– El mismo día y la misma hora que el primer asesinato, el de Marius Veland.
– ¿Cómo?
– Nada. Continúa.
– Esto se repitió tres veces. Con intervalos de cinco días. Pero la última vez fue algo diferente. Me informó de dos entregas. Una el sábado y otra el domingo, es decir, ayer. El cliente me pidió que durmiera en casa de mi madre la noche del sábado, así sabría dónde contactar conmigo de producirse algún cambio de planes. A mí no me importaba, había pensado hacerlo de todos modos. Tenía ganas de ver a mi madre y, además, le traía buenas noticias.
– ¿Que iba a ser abuela?
Sivertsen asintió con la cabeza.
– Y que iba a casarme.
Harry apagó el cigarrillo.
– ¿Así que lo que estás diciendo es que el diamante y la pistola que encontramos en tu maleta era para la entrega del domingo?
– Sí.
– Ya.
– ¿Y qué, si no? -preguntó Sivertsen al cabo de un silencio que empezaba a prolongarse de más.
Harry se cruzó las manos en la nuca, se tumbó en el sofá cama y bostezó.
– Como seguidor de Iggy, supongo que has oído el Blah-Blah-Blah, ¿no? Buen disco. Delicioso absurdo.
– ¿Delicioso absurdo?
Sven Sivertsen dio un codazo al radiador, que resonó hueco.
Harry se incorporó.
– Tengo que airear el cráneo un poco. Hay una gasolinera por aquí cerca que abre las veinticuatro horas. ¿Te traigo algo?
Sivertsen cerró los ojos.
– Escucha, Hole. El mismo barco. Un barco que se hunde. ¿De acuerdo? No sólo eres feo, también eres tonto.
Harry se levantó riéndose.
– Me lo pensaré.
Veinte minutos más tarde, cuando Harry volvió de la calle, halló a Sven durmiendo en el suelo, apoyado en el radiador y con la mano encadenada levantada como en un saludo.
Harry dejó en la mesa dos hamburguesas, patatas fritas y un gran refresco de cola.
Sven ahuyentó el sueño frotándose los ojos.
– ¿Has estado pensando, Hole?
– Sí.
– ¿En qué?
– En las fotos que tu novia sacó de ti y de Waaler en Praga.
– ¿Qué tienen que ver esas fotos con esto?
Harry le quitó las esposas.
– Las fotos no tienen nada que ver con esto. Pero he estado pensando en que ella se hizo pasar por turista. E hizo lo que hacen los turistas.
– ¿O sea?
– Ya te lo he dicho. Sacar fotos.
Sivertsen se frotó las muñecas y echó una ojeada a la comida que había en la mesa.
– ¿Qué tal unos vasos para la bebida, Hole?
Harry señaló la botella.
Sven destapó la botella mientras miraba a Harry con los ojos entrecerrados.
– ¿Así que te atreves a beber de la misma botella que un asesino en serie?
Harry contestó con la boca llena de hamburguesa.
– La misma botella. El mismo barco.
Olaug Sivertsen estaba en la salita con la mirada perdida. No había encendido la luz con la esperanza de que creyeran que no estaba en casa y la dejaran en paz. Había recibido infinidad de llamadas, habían aporreado su puerta, le habían gritado desde el jardín y le habían arrojado guijarros a la ventana de la cocina. «Ningún comentario», le había advertido el comisario al tiempo que arrancaba el cable del teléfono. Al final, se quedaron fuera esperando, armados con sus objetivos largos y negros. En un momento en que se acercó a una de las ventanas para correr las cortinas, oyó los sonidos de insecto de sus aparatos. Bsssss-clic. Bsssss-clic.
Habían transcurrido cerca de veinticuatro horas y la policía aún no había detectado el error. Era fin de semana. Tal vez esperasen hasta el lunes para arreglar el asunto en horario laboral normal.
Si por lo menos hubiese tenido a alguien con quien hablar… Pero Ina no había vuelto de la excursión a la cabaña con aquel misterioso caballero. ¿A lo mejor podía llamar a esa agente de policía, Beate? No era culpa suya que hubiesen detenido a Sven. Le dio la impresión de que ella sabía que su hijo no podía ser una persona que anduviese matando gente. Incluso le dio a Olaug su número de teléfono para que la llamase si quería contarles algo. Lo que fuera.
Olaug miró por la ventana. La silueta del peral muerto simulaba unos dedos gigantes extendidos hacia la luna, que parecía suspendida a muy poca altura sobre el jardín y el edificio de la estación. Nunca había visto la luna así. Era como la cara de un muerto. Venas azules perfiladas sobre una piel blanca.
¿Dónde estaría Ina? Le dijo el domingo por la tarde, a más tardar. Y Olaug pensó que sería agradable, que entonces tomarían el té e Ina tendría ocasión de conocer a Sven. Ina, tan cumplidora y fiable cuando se trataba de horarios y esas cosas.
Olaug esperó hasta que el reloj de pared dio dos campanadas.
Luego buscó el número de teléfono.
Contestaron a la tercera señal.
– Aquí Beate -resonó una voz somnolienta.
– Buenas noches, soy Olaug Sivertsen. Te ruego que me perdones por llamar tan tarde.
– No importa, Sra. Sivertsen.
– Olaug.
– Olaug. Lo siento, aún estoy medio dormida.
– Llamo porque estoy preocupada por Ina, mi inquilina. Debía haber llegado a casa hace mucho y con todo lo que ha pasado… pues eso, estoy preocupada.
Al no obtener respuesta inmediatamente, Olaug se dijo que Beate se habría vuelto a dormir. Sin embargo, la agente le contestó al cabo de unos segundos. Ya no sonaba somnolienta.
– ¿Me estás diciendo que tienes una inquilina, Olaug?
– Claro. Ina. Ocupa la habitación de la criada. Ah, no te la enseñé. Claro, como se encuentra al otro lado de la escalera de servicio… Ina lleva fuera todo el fin de semana.
– ¿Dónde? ¿Con quién?
– Eso me gustaría saber a mí. Se trata de un señor al que acaba de conocer hace poco y al que aún no me ha presentado. Lo único que sé es que se iban a su cabaña.
– Deberías habernos contado eso antes, Olaug.
– ¿Debería? Sí, entonces…, lo siento mucho… yo…
Olaug notó que el llanto afloraba a su voz, pero no logró detenerlo.
– No, no quería decir eso, Olaug -se apresuró a calmarla Beate-. No estoy enfadada. Es mi trabajo controlar ese tipo de detalles, tú no podías saber que esa información era relevante para nosotros. Voy a avisar a la central de alarmas, ellos te llamarán para pedirte los datos personales de Ina, así podrán emitir una orden de búsqueda. Lo más probable es que no le haya pasado nada, pero queremos asegurarnos, ¿verdad? Y creo que, después, deberías dormir un poco. Te llamaré por la mañana. ¿Te parece bien, Olaug?
– Sí -respondió Olaug esforzándose por adoptar un tono risueño. Le habría gustado preguntarle si sabía algo de Sven, pero no tuvo valor.
– Sí, me parece bien. Adiós, Beate.
Colgó el teléfono con los ojos anegados en llanto.
Beate intentó volver a conciliar el sueño. Prestó atención a los sonidos de la casa. Hablaba. Su madre había apagado el televisor a las once y ahora reinaba un silencio absoluto. Se preguntó si su madre también se acordaba de su padre. Casi nunca hablaban de él. Requería demasiado esfuerzo. Beate había empezado a buscar un apartamento en el centro. El último año le había empezado a resultar agobiante vivir en el segundo piso de la casa de su madre. Sobre todo desde que empezó a verse con Halvorsen, ese agente sólido de Steinkjer que la llamaba por su apellido y que la trataba con una suerte de respeto preocupado que, por alguna razón, ella apreciaba. Tendría menos espacio cuando se mudase al centro. Y echaría de menos los sonidos de aquella casa, los monólogos sin palabras con los que se había dormido toda su vida.
El teléfono volvió a sonar. Beate exhaló un suspiro y cogió el auricular.
– Sí, Olaug.
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