– La plaza Václav.
– Lo que sea. Tu chica tiene una hora a partir de este momento. Si no, nuestro acuerdo es historia. ¿Entiendes?
Sivertsen se quedó mirándolo un buen rato, antes de contestar.
– No sé si estará en casa.
– No está trabajando -dijo Harry-. Una pareja sentimental preocupada y embarazada. Está en casa esperando tu llamada, ¿verdad? Espero por tu bien que así sea. Quedan cincuenta y nueve minutos.
La mirada de Sivertsen mariposeaba por toda la habitación hasta que, finalmente, volvió a aterrizar en Harry. Negó con la cabeza.
– No puedo, Hole. No puedo mezclarla en esto. Ella es inocente. De momento, Waaler no sabe de su existencia ni dónde vivimos en Praga, pero si esto nos sale mal, sé que lo averiguará. Y entonces también irá a por ella.
– ¿Y qué crees que le parecerá a ella verse sola con un niño cuyo padre está cumpliendo cadena perpetua por cuatro asesinatos? La peste o el cólera, Sivertsen. Cincuenta y ocho.
Sivertsen apoyó la cara en las manos.
– Joder…
Cuando levantó la vista, vio que Harry estaba ofreciéndole el móvil.
Se mordió el labio inferior. Cogió el teléfono. Marcó un número. Se llevó el aparato a la oreja. Harry miró el reloj. El segundero se movía incansable. Sivertsen se movía intranquilo. Harry contó veinte segundos.
– ¿Bueno?
– Puede que se haya ido a ver a su madre, que vive en Brno -dijo Sivertsen.
– Peor para ti -respondió Harry con la mirada todavía puesta en el reloj-. Cincuenta y siete.
Entonces, oyó que el teléfono se caía al suelo, levantó la vista y le dio tiempo a ver la cara desencajada de Sivertsen antes de sentir la mano que se aferraba a su cuello. Harry levantó ambos brazos con fuerza alcanzando las muñecas de Sivertsen, que se vio obligado a soltarlo. Harry lanzó el puño contra la cara que tenía delante, dio con algo, notó cómo cedía. Pegó otra vez, sintió la sangre que le corría caliente y viscosa por entre los dedos e hizo una extraña asociación: era mermelada de fresa recién hecha que caía en las rebanadas de pan blanco, en casa de la abuela. Levantó la mano para golpear otra vez. Vio a aquel hombre que, encadenado e indefenso, intentaba cubrirse, pero tal visión lo hizo sentir aún más ira. Cansado, asustado e iracundo.
– Wer ist da?
Harry se quedó de piedra. Sivertsen y él se miraron. Ninguno de los dos había pronunciado una sola palabra. La voz gutural procedía del teléfono móvil que estaba en el suelo.
– Sven? Bist du es, Sven?
Harry cogió el teléfono y se lo puso en la oreja.
– Sven is here -dijo despacio-. Who are you?
– Eva -respondió una voz de mujer que sonó nerviosa-. Bitte, was ist passiert?
– Beate Lønn.
– Harry. Yo…
– Cuelga y llámame al móvil.
Ella colgó.
Diez segundos más tarde la tenía en lo que él seguía insistiendo en llamar el hilo.
– ¿Qué pasa?
– Nos están vigilando.
– ¿Cómo?
– Tenemos un programa de detección de pirateo informático que nos alerta si alguien interviene el tráfico en nuestro teléfono y correo electrónico. Se supone que es para protegernos de los delincuentes, pero Bjørn asegura que en este caso parece ser el mismo operador de la red.
– ¿Son escuchas?
– No lo creo. Pero, como quiera que sea, alguien está registrando todas las llamadas y los correos entrantes y salientes.
– Se trata de Waaler y sus chicos.
– Lo sé. Y ahora están al tanto de que me has llamado, lo que a su vez significa que no puedo seguir ayudándote, Harry.
– La chica de Sivertsen va a enviar una foto de una cita que Sivertsen tuvo con Waaler en Praga. La foto muestra a Waaler de espaldas y no puede ser utilizada como prueba de nada en absoluto, pero quiero que la mires y me digas si parece fiable. Ella tiene la foto en el ordenador así que te la puede enviar por correo. ¿Cuál es la dirección de correo electrónico?
– ¿No me estás escuchando, Harry? Ellos ven todos los remitentes y los números de todos los que llaman. ¿Qué crees que pasará si recibimos un correo o un fax de Praga, precisamente en estos momentos? No puedo hacerlo, Harry. Y tengo que inventarme una explicación plausible de por qué me has llamado y yo no soy tan rápida pensando como tú. ¿Dios mío, qué le voy a decir?
– Tranquila, Beate. No tienes que decir nada. Yo no te he llamado.
– ¿Qué dices? Me has llamado ya tres veces.
– Sí, pero no lo saben. Estoy utilizando un móvil que me ha prestado un amigo.
– ¿Así que te esperabas esto?
– No, esto no. Lo hice porque los teléfonos móviles envían señales a las estaciones base que indican el área de la ciudad donde se encuentra quien realiza la llamada. Si Waaler tiene gente en la red de telefonía móvil intentando rastrear el mío, van a tenerlo bastante difícil, porque no para de moverse por toda la ciudad.
– Quiero saber lo menos posible sobre todo esto, Harry. Pero no envíes nada aquí. ¿Vale?
– Vale.
– Lo siento, Harry.
– Ya me has dado el brazo derecho, Beate. No tienes que pedir perdón por querer conservar el izquierdo.
Llamó a la puerta. Cinco golpes rápidos justo debajo de la placa donde ponía 303. Era de esperar, lo bastante fuertes como para resonar por encima de la música. Esperó. Iba a aporrear la puerta otra vez cuando oyó que bajaban el volumen y, enseguida, el sonido de unos pies descalzos que caminaban por el interior. Se abrió la puerta. Parecía recién levantada.
– ¿Sí?
Le enseñó su identificación que, en rigor, era falsa, ya que había dejado de ser policía.
– Una vez más, perdón por lo ocurrido el sábado -dijo Harry-. Espero que no os asustarais mucho cuando entraron con tanta violencia.
– No pasa nada -dijo ella con una mueca-. Supongo que sólo estabais haciendo vuestro trabajo.
– Sí. -Harry se balanceaba sobre los talones y echó una ojeada rápida a lo largo del pasillo-. Un colega de la Científica y yo estamos buscando huellas en el apartamento de Marius Veland. Estaban a punto de enviarnos un documento, pero se me ha fastidiado el portátil. Es muy importante y como tú estabas navegando por Internet el sábado, he pensado que…
Ella le dio a entender con un gesto que sobraba la explicación y lo invitó a pasar.
– El ordenador está encendido. Supongo que debería disculparme por el desorden o algo así, pero espero que te parezca bien, en realidad, me importa una mierda.
Se sentó delante de la pantalla, abrió el programa de correo electrónico, desplegó el trozo de papel con la dirección de Eva Marvanova y la tecleó en un teclado grasiento. Fue un mensaje breve. Ready. This address. Enviar.
Se giró en la silla y miró a la chica, que se había sentado en el sofá y se estaba poniendo unos vaqueros ajustados. Ni siquiera se había percatado de que no llevaba más que unas bragas, probablemente a causa de la camiseta estampada con una gran planta de cannabis.
– ¿Estás sola hoy? -preguntó, más que nada para decir algo mientras esperaba a Eva.
Por la expresión de su cara comprendió que no era una buena excusa para entablar conversación.
– Sólo folio el fin de semana -le respondió la chica oliendo un calcetín antes de ponérselo. Y sonrió satisfecha al constatar que Harry no tenía intención de seguirle el juego. Harry, por su parte, constató que la chica debía hacer una visita al dentista.
– Tienes un mensaje -dijo ella.
Él se volvió hacia la pantalla. Era de Eva. Ningún texto, sólo un archivo adjunto. Hizo doble clic en el archivo. La pantalla se volvió negra.
– Es viejo y va lento -dijo la chica sonriendo más aún-. Se le levantará, sólo tienes que esperar un poco.
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