.

Yashim se puso derecho de golpe, y se volvió hacia el hombre, que lo estaba mirando fijamente, pasmado.

– ¡Soy yo! -gritó Yashim-. ¡El pachá!

Una expresión de consternación se reflejó en la cara del timonel.

– ¡Diles que sigan remando!

El timonel dirigió la mirada a los hombres de delante.

– ¡Remad, vamos, remad! -ladró-. Pero usted no parece el pachá -observó.

Yashim fue hacia la parte delantera de la barcaza. Sus ojos barrieron el agua. Ésta se mostraba plana, aceitosa, brillante a la media luz del alba.

¿Seguro que tenía la ventaja ahora? La barcaza se movía más deprisa de lo que un hombre podía hacer a nado… Y estaba a trescientos metros del Palazzo d'Aspi.

Miró a la orilla, donde los edificios caían sobre el agua. Las casas aparecían claramente… Pero había postes de amarre. ¿Estaba el tártaro ocultándose entre ellos?

Si se estaba escondiendo, entonces es que debía de haber visto saltar a Yashim.

Pero el hombre había estado nadando. No podía haber visto nada.

Yashim dirigió su mirada al frente… Y fue entonces cuando vio un pequeño movimiento a su derecha. Estaba más allá de su campo de visión, y cuando volvió a mirar no había nada.

Solamente la boca del vacío canal, y las bajas almenas de la compuerta a la que se había encaramado más o menos una hora antes.

Pero el tártaro se había escabullido por encima otra vez. Le había visto irse.

¿O no?

¿Había una manera más rápida de volver al Palazzo d'Aspi?

¿Le había visto venir el tártaro?

Y si saltaba -y se equivocaba-, ¿moriría la contessa?

Yashim regresó rápidamente al lado del hombre del timón. Le dolía el pie.

Si saltaba… ¿podría nadar?

La boca del canal estaba sólo a unos diez o quince metros por delante.

Yashim se puso de pie. Se llevó ambas manos a la boca y gritó:

– ¡Échese sobre cubierta!

El hombre levantó la mirada, boquiabierto.

Yashim agarró el timón, y se lo quitó de las manos al hombre.

Cargada con fardos de madera de haya procedente de las estribaciones de los Dolomitas, la barcaza se inclinó y giró a la derecha avanzando impulsada por su propia inercia. El remero del lado de babor se tambaleó y lanzando un grito se cayó al canal; su compañero quedó tumbado a través de los fardos.

Por un momento dio la impresión de que Yashim había hecho el giro demasiado pronto. Cuando la proa giró hacia el borde del palazzo pareció inevitable que terminarían estrellándose contra el muro.

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