Jo Nesbø - La estrella del diablo

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En un verano excepcionalmente caluroso en Oslo, el cuerpo de una joven aparece en el suelo de su apartamento, en medio de un charco de sangre. Tiene amputado un dedo de la mano izquierda, y bajo un párpado le han colocado un pequeño diamante rojo con la forma de una estrella de cinco puntas: el símbolo de las tinieblas, el emblema del diablo. Cinco días después del tétrico hallazgo, un hombre denuncia la desaparición de su esposa. Otro dedo cercenado aparece en escena: lleva un anillo con un diamante rojo engarzado, tallado como una estrella de cinco puntas. Tendrán que pasar cinco días más para que aparezca el tercer cadáver… y se repita el ritual. Son demasiadas coincidencias, y todo apunta a que un asesino en serie está actuando en la ciudad.
Harry Hole no tiene vacaciones, por lo que el jefe Moller le asigna el caso y le impone como compañero a Tom Waaler, un tipo corrupto, implicado en el tráfico de armas y de alguna manera responsable de la muerte de Hellen Gjelten, compañera y amiga de Hole, en el transcurso de una investigación. Harry está decidido a demostrar que sus sospechas sobre Waaler están fundadas, e incluso empieza a preguntarse si no estará relacionado con los crímenes. Los demonios reales y los imaginarios se mezclan en la mente del policía, que se tiene que enfrentar a un criminal sanguinario y a un enemigo implacable dentro del departamento. Sólo tiene una cosa clara: la estrella de cinco puntas es la clave para resolver el misterio.

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Harry negó con la cabeza.

– Sospecha fundada -dijo-. No es necesaria la orden.

Sobre la cabeza de Harry resonó agorero un trueno discreto. El canalón que discurría por encima del balcón estuvo un día pintado de amarillo, pero la mayor parte de la pintura se había descascarillado dejando al descubierto grandes áreas oxidadas. Harry se agarró con las dos manos y tiró con cuidado para ver si estaba bien sujeto. El canalón cedió con un sonido quejumbroso, un tornillo se soltó del hormigón y cayó al patio interior. Harry lo soltó con una imprecación. Como quiera que fuese, no tenía elección, de modo que puso los pies en la barandilla de la terraza y se irguió. Miró hacia abajo. Automáticamente, empezó a hiperventilar. La sábana que había tendida allá abajo parecía un pequeño sello blanco mecido por el viento.

Dio un salto y consiguió mantener el equilibrio y, pese a lo empinado del tejado, las gruesas suelas de sus Dr. Martens se agarraron bien a las tejas y pudo recorrer los dos pasos que lo separaban de la chimenea, a la que se abrazó como a un amigo añorado. Se puso derecho y miró a su alrededor. Vio el destello de un relámpago sobre la península de Nesoddlandet. Y el aire, que no soplaba cuando llegó, empezaba a levantarle levemente la chaqueta. Una sombra negra pasó de repente delante de su cara y se sobresaltó. La sombra se dirigió al patio. Una golondrina. Harry tuvo el tiempo justo de ver cómo se cobijaba bajo el alero.

Gateó hasta la cima del tejado y, con el objetivo puesto en una veleta negra que se hallaba a unos quince metros, respiró hondo y empezó a caminar balanceándose por el caballete con los brazos extendidos como un funambulista.

Había recorrido la mitad del trayecto cuando ocurrió.

Harry oyó un zumbido que, en un primer momento, creyó procedente de las copas de los árboles que se alzaban a sus pies. El sonido aumentó en intensidad al mismo tiempo que el tendedero del patio empezaba a girar con estruendo. Pero Harry aún no notaba el viento. Al cabo de un instante, lo alcanzó. Había concluido la etapa de sequía. Un golpe de viento le azotó el pecho como un alud de aire empujado por la gran cantidad de agua que caía. Se tambaleó, dio un paso atrás y se quedó haciendo equilibrios. Oía algo que se precipitaba hacia él sobre tejas traqueteantes. La lluvia. El diluvio universal. Caía a mares y, en un segundo, todo quedó empapado. Harry intentó recuperar el equilibrio, pero sus suelas habían perdido la adherencia, era como pisar jabón. Resbaló y se arrojó desesperado hacia la veleta. Los brazos extendidos, los dedos separados. La mano derecha arañaba las tejas mojadas en busca de algo a lo que aferrarse, pero no encontró nada. La gravedad se apoderó de él, sus uñas arrancaban a las tejas el mismo sonido rugoso que emitía la hoja de una guadaña contra la piedra de afilar: Harry se deslizaba hacia abajo. Oyó el chirrido agonizante del tendedero, notó el canalón en las rodillas, sabía que estaba a punto de salirse del borde y estiró el cuerpo en un intento desesperado de alargarlo, como si quisiera convertirse en una antena. Una antena. Consiguió agarrar algo con la mano izquierda. El metal cedió, se inclinó, se dobló. Amenazaba con acompañarlo en su caída hasta el patio. Pero aguantó.

Harry pudo sujetarse con ambas manos y tiró hacia arriba para subir. Se las arregló para enderezarse sobre las suelas de goma, pisó el tejado con fuerza y logró cogerse. Con la lluvia enfurecida azotándole la cara, consiguió subirse al caballete del tejado, se sentó a horcajadas y respiró aliviado. El mástil de metal apuntaba en oblicuo hacia abajo. Algún vecino tendría dificultades para ver esa noche la reposición de Beat for Beat.

Harry aguardó a que su pulso recobrara el ritmo normal. Luego se levantó y continuó haciendo equilibrios. Le dio un beso a la veleta.

La terraza de Barli estaba empotrada en el tejado, con lo que resultaba fácil llegar de un salto a las baldosas rojas. Sus pies aterrizaron con un chapoteo ahogado por el susurro del viento, por el burbujeo de los canalones a rebosar.

Habían metido las sillas dentro. La barbacoa se veía negra y muerta en un rincón. Pero la puerta de la terraza estaba entreabierta.

Harry se acercó de puntillas y aguzó el oído.

Al principio no oyó más que el repiqueteo de la lluvia contra el tejado. Sin embargo, cuando entró sigiloso en el apartamento, percibió otro ruido, también de agua. Venía del baño del piso de abajo.

La ducha. Por fin un poco de suerte. Harry se palpó el bolsillo de la chaqueta mojada donde tenía el cincel. Decididamente, sería preferible enfrentarse a un Barli desnudo y desarmado, sobre todo si aún conservaba la pistola que Sven le entregó el sábado en el Frognerparken.

Constató que la puerta del dormitorio estaba abierta. Sabía que, en la caja de herramientas que se hallaba junto a la cama, había una navaja lapona. Avanzó de puntillas hasta la puerta y entró rápidamente.

La habitación estaba a oscuras, sólo iluminada por la lámpara de lectura de la mesilla. Harry se colocó a los pies de la cama y dirigió la mirada a la pared donde colgaba la foto de Willy y de una Lisbeth sonriente en el viaje de novios, delante de un edificio antiguo y majestuoso y de una estatua ecuestre. Una foto que, como Harry ya sabía, no se hicieron en Francia. Según Sven, cualquier persona con estudios medios debería reconocer la estatua del héroe nacional checo Václav, que se yergue delante del Museo Nacional, en la plaza Václav de Praga.

Ya se le había habituado la vista a la oscuridad. Miró hacia la cama y se quedó de piedra. Contuvo la respiración y se quedó estático, como un muñeco de nieve. El edredón estaba en el suelo y la sábana medio retirada dejaba al descubierto la goma azul del colchón. Encima había una persona desnuda, apoyada en los codos. Parecía dirigir la mirada hacia el punto del colchón sobre el que incidía el haz de luz de la lamparita.

La lluvia del tejado ejecutó unos compases finales antes de cesar de repente. Era obvio que aquella persona no había oído entrar a Harry en la habitación, pero éste tenía el mismo problema que un muñeco de nieve en el mes de julio: goteaba. El agua le caía de la chaqueta para estrellarse contra el suelo de parqué, con lo que a Harry le parecía un tremendo retumbar.

La persona que yacía en la cama se quedó rígida. Y se dio la vuelta. En primer lugar, la cabeza. Luego el resto del cuerpo desnudo.

Lo primero en lo que Harry reparó fue en el pene erguido que oscilaba de un lado a otro como un metrónomo.

– ¡Dios mío! ¿Harry?

La voz de Willy Barli sonó atemorizada y aliviada al mismo tiempo.

41

Lunes. Happy ending

– Buenas noches.

Rakel besó a Oleg en la frente y lo tapó bien con el edredón. Bajó las escaleras, se sentó en la cocina y se puso a contemplar la lluvia.

A Rakel le gustaba la lluvia. Refrescaba el aire y limpiaba todo lo viejo. Brindaba un nuevo comienzo. Eso era lo que necesitaba. Un nuevo comienzo.

Se dirigió a la puerta de entrada y comprobó que estaba cerrada con llave. Era la tercera vez que lo hacía aquella noche. ¿De qué tenía miedo, en realidad?

Encendió la tele.

Había un programa musical o algo parecido. Tres personas sentadas al mismo piano. Se sonreían el uno al otro. Como una familia, pensó Rakel.

Un trueno rasgó el aire y la sobresaltó.

– No sabes el susto que acabas de darme.

Willy Barli meneaba la cabeza. La erección continuaba, aunque iba atenuándose.

– Me lo puedo imaginar -dijo Harry-. Ya que he utilizado la puerta de la terraza, quiero decir.

– No, Harry. No te puedes hacer una idea.

Willy se asomó por el borde de la cama, cogió el edredón del suelo y se lo puso por encima.

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