Jo Nesbø - La estrella del diablo

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En un verano excepcionalmente caluroso en Oslo, el cuerpo de una joven aparece en el suelo de su apartamento, en medio de un charco de sangre. Tiene amputado un dedo de la mano izquierda, y bajo un párpado le han colocado un pequeño diamante rojo con la forma de una estrella de cinco puntas: el símbolo de las tinieblas, el emblema del diablo. Cinco días después del tétrico hallazgo, un hombre denuncia la desaparición de su esposa. Otro dedo cercenado aparece en escena: lleva un anillo con un diamante rojo engarzado, tallado como una estrella de cinco puntas. Tendrán que pasar cinco días más para que aparezca el tercer cadáver… y se repita el ritual. Son demasiadas coincidencias, y todo apunta a que un asesino en serie está actuando en la ciudad.
Harry Hole no tiene vacaciones, por lo que el jefe Moller le asigna el caso y le impone como compañero a Tom Waaler, un tipo corrupto, implicado en el tráfico de armas y de alguna manera responsable de la muerte de Hellen Gjelten, compañera y amiga de Hole, en el transcurso de una investigación. Harry está decidido a demostrar que sus sospechas sobre Waaler están fundadas, e incluso empieza a preguntarse si no estará relacionado con los crímenes. Los demonios reales y los imaginarios se mezclan en la mente del policía, que se tiene que enfrentar a un criminal sanguinario y a un enemigo implacable dentro del departamento. Sólo tiene una cosa clara: la estrella de cinco puntas es la clave para resolver el misterio.

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El agente Bjørn Holm de la Científica se sentía como un perfecto idiota con el micrófono en la mano frente a los rostros japoneses que lo miraban expectantes. Tenía las palmas de las manos húmedas y sudorosas, y no se debía al calor. Al contrario, la temperatura en el autobús de lujo aparcado delante del hotel Bristol era bastante más baja que la que imponía fuera el sol de la mañana. Era aquello de hablar por un micrófono. Y en inglés.

La joven guía lo había presentado como a Norwegian policeofficer, y un hombre mayor y sonriente sacó enseguida la cámara como si Bjørn Holm formara parte del circuito turístico. Miró el reloj. Las siete. Tenía varios grupos, así que no había más remedio que lanzarse. Tomó aire y comenzó con las frases que había ido practicando durante el camino:

We have checked the schedules with all the tour operators here in Oslo -dijo Holm.

And this is one of the groups that visited Frognerparken around five o'clock on Saturday. What I want to know is: who of you took pictures there?

Ninguna reacción.

Holm miró a la chica, sin saber qué hacer.

Ella inclinó la cabeza y le sonrió, lo liberó del micrófono y anunció a los pasajeros lo que Holm imaginaba que sería más o menos el mismo mensaje. Pero en japonés. Terminó con una pequeña inclinación de cabeza. Holm contó las manos levantadas. El día en el laboratorio fotográfico sería de lo más agitado.

Roger Gjendem tarareaba una canción sobre el paro del grupo Tre Smá Kinesere mientras cerraba el coche. No era mucha la distancia que separaba el aparcamiento de los nuevos locales del Aftenposten, alojados en el edificio Postgiro, pero él sabía que la recorrería rápidamente. No porque llegase tarde, al contrario, sino porque Roger Gjendem era uno de los pocos afortunados que se alegraban de empezar una nueva jornada laboral cada día, al que le costaba esperar a verse rodeado de todo aquello a lo que estaba acostumbrado y que le recordaba a su trabajo: el despacho con el teléfono y el ordenador, la pila de periódicos del día, el murmullo de las voces de sus compañeros de trabajo, el parloteo del cuarto de fumadores, el ambiente intenso de las reuniones matinales. Había pasado el día anterior delante de la puerta de la casa de Olaug Sivertsen sin mayor resultado que una foto de la mujer junto a la ventana. Pero aquello bastaba. Era aficionado a lo difícil. Y retos difíciles había de sobra en la sección de «Crímenes». Adicto al crimen. Así lo llamaba Devi. A él no le gustaba el término. Thomas, su hermano menor, era adicto. Roger era un tío normal, licenciado en Políticas, al que le gustaba trabajar con el periodismo policial. Con independencia de ello, Devi tenía parte de razón, ciertos aspectos de su trabajo podían parecerse a una adicción. Después de un tiempo trabajando en política, hizo una breve sustitución en la sección de «Crímenes» y, pocas semanas más tarde, experimentó un ansia que sólo podía saciar la dosis diaria de adrenalina que provocan las historias sobre la vida y la muerte. Ese mismo día habló con el redactor jefe, quien lo trasladó sin problemas de forma permanente. Con toda probabilidad, el redactor habría observado aquella reacción con anterioridad en otras personas. Y desde aquel día, Roger empezó a correr del coche al despacho.

Sin embargo, aquel día lo detuvieron antes de que llegase a su destino.

– Buenos días -lo saludó un hombre que, aparecido de la nada, se había plantado delante de Roger. Llevaba una cazadora negra y gafas de sol de piloto, pese a que el aparcamiento se hallaba en penumbra. Roger había visto suficientes policías como para saber cuándo se encontraba ante uno de ellos.

– Buenos días -dijo Roger.

– Tengo un mensaje para ti, Gjendem.

El hombre tenía los brazos caídos a ambos lados del cuerpo. Vio que tenía en las manos un vello negro. Roger pensó que habría sido más normal que las llevara en los bolsillos de la chupa. O a la espalda. O entrelazadas delante. Tal como estaba, daba la impresión de ir a utilizar las manos para algo, aunque resultaba imposible entender para qué.

– ¿Sí? -dijo Roger. Oyó cómo el eco de su propia «i» vibraba un momento entre los muros, el sonido de un signo de interrogación.

El hombre se inclinó hacia delante.

– Tu hermano menor está en la cárcel de Ullersmo -dijo el hombre.

– ¿Y qué?

Roger sabía que, fuera, el sol de la mañana brillaba sobre la ciudad, pero allí, en el interior de aquellas catacumbas de coches, de pronto sintió un frío helador.

– Si él te importa, tienes que hacernos un favor. ¿Me has oído, Gjendem?

Roger asintió con la cabeza, sorprendido.

– Si te llama el comisario Harry Hole, queremos que hagas lo siguiente. Pregúntale dónde está. Si no quiere decírtelo, intenta conseguir una cita con él. Di que no quieres arriesgarte a imprimir su historia sin verlo cara a cara. La reunión debe celebrarse antes de la medianoche de hoy.

– ¿Qué historia?

– Posiblemente, verterá acusaciones infundadas contra un comisario cuyo nombre no quiero revelar, pero no debes preocuparte por eso. De todas formas, nunca saldrá en los periódicos.

– Pero…

– ¿Me has oído? Cuando te haya llamado, marcarás este número e informarás de dónde se encuentra Hole o de la hora a la que hayáis quedado en veros. ¿Comprendido?

Metió la mano izquierda en el bolsillo y le dio a Roger un trozo de papel.

Roger miró el papelito y negó con la cabeza. A pesar del miedo que sentía, notaba que la risa quería aflorarle a la garganta. ¿O quizás era precisamente por el miedo?

– Sé que eres policía -dijo Roger haciendo un esfuerzo por no sonreír-. Comprenderás que es imposible. Soy periodista, no puedo…

– Gjendem. -El hombre se había quitado las gafas de sol. A pesar de la oscuridad, sus pupilas no eran más que unos puntos diminutos en el iris gris-. Tu hermano menor está en la celda A107. Le pasan su dosis todos los martes, como a los demás drogatas que tienen allí. Se la mete directamente en la vena, nunca controla la droga. Hasta ahora todo ha ido bien. ¿Entiendes?

Roger no se preguntaba si lo había oído bien. Sabía que lo había oído bien.

– Bien -dijo el hombre-. ¿Alguna pregunta?

Roger tuvo que humedecerse los labios antes de contestar.

– ¿Por qué pensáis que Harry Hole va a llamarme a mí?

– Porque está desesperado -explicó el hombre poniéndose de nuevo las gafas de sol-. Y porque ayer le diste tu tarjeta de visita delante del Teatro Nacional. Que tengas un buen día, Gjendem.

Roger permaneció donde estaba hasta que el hombre hubo desaparecido. Inspiró el húmedo aire polvoriento de catacumba del aparcamiento. Y, cuando echó a andar para recorrer la corta distancia que lo separaba del edificio Postgiro, lo hizo con paso lento y desganado.

Los números de teléfono saltaban y bailaban en la pantalla que Klaus Torkildsen tenía delante, en la sala de control de la central de operaciones de Telenor para la ciudad de Oslo. Les había dicho a sus compañeros que no quería que nadie lo molestara y había cerrado la puerta con llave.

Tenía la camisa totalmente empapada en sudor. No porque hubiese acudido al trabajo corriendo. Llegó andando, ni muy rápido ni muy despacio, y ya enfilaba su despacho cuando la recepcionista gritó su nombre para que se detuviese. Bueno, su apellido. Él lo prefería.

– Tienes visita -le había dicho la joven señalando a un hombre que aguardaba sentado en el sofá de la recepción.

Klaus Torkildsen se quedó boquiabierto, ya que ocupaba un puesto que no implicaba recibir visitas. No era una casualidad, su elección de profesión y su vida privada estaban gobernadas por el deseo de no tener más contacto directo con otras personas que el estrictamente necesario.

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