Hizo doble clic en el número de teléfono para comprobar el nombre del abonado. Un nombre apareció en la pantalla. Hizo doble clic en el nombre, con la idea de ver la dirección y la profesión. Hecho esto, marcó el número al que debía llamar cuando tuviera cualquier información.
Alguien levantó un auricular.
– Soy Torkildsen, de Telenor. ¿Con quién hablo?
– No te preocupes por eso, Torkildsen. ¿Qué tienes para nosotros?
Torkildsen notaba que los brazos mojados se le pegaban al cuerpo.
– He comprobado algunas cosas -aseguró-. El teléfono móvil de Hole está en constante movimiento y es imposible de localizar. Pero hay otro móvil desde el que han llamado varias veces al número de la calle Kjølberggata.
– De acuerdo. ¿Quién es?
– El abonado es Øystein Eikeland. Está registrado como taxista.
– ¿Y qué?
Torkildsen sacó el labio inferior e intentó soplar por debajo de las gafas empañadas.
– Pensé que podía haber una conexión entre un teléfono que se mueve por toda la ciudad constantemente y un taxista.
Hubo un silencio al otro lado del hilo telefónico.
– ¿Hola? -dijo Torkildsen.
– Recibido -dijo la voz-. Sigue con el rastreo, Torkildsen.
Justo cuando Bjørn Holm entraba en la recepción de la calle Kjølberggata, sonó el móvil de Beate.
Ella lo sacó del cinturón, miró la pantalla y se llevó el aparato a la oreja describiendo un arco en el aire con la mano.
– ¿Harry? Dile a Sivertsen que se suba la pernera izquierda. Tenemos una foto de un ciclista enmascarado con una tirita en la rodilla. Tomada delante de la fuente del parque, a las cinco y media del pasado lunes. Y el tipo lleva una bolsa de plástico marrón.
Bjørn tuvo que dar varias zancadas para seguir el ritmo al que caminaba por el pasillo aquella mujer tan menuda. Oyó el repiqueteo de una voz por el teléfono.
Beate entró en el despacho.
– ¿Ni tirita ni herida? Ya, bueno, sé que eso no prueba nada. Pero para tu información te diré que André Clausen poco menos que acaba identificar al ciclista de la foto como el que vio en el despacho de Halle, Thune y Wetterlid.
Beate se sentó ante su escritorio.
– ¿Qué?
Bjørn Holm vio que el asombro dibujaba en su frente un par de ángulos de alférez.
– De acuerdo.
Dejó el teléfono y miró al colega fijamente, como si no supiera si creerse lo que acababa de oír.
– Harry cree que sabe quién es el mensajero asesino -le reveló.
Bjørn no contestó.
– Pregunta si el laboratorio está libre -dijo Beate-. Nos ha dado una nueva tarea.
– ¿Qué clase de tarea?
– Una verdadera mierda de tarea.
Øystein Eikeland estaba en el taxi, en la parada al pie de la colina de St. Hanshaugen, con los ojos medio cerrados pero mirando al otro lado de la calle, donde una chica de largas piernas ingería su dosis de cafeína sentada en una silla, en la acera, delante del Java. La música country que se colaba por los altavoces ahogó el zumbido del aire acondicionado.
– Faith has been broken, tears must be cried…
Decían las malas lenguas que el tema era de Gram Parson y que Keith y los Stones se la habían birlado para Sticky Fingers mientras estuvieron en Francia cuando los sesenta se habían acabado y ellos intentaban doparse para conseguir la genialidad.
– Wild, wild horses couldn't drag me away…
Una de las puertas traseras se abrió de repente. Øystein se sobresaltó. Aquel hombre debía de haber llegado por detrás, desde el parque. El retrovisor le mostró una cara bronceada por el sol, unas mandíbulas poderosas y gafas de sol opacas.
– Al lago de Maridalsvannet.
Lo dijo con una voz suave que, no obstante, dejó traslucir un tono imperioso.
– Si no es mucha molestia… -añadió el cliente.
– No, no -murmuró Øystein antes de bajar la música y dar una última calada al cigarrillo, que arrojó por la ventanilla abierta.
– ¿A qué parte del lago?
– Tú conduce. Ya te avisaré.
Se deslizaron por la calle Ullevålsveien.
– Han dicho que va a llover -comentó Øystein.
– Ya te avisaré -repitió la voz.
«Adiós propina», pensó Øystein.
Diez minutos más tarde salieron de las zonas residenciales y de repente, se vieron rodeados exclusivamente por campos y fincas, con el lago Maridalsvannet de fondo, un cambio tan brusco de la zona urbana a la rural que un pasajero americano le preguntó una vez si habían entrado en un parque temático.
– Puedes girar a la izquierda allí delante -dijo la voz.
– ¿Adentrarme en el bosque? -preguntó Øystein.
– Sí. ¿Te pone nervioso?
A Øystein no se le había ocurrido ponerse nervioso. No hasta ese momento. Volvió a mirar por el retrovisor, pero el hombre se había movido hacia la ventana y sólo se le veía la mitad de la cara.
Øystein redujo, puso el intermitente izquierdo y cruzó la carretera. El camino de gravilla que se extendía ante ellos era estrecho y estaba lleno de baches donde crecía la hierba.
Øystein vaciló un instante.
Hacia la mitad del camino se veían unas ramas cuyas verdes hojas se movían al trasluz como invitándolos a que siguieran adentrándose en la fronda. Øystein pisó el freno. La gravilla crujía bajo los neumáticos. El coche se detuvo.
– Sony -le dijo al retrovisor-. Acabo de arreglar los bajos del coche por cuarenta mil. Y no tenemos obligación de ir por estos caminos. Puedo llamar a otro taxi, si quieres.
El hombre del asiento trasero parecía sonreír, por lo menos, su mitad visible.
– ¿Y qué teléfono pensabas usar para hacer esa llamada, Eikeland?
Øystein notó que se le erizaban los pelos de la nuca.
– ¿El tuyo? -susurró la voz.
El cerebro de Øystein buscaba desesperadamente una salida.
– ¿O el de Harry Hole? -continuó el hombre.
– No estoy del todo seguro de saber de qué estás hablando, m ister, pero nuestro recorrido termina aquí.
El hombre soltó una risotada.
– ¿ Mister? No lo creo, Eikeland.
Øystein sintió la necesidad de tragar saliva, pero consiguió dominar el impulso.
– Escucha, no te voy a cobrar, ya que no te he podido llevar hasta tu destino. Bájate y espera aquí mientras te consigo otro taxi.
– Según tus antecedentes, eres bastante listo, Eikeland. Así que supongo que entiendes qué es lo que estoy buscando. Odio tener que recurrir a frases hechas, pero ¿qué vía elegimos, la fácil o la difícil? Tú decides.
– ¡De verdad que no entiendo que… ¡Ay!
El hombre le propinó una bofetada justo por encima del reposacabezas y, al inclinarse instintivamente hacia delante, Øystein notó con sorpresa que se le llenaban los ojos de lágrimas. No porque le hubiese dolido. Fue un golpe como los que daban en primaria, ligero, como una iniciación a la humillación. Sin embargo, era obvio que sus glándulas lacrimales ya habían captado lo que el resto del cerebro se negaba a comprender: que se encontraba en un aprieto muy serio.
– ¿Dónde tienes el teléfono de Harry, Eikeland? ¿En la guantera? ¿En el maletero? ¿En el bolsillo, quizá?
Øystein no contestó. Estaba sentado mientras la vista le alimentaba el cerebro. Bosque a ambos lados. Algo le decía que el hombre del asiento trasero estaba en buena forma, que lo alcanzaría en cuestión de segundos. ¿Operaba solo? ¿Debería pulsar la alarma que alertaba a los demás taxis? ¿Iría en contra de sus intereses involucrar en aquello a otras personas?
– Comprendo -dijo el hombre-. Eliges la vía difícil, ¿no?
Y sabes…
Øystein no tuvo tiempo de reaccionar cuando notó el brazo alrededor del cuello presionándole la cabeza contra el asiento.
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