– Puede -respondió él abriendo la puerta del todo-. Entra y saluda a Galatea.
Toya se rió, pese a que no entendía lo que quería decir. Se rió aun a sabiendas de que algo terrible iba a suceder.
Harry encontró aparcamiento bajando por la calle Markveien, apagó el motor y salió del coche.
Encendió un cigarrillo y miró a su alrededor. No había nadie por las calles, se diría que todos se habían resguardado en sus casas. Las nubes de la tarde, de un blanco inocente, se habían desdoblado en el cielo y se habían convertido en una moqueta azul grisáceo.
Siguió las pintadas de las fachadas de los edificios hasta que llegó a la altura de la puerta. Se dio cuenta de que no le quedaba del cigarrillo más que el filtro y lo tiró. Llamó y aguardó un instante. Era tal el bochorno que le sudaban las manos. ¿O sería el miedo? Miró el reloj y tomó nota de la hora.
– ¿Sí? -La voz parecía irritada.
– Buenas noches, soy Harry Hole.
Ninguna respuesta.
– De la policía -añadió.
– Por supuesto. Lo siento, tenía la mente en otros asuntos. Pase.
Sonó el portero automático.
Harry subió las escaleras a grandes zancadas lentas.
Ambas lo esperaban en la puerta.
– Madre mía -dijo Ruth-. Está a punto de empezar.
Harry se detuvo delante de ellos en el rellano.
– La lluvia -añadió el Águila de Trondheim a modo de explicación.
– Ah, bien -respondió Harry frotándose las manos en los pantalones.
– ¿En qué podemos ayudarte, Hole?
– A atrapar al mensajero asesino -respondió Harry.
Toya se hallaba tumbada en la cama, en postura fetal, contemplándose a sí misma en la puerta de espejo suelta que había apoyada en la pared. Se oía la ducha en el piso de abajo. Él la estaba eliminando de su cuerpo. Se dio la vuelta. El colchón se adaptaba con suavidad a su cuerpo. Observó la foto. Sonreían a la cámara. De vacaciones. En Francia, posiblemente. Acarició la funda fresca del edredón. Su cuerpo también estaba frío. Frío y duro y musculoso, para ser tan viejo. Sobre todo el culo y los muslos. Según le dijo, se debía a que había sido bailarín. Y se pasó quince años entrenando aquellos muslos a diario, los músculos nunca desaparecerían.
Toya miró el cinturón negro de sus pantalones que estaban en el suelo.
Quince años. Nunca desaparecerían.
Se dio la vuelta, se tumbó de espaldas y se colocó un poco más arriba en la cama. Se oía el burbujeo del agua en el interior del colchón de goma. Sin embargo, a partir de ahora, todo sería diferente. Toya se había vuelto aplicada. Buena. Justo como querían mamá y papá. Se había convertido en Lisbeth.
Toya apoyó la cabeza en la pared y se hundió más en el colchón. Algo le hacía cosquillas entre los omoplatos. Era como estar tumbada en un barco que navegaba por un río. A saber de dónde le había venido aquel pensamiento.
Willy le había preguntado si no le importaría usar un consolador mientras él miraba. Ella se encogió de hombros. Ser buena. Él abrió la caja de las herramientas. Toya tenía los ojos cerrados y, aun así, vio los jirones de luz filtrándose por las paredes del granero. Y cuando él se corrió en su boca, le supo a silo. Pero no dijo nada. Ser aplicada.
Igualmente, fue una chica aplicada mientras Willy la instruía para que aprendiera a hablar y a cantar como su hermana. A caminar y a sonreír como ella. Willy les dio a los maquilladores una foto de Lisbeth y les explicó que quería que Toya tuviese el mismo aspecto. Lo único que no había conseguido era reír como Lisbeth, así que Willy le había pedido que no riera. En alguna ocasión se preguntó cuánto de aquel esfuerzo eran exigencias del guión y del papel de Elisa Doolittle y cuánto respondía al anhelo desesperado de Willy por Lisbeth. Y ahora que estaba acostada en aquella cama, se preguntaba si aquello no tendría que ver también con Lisbeth, tanto para Willy como para ella. ¿Qué fue lo que dijo Willy? El deseo busca el nivel más bajo.
Notaba una presión entre los omoplatos otra vez y se retorció molesta.
Para ser sincera, Toya no echaba mucho de menos a Lisbeth. No es que no le hubiera impresionado como a todo el mundo la noticia de la desaparición, pero el suceso le había abierto alguna que otra puerta. La habían entrevistado y su grupo, Spinnin' Wheel, acababa de recibir la oferta de dar una serie de conciertos en memoria de Lisbeth. Y después, el papel principal de My Fair Lady. Que además, prometía ser un éxito. En la fiesta del estreno, Willy dijo que debía prepararse para ser famosa. Una estrella. Una diva. Se metió la mano bajo la espalda. ¿Qué era aquello que la molestaba? Allí había un bulto. Debajo de la sábana. Si apretaba, desaparecía, pero cuando soltaba, allí estaba otra vez. Tenía que averiguar qué era.
– ¿Willy?
Iba a gritar más alto para hacerse oír pese al ruido de la ducha, cuando recordó que Willy le había insistido en que debía descansar la voz. Porque después del aquel día libre, tendrían que actuar todas las noches de la semana. Cuando llegó, él le dijo que no hablara. A pesar de que, antes de la cita, le advirtió que quería repasar un par de frases que no habían salido perfectas y le pidió que se maquillara como Elisa, por lo del realismo.
Toya sacó la sábana de debajo del colchón de agua y la retiró. No había ningún protector debajo, sólo el colchón azul de goma semitransparente. Pero ¿qué era lo que le presionaba la espalda? Puso la mano sobre el colchón. Allí estaba, bajo la goma. Sólo que no se veía nada. Extendió el brazo, encendió la lámpara de la mesilla y la orientó para que enfocara el lugar exacto. El bulto había desparecido. Puso la mano sobre la goma y esperó. Y, en efecto, volvió a emerger muy despacio al cabo de un instante. Toya comprendió que debía de ser algo que se hundía cuando lo empujaba y que luego subía de nuevo. Deslizó la mano por la superficie.
Al principio sólo vio el contorno que se recortaba bajo la goma. Como un perfil. No, no como un perfil. Era un perfil. Toya estaba boca abajo. Se le cortó la respiración. Porque ahora lo notaba. A lo largo de todo el estómago y hasta los pies. Había un cuerpo entero allí dentro. Un cuerpo que la fuerza de flotación empujaba hacia ella al mismo tiempo que la gravedad tiraba de él hacia abajo, como si fueran dos personas intentando convertirse en una sola. Y a lo mejor ya lo eran. Porque mirar aquello era como mirar en un espejo.
Quería gritar. Quería estropear la voz. No quería ser buena. Quería volver a ser Toya. Pero no lo consiguió. Sólo alcanzaba a ver la cara pálida y azul de su hermana que la miraba con unos ojos sin pupilas. Y oía la ducha, que sonaba como una tele al acabar la emisión. Y el repiqueteo de las gotas en el parqué, a su espalda, a los pies de la cama, que le decía que Willy ya no estaba en la ducha.
– No puede ser él -dijo Ruth-. No… no puede ser.
– La última vez que estuve aquí dijisteis que habíais pensado en andar por el tejado hasta la casa de Barli para espiarlo -recordó Harry-. Y que deja abierta la puerta de la terraza todo el verano. ¿Estáis seguras de eso?
– Sí, pero ¿no puedes llamar simplemente al timbre? -preguntó el Águila de Trondheim.
Harry negó con la cabeza.
– Sospecharía. Y no podemos arriesgarnos a que se escape. Tengo que cogerlo esta noche, si no es demasiado tarde.
– ¿Demasiado tarde para qué? -pregunto el Águila de Trondheim entornando un ojo.
– Escucha, todo lo que os pido es que me prestéis vuestra terraza para subir al tejado.
– ¿De verdad que serás sólo tú, sin más colegas? -quiso saber el Águila de Trondheim-. ¿Y no tienes una orden de registro o algo así?
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