Y observándola se percató de que lo que Beate Lønn examinaba a través de la lupa no era la cara del hombre.
– La rodilla -dijo-. ¿Lo ves?
Bjørn Holm se acercó.
– ¿A qué te refieres?
– En la izquierda. Parece una tirita.
– ¿Insinúas que hemos de buscar a personas con una tirita en la rodilla?
– Muy gracioso, Holm. Antes de averiguar de quién es la foto, tenemos que comprobar si cabe la posibilidad de que ése sea el asesino de la bicicleta.
– ¿Y cómo hacemos eso?
– Vamos a visitar al único hombre que sabemos que ha visto de cerca al mensajero asesino. Haz una copia de la foto mientras yo saco el coche.
Sven Sivertsen miró perplejo a Harry, que acababa de explicarle su teoría. Una teoría imposible.
– De verdad que no tenía ni idea -murmuró Sivertsen-. Nunca vi ni una foto de las víctimas en los periódicos. Citaron los nombres en los interrogatorios, pero no me decían nada.
– De momento sólo es una teoría -observó Harry-. No sabemos si se trata del mensajero asesino. Necesitamos pruebas concretas.
Sivertsen exhibió una mueca.
– Más valdría que intentaras convencerme de que ya tienes suficiente para que me declaren inocente, de que acceda a que nos entreguemos, así tendrás las pruebas contra Waaler.
Harry se encogió de hombros.
– Puedo llamar a mi jefe, Bjarne Møller, y pedirle que venga a sacarnos de aquí con un coche patrulla.
Sivertsen negó, vehemente, con la cabeza.
– Dentro del cuerpo de policía ha de haber implicados que estén por encima de Waaler. No me fío de nadie. Primero tendrás que conseguir las pruebas.
Harry cerraba y abría la mano sin parar.
– Tenemos una alternativa. Una que nos puede proteger a los dos.
– ¿Cuál?
– Ir a la prensa y darles lo que tenemos. Tanto sobre el mensajero asesino como sobre Waaler. Cuando salga en los medios, será demasiado tarde para que puedan actuar.
Sivertsen lo miró dudoso.
– Se nos agota el tiempo -advirtió Harry-. Se está acercando. ¿No lo notas?
Sivertsen se frotó la muñeca.
– De acuerdo -convino al fin-. Hazlo.
Harry metió la mano en el bolsillo trasero y sacó una tarjeta de visita doblada. Tal vez porque imaginaba las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer. O porque no podía ni imaginarlas. Marcó el número del trabajo. Contestaron con una rapidez sorprendente.
– Aquí Roger Gjendem.
Harry oyó de fondo el rumor de voces, el teclear de ordenadores y el timbre de los teléfonos.
– Soy Harry Hole. Quiero que prestes atención, Gjendem. Tengo información relativa a los asesinatos del mensajero ciclista. Y a un asunto de tráfico de armas que involucra a un colega mío de la policía. ¿Comprendes?
– Creo que sí.
– Bien. Te doy la exclusiva si lo publicas en el Aftenposten online lo antes posible.
– Por supuesto. ¿Desde dónde llamas, Hole?
Gjendem sonó menos sorprendido de lo que Harry esperaba.
– Eso no importa. Tengo información que demostrará que Sven Sivertsen no es el mensajero asesino y que un destacado oficial de policía está involucrado en una banda que lleva años dedicándose al tráfico de armas en Noruega.
– Es fantástico. Pero doy por hecho que lo comprenderás: no puedo escribir todo eso basándome exclusivamente en una conversación telefónica.
– ¿A qué te refieres?
– Ningún periódico serio publicaría una acusación contra un comisario de policía implicado en el tráfico de armas sin haber verificado que la fuente es fiable. No es que dude de que seas quien dices ser, pero ¿cómo sé que no estás borracho o loco o ambas cosas? Si no lo verifico, pueden demandar al periódico. Será mejor que nos veamos, Hole. Y escribiré lo que me digas y como me lo digas. Te lo prometo.
Se produjo una pausa durante la cual Harry oyó reír a alguien. Una risa despreocupada y alegre.
– Y olvídate de llamar a otros periódicos, te darán la misma respuesta. Confía en mí, Hole.
Harry suspiró.
– De acuerdo -accedió al fin-. En el Underwater, calle Dalsbergstien. A las cinco. Tú solo. Si no, me largo. Y ni una palabra de esto a nadie, ¿entendido?
– Entendido.
– Nos vemos.
Harry pulsó el botón de apagado y se mordió el labio inferior.
– Espero que haya sido una buena idea -dijo Sven.
Bjørn Holm y Beate Lønn dejaron la transitada avenida Bygdøy y, un segundo después, entraron en otra más tranquila, ribeteada de chalés de madera descomunales a un lado y de elegantes bloques de ladrillo al otro. La calle estaba salpicada de coches de marcas alemanas.
– Barrio de ricachones -dijo Bjørn.
Se detuvieron ante un bloque que tenía el mismo color amarillo que las casas de muñecas.
Al segundo timbrazo, se oyó una voz en el portero automático.
– ¿Sí?
– ¿André Clausen?
– Yo diría que sí.
– Beate Lønn, de la policía. ¿Podemos entrar?
André Clausen los esperaba en la puerta enfundado en un batín corto.
Se rascaba la costra de una herida que tenía en la mejilla mientras hacía un tibio intento de ahogar un bostezo.
– Lo siento -se excusó-. Anoche llegué tarde a casa.
– ¿De Suiza, quizá?
– No, he estado en mi cabaña. Adelante, adelante.
El salón de Clausen era demasiado pequeño para su colección de arte y Bjørn Holm constató de una ojeada que su gusto se decantaba más por Liberace que por el minimalismo. Había allí fuentes susurrantes y en una de las esquinas una diosa desnuda se estiraba hacia los frescos sixtinos del techo.
– En primer lugar, quiero que te concentres y pienses en el día que viste al mensajero asesino en la recepción del despacho de abogados -dijo Beate-. Y luego mira esto.
Clausen cogió la foto y la estudió mientras se pasaba la yema del dedo por la herida de la mejilla. Entre tanto, Bjørn Holm echaba un vistazo al salón.
Oyó los pasos de un perro tras una puerta y, enseguida, el sonido de unas garras rascando la madera.
– Podría ser -dijo Clausen.
– ¿Podría ser? -Beate estaba sentada en el borde de la silla.
– Es muy posible. La indumentaria es la misma. El casco y las gafas de sol también.
– Bien. Y la tirita en la rodilla, ¿la llevaba ese día?
Clausen soltó una risita.
– Como ya he dicho, no tengo por costumbre estudiar los cuerpos de los hombres con tanto detenimiento. Pero si eso os hace felices, puedo decir que tengo la sensación inmediata de que éste es el hombre que vi. Más detalles-Hizo un gesto de resignación.
– Gracias -dijo Beate poniéndose de pie.
– Ha sido un placer -dijo Clausen imitándola para acompañarlos a la puerta, donde les estrechó la mano.
A Holm le resultó un gesto un tanto extraño, pero lo secundó. En cambio, cuando Clausen fue a dársela a Beate, ella negó con la cabeza y, con una sonrisa, explicó:
– Perdona, pero tienes sangre en los dedos. Y te está sangrando la mejilla.
Clausen se tocó la cara.
– Vaya, es verdad -dijo sonriendo-. Es Truls. Mi perro. Jugamos con más ímpetu de la cuenta en la cabaña este fin de semana.
Miró a Beate con una sonrisa cada vez más amplia.
– Adiós -dijo Beate.
Bjørn Holm ignoraba la razón, pero al salir otra vez al calor estival, sintió un escalofrío.
Klaus Torkildsen había enfocado ambos ventiladores hacia su cara pero, al parecer, lo único que conseguía con ello era que le devolviesen el aire caliente de las máquinas. Golpeó con el dedo el grueso cristal de la pantalla. Bajo el número interno de la calle Kjølberggata. El abonado acababa de colgar. Era la cuarta vez que aquella persona hablaba justo con aquel número de móvil. Siempre conversaciones breves.
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