Jo Nesbø - La estrella del diablo

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En un verano excepcionalmente caluroso en Oslo, el cuerpo de una joven aparece en el suelo de su apartamento, en medio de un charco de sangre. Tiene amputado un dedo de la mano izquierda, y bajo un párpado le han colocado un pequeño diamante rojo con la forma de una estrella de cinco puntas: el símbolo de las tinieblas, el emblema del diablo. Cinco días después del tétrico hallazgo, un hombre denuncia la desaparición de su esposa. Otro dedo cercenado aparece en escena: lleva un anillo con un diamante rojo engarzado, tallado como una estrella de cinco puntas. Tendrán que pasar cinco días más para que aparezca el tercer cadáver… y se repita el ritual. Son demasiadas coincidencias, y todo apunta a que un asesino en serie está actuando en la ciudad.
Harry Hole no tiene vacaciones, por lo que el jefe Moller le asigna el caso y le impone como compañero a Tom Waaler, un tipo corrupto, implicado en el tráfico de armas y de alguna manera responsable de la muerte de Hellen Gjelten, compañera y amiga de Hole, en el transcurso de una investigación. Harry está decidido a demostrar que sus sospechas sobre Waaler están fundadas, e incluso empieza a preguntarse si no estará relacionado con los crímenes. Los demonios reales y los imaginarios se mezclan en la mente del policía, que se tiene que enfrentar a un criminal sanguinario y a un enemigo implacable dentro del departamento. Sólo tiene una cosa clara: la estrella de cinco puntas es la clave para resolver el misterio.

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– ¿Cómo? Es imposible que Waaler sepa qué teléfono estás utilizando.

Harry apagó el Ericsson, cuya luz verde se extinguió, y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

– Sivertsen, es obvio que aún no has comprendido de lo que es capaz Tom Waaler. Mi amigo el taxista y yo habíamos acordado que, si todo iba bien, me llamaría desde una cabina entre las cinco y las seis. Son las seis y diez. ¿Has oído que sonara el teléfono?

– No.

– Es decir, cabe la posibilidad de que lo sepan todo sobre este teléfono. Se están acercando.

Sven suspiró.

– ¿Te han dicho alguna vez que tienes una marcada tendencia a repetirte, Harry? Además, veo que no te estás esforzando demasiado para sacarnos de este embrollo.

Harry respondió formando un denso anillo de humo que se elevó hacia el techo.

– Casi tengo la sensación de que deseas que nos encuentre. Y de que todo lo demás es puro teatro. Quieres que parezca que estamos intentando escondernos por todos los medios, sólo para asegurarte de que se deja engañar y nos sigue.

– Interesante teoría -murmuró Harry.

– El experto de Norske Møller confirmó tu sospecha -aseguró Beate en el auricular al tiempo que le indicaba a Bjørn Holm que saliera del despacho.

Comprendió, por los chasquidos, que Harry la llamaba desde una cabina.

– Gracias por la ayuda -respondió Harry-. Era justo lo que necesitaba.

– ¿Seguro?

– Eso espero.

– Acabo de llamar a Olaug Sivertsen, Harry. Está fuera de sí de preocupación.

– Ya.

– No sólo por su hijo. También teme por su inquilina, que se fue a pasar el fin de semana a una cabaña y no ha vuelto. No sé qué decirle.

– Lo menos posible. Pronto habrá terminado todo.

– ¿Puedes prometerlo?

La risa de Harry resonó como una metralleta con tos seca de fondo.

– Sí, eso sí que puedo prometerlo.

En ese momento, se oyó el chisporroteo del teléfono interno.

– Tienes visita -anunció una voz nasal de recepción. Sería una guardia de Securitas, pues ya eran más de las cuatro, pero Beate se había dado cuenta de que hasta el personal de Securitas empezaba a hablar por la nariz después de cierto tiempo en la recepción.

Beate pulsó el botón de la centralita algo pasada de moda que tenía delante.

– Dile a quien sea que espere un momento, estoy ocupada.

– Sí, pero…

Beate cortó la comunicación.

– No paran de dar la lata -se lamentó.

Junto con la respiración entrecortada de Harry en el auricular, oyó el ruido de un coche que frenaba hasta que se apagó el motor. Al mismo tiempo, percibió un cambio en el modo en que la luz iluminaba el despacho.

– Tengo que irme -dijo Harry-. Empezamos a tener prisa. Quizá te llame más tarde. Si las cosas salen como yo espero. ¿De acuerdo, Beate?

Beate colgó. Se había quedado mirando el umbral.

– Vaya -dijo Tom Waaler-. ¿No te despides de nuestro buen amigo?

– ¿No te han dicho en recepción que esperes?

– Sí, claro.

Tom Waaler cerró la puerta, tiró de un cordoncillo y las persianas blancas se desplomaron de golpe ante la ventana que daba al resto de las oficinas. Luego rodeó la mesa y se colocó junto a la silla, de cara al escritorio.

– ¿Qué es eso? -preguntó señalando los dos portaobjetos.

Beate respiraba nerviosamente por la nariz.

– Según el laboratorio, una semilla.

Waaler le puso la mano en la nuca suavemente. Beate se sobrecogió.

– ¿Estabas hablando con Harry?

Le rozó la piel con un dedo.

– Déjalo -respondió ella haciendo un esfuerzo por aparentar tranquilidad-. Quita la mano.

– Vaya, ¿no te ha gustado?

Waaler levantó ambas manos sonriendo.

– Pero antes sí que gustaba, ¿verdad, Lønn?

– ¿Qué quieres?

– Darte una oportunidad. Creo que te lo debo.

– ¿Así que eso piensas? ¿Por qué?

Beate levantó la cabeza y lo miró. Él se humedeció los labios y se inclinó hacia ella.

– Por tu diligencia. Y tu sumisión. Y por ese cono estrecho y frío.

Ella quiso golpearle, pero él le atrapó la muñeca en el aire y, sin soltarla, le torció el brazo hacia la espalda empujándolo hacia arriba. Beate cayó hacia delante jadeando y casi dio con la frente en la mesa. La voz de Waaler le resonó en el oído.

– Te brindo la oportunidad de conservar tu puesto de trabajo, Lønn. Sabemos que Harry te ha llamado desde el teléfono de su amigo el taxista. ¿Dónde está?

Beate respiraba con esfuerzo. Waaler siguió empujando el brazo hacia arriba.

– Ya sé que duele -dijo-. Y sé que el dolor no te persuadirá de que me cuentes nada. Es decir, esto es sólo para mi satisfacción personal. Y para la tuya.

Al decir esto, se frotó la bragueta contra el costado de Beate, que sentía la sangre zumbándole en los oídos. Finalmente, se dejó caer hacia delante. Dio con la cabeza en la centralita del teléfono interno y le arrancó un crujido.

– ¿Sí? -preguntó una voz nasal.

– Dile a Holm que venga en seguida -resopló Beate con la mejilla pegada al cartapacio.

– De acuerdo.

Waaler le soltó el brazo despacio. Beate se enderezó.

– Eres un cabrón -le dijo-. No sé dónde está Harry. Jamás se le ocurriría ponerme en una situación tan difícil.

Tom Waaler se la quedó mirando un buen rato. Escrutándola. Y, mientras lo hacía, Beate se percató de algo extraño: ya no le tenía miedo. La razón le decía que era más peligroso que nunca, pero vio en su mirada un destello nuevo. Waaler acababa de perder el control de sí mismo. Sólo unos segundos, pero era la primera vez que lo veía perder la compostura.

– Volveré a por ti -susurró-. Es una promesa. Y ya sabes que cumplo mis promesas.

– ¿Qué pasa…? -comenzó a preguntar Bjørn Holm apartándose rápidamente a un lado mientras Tom Waaler salía raudo por la puerta.

40

Lunes. La lluvia

Eran las siete y media, el sol apuntaba hacia la colina de Ullernåsen y, desde su balcón de la calle Thomas Heftye, la viuda Danielsen constató que por el fiordo de Oslo seguían entrando nubes blancas. Abajo, en la calle, vio pasar a André Clausen con Truls. No conocía por su nombre al individuo ni a su Golden Retriever, pero los había visto a menudo cuando venían caminando desde el barrio Las Terrazas de Gimle. Se detuvieron ante el semáforo en rojo en el cruce que había junto a la parada de taxis de la avenida Bygdøy. La viuda Danielsen suponía que se dirigían al Frognerparken.

Le pareció que ambos presentaban un aspecto un tanto desastroso. Además, era obvio que el perro necesitaba un baño.

Arrugó la nariz con expresión displicente al ver que el perro, sentado medio paso detrás de su dueño, levantaba las patas traseras y descargaba sus necesidades en la acera. Al comprobar que el dueño no hacía ademán de ir a recoger la porquería, sino que, al contrario, cruzó el paso de cebra tirando del perro en cuanto apareció el hombrecillo verde, la viuda Danielsen se indignó, pero, al mismo tiempo, se alegró un poco. Se indignó porque siempre la había preocupado el aspecto de la ciudad. Bueno, por lo menos, el aspecto de aquella parte de la ciudad. Y se alegró porque ya tenía tema para una nueva carta al director del Aftenposten, donde hacía algún tiempo que no publicaban nada suyo.

Se quedó contemplando la escena del crimen mientras perro y amo se movían de prisa y con un claro sentimiento de culpabilidad por la calle Frognerveien. Y por ese motivo y de forma involuntaria, se convirtió en testigo de la escena en que una mujer que iba corriendo en dirección contraria para cruzar con la luz verde, era víctima de la falta de sentido de responsabilidad de que adolecían algunos ciudadanos. La mujer estaba, al parecer, tan concentrada en llamar la atención del único taxi de la parada que no reparó en dónde pisaba. La viuda Danielsen resopló ruidosamente, echó una última ojeada al ejército de nubes y volvió al interior del apartamento con la intención de comenzar su carta al director.

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