Willy se frotó el ojo con el dedo índice.
– … con su presencia.
– Ya. ¿Qué ponía en la otra carta?
– Era una carta que había escrito ella misma y que, obviamente, había intentado enviarle. Pero el sobre tenía un sello de devolución de correos. Le decía que había intentado ponerse en contacto con él de todas las formas posibles, pero que nadie contestaba en el número de teléfono que él le había facilitado y que ni la información telefónica ni el registro de direcciones de Praga habían conseguido dar con él. Le decía que esperaba que la carta le llegase de alguna manera y le preguntaba si había tenido que abandonar Praga. ¿Acaso no había salido de las dificultades económicas que lo obligaron a pedirle que le prestara dinero?
Willy soltó una carcajada hueca.
– En ese caso, le decía que no dudara en ponerse en contacto con ella, que volvería a ayudarle. Porque lo quería. No pensaba en otra cosa. Aquella separación la enloquecía. Que creyó que se le pasaría con el tiempo, pero que se había extendido como una enfermedad que le causaba dolor en cada poro de su piel. Y, sin duda, algunos centímetros le dolerían más que otros porque, según decía, cuando le permitía a su marido, es decir, a mí, que hiciera el amor con ella, cerraba los ojos e imaginaba que era él. Comprenderás que me llevé un disgusto muy grande. Sí, me quedé paralizado. Pero no me caí muerto hasta ver la fecha del matasellos del sobre.
Willy cerró los ojos con fuerza.
– La había enviado en febrero. De este año.
Otro relámpago proyectó en las paredes unas sombras que se rezagaron en su superficie como espectros de luz.
– ¿Qué hace uno en semejante situación? -preguntó Willy.
– Sí, ¿qué hace uno?
Una pálida sonrisa se dibujó en la cara de Willy.
– Lo que yo hice fue preparar un poco de foie gras con un vino blanco dulce. Cubrí la cama de rosas e hicimos el amor toda la noche. De madrugada, cuando se durmió, me quedé mirándola. Sabía que no podía vivir sin ella. Pero también sabía que para hacerla mía de nuevo, primero tenía que perderla.
– Y empezaste a planearlo todo. A escenificar cómo ibas a matar a tu mujer inculpando a un tiempo al hombre que ella amaba.
Willy se encogió de hombros.
– Me entregué a la tarea como si de una representación normal se tratase. Como todo hombre de teatro, sé que lo más importante es la ilusión. La mentira debe parecer tan veraz que la verdad se presente como poco probable. Puede que suene difícil de conseguir, pero, en mi profesión, uno enseguida se da cuenta de que, por lo general, resulta más fácil que lo contrario. La gente está más acostumbrada a la mentira que a la verdad.
– Ya. Cuéntame cómo lo hiciste.
– ¿Por qué iba a arriesgarme a hacer eso?
– De todos modos, no puedo utilizar nada de lo que digas ante un tribunal. No tengo testigos y he entrado en tu apartamento de forma ilegal.
– No, pero eres un tío listo, Harry. No voy a decir nada que puedas utilizar en la investigación.
– Puede ser. Pero me da la impresión de que estás dispuesto a correr ese riesgo.
– ¿Por qué?
– Porque tienes ganas de contarlo. Te mueres por contarlo. No tienes más que oírte.
Willy Barli soltó una carcajada.
– Así que crees que me conoces, ¿no, Harry?
Harry negó con la cabeza mientras buscaba el paquete de cigarrillos. En vano. Lo habría perdido cuando estuvo a punto de caerse en el tejado.
– No te conozco, Willy. No conozco a la gente como tú. Llevo quince años trabajando con asesinos y sólo sé una cosa: todos buscan alguien a quien contárselo. ¿Te acuerdas de lo que me hiciste prometer en el teatro? Que encontrase al asesino. Bueno, pues he cumplido mi promesa. Así que te propongo un trato. Tú me cuentas cómo lo hiciste y yo te doy las pruebas que tengo contra ti.
Willy miró a Harry estudiándolo con detenimiento. Pasó una mano por encima del colchón de goma.
– Tienes razón, Harry. Quiero contarlo. Mejor dicho, quiero que tú lo comprendas. Por lo que conozco de ti, creo que serías capaz de comprender. El caso es que llevo siguiéndote desde que empezó este asunto.
Willy se rió al ver la expresión de Harry.
– Eso no lo sabías, ¿verdad?
Harry se encogió de hombros.
– Tardé más de lo que había pensado en localizar a Sven Sivertsen -explicó Willy-. Hice una copia de la foto que le había dado a Lisbeth y me fui a Praga. Me pasé por casi todos los cafés y bares de Mustek y Perlová, iba enseñando la foto y preguntando si alguien conocía a un noruego llamado Sven Sivertsen. Sin éxito. Pero era evidente que algunas de las personas a las que pregunté sabían más de lo que querían decir. Así que, al cabo de unos días, cambié de táctica. Empecé a preguntar si conocían a alguien que pudiese procurarme unos diamantes rojos que, según tenía entendido, era fácil conseguir en Praga. Me presenté como un danés coleccionista de diamantes de nombre Peter Sandmann, y di a entender que estaba dispuesto a pagar muy bien por una variante tallada como un pentágono. Facilité el nombre del hotel donde me hospedaba. A los dos días sonó el teléfono de mi habitación. Reconocí su voz enseguida. Distorsioné la mía y le hablé en inglés. Dije que estaba negociando otra compra de diamantes y le pregunté si podía llamarlo más tarde aquella misma noche. Si me daba un número donde pudiera localizarlo… Noté que se esforzaba por aparentar menos interés del que tenía en realidad y comprendí lo fácil que sería quedar con él esa misma noche en un callejón oscuro. Pero tuve que dominarme, como el cazador cuando tiene la pieza en la mira, pero debe esperar a que todo sea perfecto. ¿Comprendes?
Harry asintió despacio.
– Comprendo.
– Me dio un número de móvil. Al día siguiente volví a Oslo. Tardé una semana en saber cuanto necesitaba sobre Sven Sivertsen. Lo más fácil fue identificarlo. Había veintinueve Sivertsen en el censo, nueve de ellos tenían la edad adecuada y, de esos nueve, sólo uno no tenía domicilio fijo en Noruega. Anoté la última dirección conocida, me facilitaron el número en el servicio de información telefónica y llamé. Contestó al teléfono una señora mayor. Me explicó que Sven era su hijo, pero que hacía muchos años que no vivía con ella. Le dije que yo, junto con otros compañeros de su clase de primaria, estábamos intentando localizar a todo el mundo para celebrar un aniversario. La mujer me dijo que Sven vivía en Praga, pero que viajaba mucho y que no tenía domicilio ni teléfono fijo. Además, dudaba de que tuviera ganas de ver a sus compañeros de clase. ¿Cómo había dicho que me llamaba? Le contesté que sólo había estado en su clase medio curso y que no era seguro que se acordara de mí. Y que, de acordarse, sería porque yo, en aquella época, tuve algún problema con la policía. ¿Era cierto el rumor de que Sven también los tuvo? La voz de la mujer resonó algo chillona cuando me contestó que de eso hacía ya mucho tiempo y que no era de extrañar que Sven fuera entonces tan rebelde teniendo en cuenta cómo lo tratábamos. Pedí perdón de parte de la clase, colgué y llame al juzgado. Dije que era periodista y pregunté si podían buscar las sentencias contra Sven Sivertsen. Una hora más tarde ya tenía una idea bastante clara de a qué se dedicaba Sivertsen en Praga. Tráfico de diamantes y de armas. Y en mi cabeza empezó a fraguarse un plan construido en torno a lo que acababa de averiguar: que era contrabandista. Los diamantes en forma de pentágono. Las armas. Y la dirección de su madre. ¿Empiezas a ver las conexiones?
Harry no contestó.
– Cuando volví a llamar a Sven Sivertsen, habían pasado tres semanas desde mi visita a Praga. Hablé noruego con mi voz normal, fui derecho al grano. Le dije que llevaba tiempo buscando a una persona capaz de suministrarme armas y diamantes sin intermediarios y que creía haberla encontrado en él. Me preguntó cómo había conseguido su nombre y su número, pero le contesté que mi discreción también le sería útil a él y propuse que no nos hiciéramos preguntas innecesarias. No le pareció del todo bien y nuestra conversación estuvo a punto de naufragar hasta que mencioné la suma que estaba dispuesto a pagar por la mercancía. Por anticipado y a una cuenta suiza si así lo quería. Incluso tuvimos ese intercambio de frases de cine donde él preguntaba si hablaba de coronas noruegas, y yo, con un tono de leve sorpresa, le decía que, por supuesto, hablábamos de euros. Sabía que la suma excluiría por sí sola la sospecha de que yo fuera agente de policía. Los gorriones como Sivertsen no se cazan con cañones tan caros. Dijo que quizá fuera factible y yo le dije que volvería a ponerme en contacto con él.
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