Jo Nesbø - La estrella del diablo

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En un verano excepcionalmente caluroso en Oslo, el cuerpo de una joven aparece en el suelo de su apartamento, en medio de un charco de sangre. Tiene amputado un dedo de la mano izquierda, y bajo un párpado le han colocado un pequeño diamante rojo con la forma de una estrella de cinco puntas: el símbolo de las tinieblas, el emblema del diablo. Cinco días después del tétrico hallazgo, un hombre denuncia la desaparición de su esposa. Otro dedo cercenado aparece en escena: lleva un anillo con un diamante rojo engarzado, tallado como una estrella de cinco puntas. Tendrán que pasar cinco días más para que aparezca el tercer cadáver… y se repita el ritual. Son demasiadas coincidencias, y todo apunta a que un asesino en serie está actuando en la ciudad.
Harry Hole no tiene vacaciones, por lo que el jefe Moller le asigna el caso y le impone como compañero a Tom Waaler, un tipo corrupto, implicado en el tráfico de armas y de alguna manera responsable de la muerte de Hellen Gjelten, compañera y amiga de Hole, en el transcurso de una investigación. Harry está decidido a demostrar que sus sospechas sobre Waaler están fundadas, e incluso empieza a preguntarse si no estará relacionado con los crímenes. Los demonios reales y los imaginarios se mezclan en la mente del policía, que se tiene que enfrentar a un criminal sanguinario y a un enemigo implacable dentro del departamento. Sólo tiene una cosa clara: la estrella de cinco puntas es la clave para resolver el misterio.

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Pidió una cerveza y miró el reloj.

Había dado unas vueltas por el vecindario para no llegar antes de las cinco, que era la hora acordada. No quería dar la impresión de tener demasiado interés, podía levantar sospechas. Ahora bien, ¿quién desconfiaría de un periodista por estar interesado en una información que significaba un giro copernicano en el asunto más importante de los meses estivales? Si es que aquella información era cierta…

Roger había intentado localizarlos mientras paseaba por las calles. Fue mirando si había algún coche aparcado donde no debía, alguien leyendo el periódico en una esquina, un indigente durmiendo en un banco. Pero no vio nada. Por supuesto, serían profesionales. Eso era lo que más miedo le daba. Saber que podían llevarlo a cabo sin ser descubiertos. En una ocasión, oyó a un colega borracho murmurar que, en los últimos años, habían ocurrido en la comisaría general cosas tan extrañas que, de haber aparecido en la prensa, el público no se las habría creído, pero Roger habría compartido la opinión del público.

Miró el reloj de nuevo. Las cinco y siete minutos.

¿Se precipitarían al interior del local en cuanto llegase Harry Hole? No le habían facilitado los pormenores, sólo le dijeron que debía presentarse a la hora convenida y comportarse como si estuviese trabajando. Roger dio un trago con la esperanza de que el alcohol le calmara los nervios.

Las cinco y diez. El camarero leía la revista Fjords sentado en una esquina de la barra.

– Perdón -dijo Roger.

El camarero apenas levantó la vista.

– ¿Por casualidad no habrá venido por aquí un tío alto y rubio con…?

Sony -lo interrumpió el camarero lamiéndose el pulgar para pasar la hoja-. Mi turno empezó justo antes de que llegaras tú. Pregúntale a esa mujer, la que está ahí sentada.

Roger dudó, dio otro trago de cerveza hasta dejar el nivel justo por debajo del logo de Rignes y se levantó.

– Perdón…

La mujer levantó la vista y lo miró con una suerte de media sonrisa.

– ¿Sí?

Entonces lo vio. No eran sombras lo que oscurecía su cara. Eran cardenales. En la frente. En los pómulos. Y en el cuello.

– Me iba a ver aquí con un tío, pero me temo que se ha marchado antes de que yo llegara. Más de uno noventa de estatura, pelo rubio muy corto.

– ¿Ah, sí? ¿Joven?

– Bueno. Ronda los treinta y cinco, creo. Tiene un aspecto algo… deteriorado.

– ¿Nariz roja y ojos azules con expresión jovial y envejecida al mismo tiempo?

La mujer seguía sonriendo, pero con una sonrisa introvertida, y Roger comprendió que no sonreía para él.

– Sí, podría ser él -respondió Roger algo inseguro-. ¿Ha estado…?

– No, yo también lo estoy esperando.

Roger la miró. ¿Sería una de ellos? ¿Una treintañera maltratada y borrachina? No le parecía muy probable.

– ¿Tú crees que vendrá? -preguntó Roger.

– No -respondió la mujer alzando el vaso-. Los que quieres que vengan, no vienen nunca. Los que vienen son los otros.

Roger volvió a la barra. Le habían retirado el vaso y pidió otra cerveza.

El camarero puso música. La melodía de Gluecifer hizo lo que pudo por arrojar luz a aquella oscuridad.

I got a war, baby, I got a war with you!

No acudiría. Harry Hole no iba a presentarse en el Underwater. ¿Qué consecuencias tendría aquello? Joder, no era culpa suya.

A las cinco y media se abrió la puerta.

Roger levantó la vista esperanzado.

Vio en el umbral a un hombre con una cazadora de cuero.

Roger hizo un gesto de negación con la cabeza.

El hombre echó una ojeada al local. Se pasó la mano por el cuello en posición horizontal. Y salió por la puerta.

El primer impulso de Roger fue seguirlo. Preguntarle qué significaba esa mano. ¿Que anulaban la operación? O que Thomas… En ese momento, su móvil empezó a sonar. Lo cogió.

No show? -dijo una voz.

No era el hombre de la cazadora y, definitivamente, tampoco era Harry. Sin embargo, había un tono vagamente familiar en aquella voz.

– ¿Qué hago ahora? -preguntó Roger bajito.

– Te quedas ahí hasta las ocho -ordenó la voz-. Si se presenta por ahí, llamas al número que te dieron. Nosotros tenemos que continuar.

– Thomas…

– A tu hermano no le ocurrirá nada mientras tú hagas lo que se te ordena. Y nada de esto saldrá a la luz.

– Por supuesto que no. Yo…

– Que tengas una buena noche, Gjendem.

Roger guardó el teléfono en el bolsillo y se abalanzó sobre la cerveza.

Al salir, respiraba con dificultad. Eran las ocho. Dos horas y media.

– ¿Qué te dije?

Roger se dio la vuelta. Allí estaba la mujer, justo a su espalda, llamando con el dedo índice al camarero, que se levantó desganado.

– ¿Qué querías decir con eso de los otros? -dijo.

– ¿Cómo que «los otros»?

– Antes has dicho que no son los que quieres, sino los otros, los que vienen.

– ¡Ah! Los otros son aquéllos con los que te has de conformar, querido.

– ¿Ajá?

– Como tú y como yo.

Roger se giró del todo. Había algo en la forma en que lo dijo. Sin dramatismo, sin seriedad, aunque con un timbre de leve resignación en la voz. Percibió en todo ello algo que reconocía, una especie de parentesco. Y ahora que la miraba a la cara advirtió también otros detalles. Los ojos. Los labios rojos. Seguro que había sido guapa.

– ¿Te ha pegado tu pareja? -preguntó.

Ella levantó la cabeza apuntándole con la barbilla, miró al camarero, que ya se acercaba con su cerveza.

– Sinceramente, no creo que sea de tu incumbencia, joven.

Roger cerró los ojos un momento. Aquél había sido un día muy raro desde el principio. Uno de los más raros de su vida. No existía motivo alguno para que dejase de serlo ahora.

– Podría llegar a ser de mi incumbencia -sugirió Roger.

Ella se dio la vuelta y clavó en él una mirada penetrante.

Él señaló con la cabeza hacia su mesa.

– A juzgar por el tamaño de la bolsa que llevas, lo que ahora tienes es un ex. Si necesitas un sitio esta noche para un aterrizaje de emergencia, tengo un apartamento muy grande con un dormitorio extra.

– ¿De verdad?

Respondió con un tono hostil, pero Roger observó que la expresión de su cara se había tornado inquisitiva, curiosa.

– Sí. De repente, este invierno, el apartamento se volvió enorme -confesó Roger-. Por cierto, pago con mucho gusto esa cerveza si me haces compañía. Pienso quedarme un rato.

– Bueno. Supongo que podemos quedarnos un rato a esperar juntos.

– ¿A alguien que no vendrá?

Rió con una risa triste, pero risa al fin.

Sven contemplaba desde la silla el campo que se extendía al otro lado de la ventana.

– Quizá deberías haber ido -opinó-. Puede que el periodista no tuviese la intención de…

– No lo creo -dijo Harry.

Estaba tumbado en el sofá, escrutando las volutas de humo que se elevaban en espiral hacia el techo gris.

– Creo que, sin ser muy consciente de ello, me dio un aviso.

– El hecho de que tú aludieras a Waaler como «un destacado oficial de policía» y el periodista se refiriese a él como «comisario» no significa necesariamente que él ya supiera quién era Waaler. Quizá lo adivinó por casualidad.

– En ese caso, metió la pata. A no ser que le tuviesen intervenido el teléfono y que él intentase avisarme.

– Estás paranoico, Harry.

– Puede, pero eso no significa necesariamente que…

– … que no vayan a por ti. Ya lo has dicho. ¿No hay otros periodistas a los que llamar?

– Ninguno en quien confíe. Además, creo que no debemos hacer muchas más llamadas con este móvil. En realidad, creo que voy a apagarlo. Pueden utilizar las señales para localizarnos.

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