Jo Nesbø - La estrella del diablo

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En un verano excepcionalmente caluroso en Oslo, el cuerpo de una joven aparece en el suelo de su apartamento, en medio de un charco de sangre. Tiene amputado un dedo de la mano izquierda, y bajo un párpado le han colocado un pequeño diamante rojo con la forma de una estrella de cinco puntas: el símbolo de las tinieblas, el emblema del diablo. Cinco días después del tétrico hallazgo, un hombre denuncia la desaparición de su esposa. Otro dedo cercenado aparece en escena: lleva un anillo con un diamante rojo engarzado, tallado como una estrella de cinco puntas. Tendrán que pasar cinco días más para que aparezca el tercer cadáver… y se repita el ritual. Son demasiadas coincidencias, y todo apunta a que un asesino en serie está actuando en la ciudad.
Harry Hole no tiene vacaciones, por lo que el jefe Moller le asigna el caso y le impone como compañero a Tom Waaler, un tipo corrupto, implicado en el tráfico de armas y de alguna manera responsable de la muerte de Hellen Gjelten, compañera y amiga de Hole, en el transcurso de una investigación. Harry está decidido a demostrar que sus sospechas sobre Waaler están fundadas, e incluso empieza a preguntarse si no estará relacionado con los crímenes. Los demonios reales y los imaginarios se mezclan en la mente del policía, que se tiene que enfrentar a un criminal sanguinario y a un enemigo implacable dentro del departamento. Sólo tiene una cosa clara: la estrella de cinco puntas es la clave para resolver el misterio.

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Sivertsen guardó silencio.

– El reloj sigue marcando las horas -le advirtió Harry.

– Operaba desde Oslo. Aparte de un par de meteduras de pata que resultaron en sendas condenas condicionales, lo hacía muy bien. Mi especialidad era pasar la aduana en los aeropuertos. Era la mar de fácil. Sólo había que vestir bien, como una persona respetable, aparentar calma y actuar sin miedo. Y yo no tenía miedo, a mí me la soplaba. Solía utilizar un alzacuello. Claro que es un truco bastante obvio que puede llamar la atención de los agentes de aduanas, pero lo importante es saber cómo caminan los sacerdotes, cómo llevan el pelo, el tipo de calzado que utilizan, cómo llevan las manos y cómo fruncen el entrecejo. Si aprendes esos detalles, casi nunca te paran. Porque, aunque un agente de aduanas sospeche de ti, las exigencias para darle el alto a un cura son altas. Si se ponen a rebuscar en la maleta de un sacerdote y no encuentran nada, y dejan pasar sin ningún inconveniente al hippy melenudo, tendrán dificultades, sin duda. Y el gremio de los agentes de aduanas es como todos, les importa que el público tenga una imagen positiva, aunque sea falsa, de que hacen un buen trabajo. Mi padre murió de cáncer en 1985. La dolencia cardiaca incurable de Randi siguió siendo incurable, pero no le impidió volver a casa y hacerse cargo del negocio. No sé si le habían contado que Bodil había perdido la virginidad conmigo. En cualquier caso, de repente, me vi en el paro. Según Randi, Noruega había dejado de ser un área en la que valiese la pena invertir y tampoco me ofreció otra cosa. Después de unos años en Oslo sin hacer nada, me mudé a Praga, que, tras la caída del telón de acero, se había convertido en un paraíso del contrabando. Hablaba bastante bien el alemán y no tardé en acomodarme. Y empecé a ganar mucho dinero fácil del que me deshacía con la misma facilidad. Hice amigos, pero no intimé con ninguno. Tampoco con mujeres. No lo necesitaba. ¿Sabes por qué, Hole? Me di cuenta de que había recibido un regalo de mi padre, la facultad de estar enamorado.

Sivertsen señaló con la cabeza el póster de Iggy Pop.

– No existe afrodisiaco más fuerte para las mujeres que un hombre enamorado. Mi especialidad eran las mujeres casadas, con ellas había menos problemas. En las temporadas de poca actividad, incluso podían ser una fuente de ingresos muy bienvenida, aunque efímera. Y así fueron pasando los años, sin que me afectase mucho. A lo largo de más de treinta años, mi sonrisa fue gratuita, la cama, un lugar de reunión público, y la polla, el testigo de una carrera de relevos.

Sivertsen apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos.

– Puede que suene un tanto cínico pero, créeme, cada declaración de amor que salía de mi boca era tan auténtica y sincera como las que mi madrastra recibía de mi padre. Les daba todo lo que tenía. Hasta que les llegaba su hora y las echaba a la calle. Yo no podía permitirme pagar un sanatorio. Así terminaba siempre y así creí que seguiría siendo. Hasta que un día de otoño de hace dos años entré en el café del Gran Hotel Europa, en V á clavsk é Náměstí, y allí estaba ella, Eva. Sí, así se llamaba, y no es verdad que no existan las paradojas, Hole. Lo primero que me vino a la mente fue que no era ninguna belleza, sólo se comportaba como si lo fuera. Pero las personas que están convencidas de que son bellas, se vuelven bellas. Se me dan bien las mujeres y me acerqué a ella. No me mandó a la mierda, sino que me trató con un distanciamiento que me volvió loco.

Sivertsen sonrió con amargura.

– Porque no existe afrodisiaco más fuerte para un hombre que una mujer que no está enamorada.

»Ella era veintiséis años más joven que yo, tenía más estilo del que yo tendré jamás y, lo más importante, no me necesitaba. Podía haber continuado trabajando en ese oficio que ella cree que desconozco. Azotar y hacer mamadas a ejecutivos alemanes.

– ¿Y por qué no lo hizo? -dijo Harry soltando el humo hacia el techo.

– Estaba perdida. No tenía elección. Porque yo estaba enamorado. Lo bastante enamorado para compensar por los dos. Pero la quería para mí solo, y Eva es como la mayoría de las mujeres cuando no están enamoradas, aprecia la seguridad económica. Así que, para conseguir la exclusividad, tuve que reunir el dinero suficiente. El contrabando de diamantes de sangre de Sierra Leona era de bajo riesgo, pero no dejaba el margen necesario para volverme irresistiblemente rico. Los estupefacientes implicaban un alto riesgo. Por eso entré en contacto con el tráfico de armas. Y con el Príncipe. Nos vimos dos veces en Praga para acordar el procedimiento y las condiciones. La segunda vez quedamos en la terraza de un restaurante de la plaza Václav. Convencí a Eva para que hiciera de turista que estaba sacando fotos, y la mesa en la que estábamos el Príncipe y yo salía, casualmente, en la mayoría de ellas. Algunas personas que se han resistido a saldar sus deudas después de haberles prestado mis servicios han recibido copias de ese tipo de fotos en el correo, junto con un recordatorio de pago. Funciona. Pero el Príncipe es la puntualidad misma, nunca he tenido problemas con él. Y no me enteré de que era policía hasta más adelante.

Harry cerró la ventana y se sentó en el sofá cama.

– Esta primavera, un tipo se puso en contacto conmigo por teléfono -continuó Sivertsen-. Era noruego, con acento del este del país. Ignoro cómo había conseguido mi número. Daba la impresión de saberlo todo sobre mí. Era casi escalofriante. O bueno, era totalmente escalofriante.

»Sabía quién era mi madre. Y las condenas que me habían caído. Y sabía de los diamantes en forma de pentagrama que habían constituido mi especialidad durante muchos años. Pero lo peor era que estaba al corriente de que había empezado con el tráfico de armas. Quería ambas cosas. Un diamante y una Česká con silenciador. Me ofreció una suma desorbitada. Le expliqué que lo del arma era imposible, que debía ir por otros canales, pero él insistió, la quería directamente, nada de intermediarios. Subió la oferta. Y Eva es, como ya he dicho, una mujer con exigencias y no podía permitirme perderla. Así que nos pusimos de acuerdo.

– ¿Exactamente en qué os pusisteis de acuerdo?

– Él tenía instrucciones muy específicas en cuanto a la entrega. Debía tener lugar en el parque Frognerparken, al lado de la fuente, justo debajo del monolito. La primera entrega fue hace poco más de cinco semanas. Debía producirse a las cinco de la tarde, hora en la que abundan los turistas y la gente que acude al parque después del trabajo. Eso nos permitiría deambular por allí sin que nadie se fijara en nosotros, dijo. De todos modos, las probabilidades de que alguien me reconociera eran mínimas. Hace muchos años, en el bar que más frecuentaba en Praga, vi a un tío que solía darme palizas en el colegio. Me miró sin verme. Él y una tía con la que me acosté cuando ella estaba de viaje de novios en Praga son las únicas personas de Oslo que he visto desde que me fui de aquí, ¿comprendes?

Harry asintió con la cabeza.

– Como quiera que sea -dijo Sivertsen-. El cliente no quería que nos viéramos y a mí eso me parecía bien. Yo llevaría la mercancía en una bolsa de plástico marrón que debía dejar en el cubo de basura verde que hay justo delante de la fuente, y luego largarme en seguida. Era muy importante que fuera puntual. Había recibido en mi cuenta de Suiza un ingreso por el importe de la cantidad acordada. Dijo que dudaba de que yo le engañase, dado que me había localizado. Y tenía razón. ¿Me puedes dar un cigarrillo?

Harry se lo encendió.

– Al día siguiente de la primera entrega me llamó otra vez y me encargó una Glock 23 y otro diamante de sangre para la semana siguiente. En el mismo lugar, a la misma hora, según el mismo procedimiento. Era domingo, pero también había mucha gente.

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