– Lo encontré entre el respaldo y el asiento -dijo Sivertsen sonriendo casi como si lo lamentara-. Debes mantener tu coche más ordenado. ¿Me escucharás ahora?
El acero brillaba. Harry intentó pensar. Intentó mantener el pánico a raya.
– Escucho.
– Bien, porque lo que voy a decir requiere un poco de concentración. Soy inocente. Es decir, he traficado con armas y diamantes. Llevo años haciéndolo. Pero nunca he matado a nadie.
Sivertsen levantó el cincel cuando Harry movió la mano. Harry la dejó caer.
– El tráfico de armas lo organiza un tipo que se hace llamar el Príncipe, y hace un tiempo me di cuenta de que se trata del comisario Tom Waaler. Y, lo que es más interesante, puedo probar que se trata del comisario Tom Waaler. Y si he comprendido bien la situación, tú necesitas mi testimonio y mis pruebas para coger a Tom Waaler. Si tú no lo coges a él, él te cogerá a ti. ¿Verdad?
Harry estaba pendiente del cincel.
– ¿Hole?
Harry asintió con la cabeza.
La risa de Sivertsen era clara como la de una chica.
– ¿No es una paradoja preciosa, Hole? Aquí estamos, un traficante de armas y un madero, encadenados y totalmente dependientes el uno del otro, y aun así, pensando en cómo nos podemos matar.
– No hay paradoja verdadera -sentenció Harry-. ¿Qué quieres?
– Quiero… -dijo Sivertsen tirando el cincel al aire y recogiéndolo de forma que el mango quedó señalando a Harry-. Quiero que averigües quién ha hecho que parezca que yo he matado a cuatro personas. Si lo consigues, te ofreceré la cabeza de Waaler en bandeja de plata. Tú me ayudas a mí, yo te ayudo a ti.
Harry observó a Sivertsen con atención. Sus esposas se rozaban.
– De acuerdo -dijo Harry-. Pero vayamos por partes. Primero encerramos a Waaler. Entonces tendremos tranquilidad y yo podré ayudarte a ti.
Sivertsen negó con la cabeza.
– Soy consciente de la situación en que me encuentro. He tenido veinticuatro horas para pensar, Hole. Lo único de lo que dispongo para negociar son las pruebas contra Waaler, y tú eres el único con el que puedo negociar. La policía ya se ha adjudicado la victoria y nadie más que tú sería capaz de ver el asunto con otros ojos, arriesgándose a convertir el triunfo del siglo en el fallo del siglo. El loco que ha asesinado a esas mujeres pretende inculparme a mí. He caído en una trampa. Y si alguien no me ayuda, estoy perdido.
– ¿Eres consciente de que, en estos momentos, Tom Waaler y sus colaboradores nos están buscando? ¿De que cada hora que pase estarán más cerca? ¿Y de que, cuando nos encuentren -no si nos encuentran-, estamos acabados?
– Sí.
– Entonces, ¿por qué correr ese riesgo? Dado que lo que dices de la policía es cierto: en cualquier caso, no volverán a investigar el asunto. ¿No es mejor una condena de veinte años de cárcel que perder la vida?
– Veinte años de cárcel es una opción que ya no tengo, Hole.
– ¿Por qué no?
– Porque acabo de saber algo que me cambiará la vida radicalmente.
– ¿Y qué es?
– Voy a ser padre, comisario Hole.
Harry parpadeó atónito.
– Tienes que encontrar al verdadero asesino antes de que Waaler nos encuentre a nosotros, Hole. Así de simple.
Sivertsen le entregó el cincel a Harry.
– ¿Me crees?
– Sí -mintió Harry metiéndose el cincel en el bolsillo de la chaqueta.
Los cables de acero chirriaron cuando el ascensor reanudó el ascenso.
Noche del domingo. Delicioso absurdo
– Espero que te guste Iggy Pop -dijo Harry encadenando a Sven Sivertsen al radiador que había bajo la ventana del 406-. Es la única vista que tendremos durante un buen rato.
– Podría haber sido peor -dijo Sven mirando el póster-. Vi a Iggy y The Stooges en Berlín. Probablemente, antes de que hubiera nacido el joven que vivía aquí.
Harry miró el reloj. La una y diez. Seguramente, Waaler y sus hombres habrían registrado su apartamento de la calle Sofie y estarían haciendo la ronda de rigor por los hoteles. Era imposible saber de cuánto tiempo disponían. Harry se dejó caer en el sofá y se frotó la cara con las palmas de las manos.
«¡Al diablo con Sivertsen!»
Era un plan tan sencillo… No tenía más que llegar a un lugar seguro y luego llamar a Bjarne Møller y al comisario jefe de la Policía Judicial para que escucharan el testimonio de Sven Sivertsen a través del teléfono. Contarles que tenían tres horas para detener a Tom Waaler antes de que Harry llamara a la prensa e hiciera estallar la bomba. Una elección sencilla. Luego no tendrían más que aguardar sin hacer nada hasta que se hubiese confirmado la detención de Tom Waaler. A continuación, Harry marcaría el número de Roger Gjendem, el periodista del Aftenposten, y le pediría que llamase al comisario jefe para que comentara la detención. Entonces, cuando fuera oficial, Harry y Sivertsen podrían salir de su agujero.
Una jugada bastante segura si Sivertsen no le hubiese dado un ultimátum.
– Qué, si…
– Ni lo intentes, Hole.
Sivertsen ni siquiera lo miró.
«¡Mierda!»
Harry volvió a echarle una ojeada al reloj. Sabía que tenía que dejar de hacerlo, que debía olvidarse del factor tiempo y pensar, reorganizar los pensamientos, improvisar, ver las posibilidades que ofrecía la situación. ¡Joder!
– De acuerdo -dijo Harry al fin cerrando los ojos-. Cuéntame tu historia.
Las esposas emitieron un ruidito cuando Sven Sivertsen se inclinó.
Harry estaba fumando delante de la ventana abierta mientras escuchaba la voz clara de Sven Sivertsen, que tomó como punto de partida para su relato el día en que, a los diecisiete años, se vio con su padre por primera vez.
– Mi madre creía que yo estaba en Copenhague, pero había ido a Berlín con la intención de buscarlo. Vivía en una casa enorme protegida por perros guardianes y situada en el barrio de las embajadas, junto al parque Tiergarten. Conseguí convencer al jardinero para que me acompañase hasta la puerta de entrada y llamé al timbre. Cuando abrió la puerta, fue como mirarme en el espejo. Nos quedamos así, mirándonos el uno al otro, no tuve ni que decir quién era. Al cabo de unos minutos, rompió a llorar y me abrazó. Me quedé en su casa cuatro semanas. Estaba casado y tenía tres hijos. No le pregunté en qué trabajaba y él tampoco me lo contó. Randi, su mujer, se recuperaba de una dolencia cardiaca muy grave en un lujoso sanatorio de los Alpes. Sonaba a novela rosa y en alguna ocasión pensé que eso era lo que lo había inspirado a enviarla allí. No cabía duda de que la amaba. O quizá sea más correcto decir que estaba enamorado de ella. Cuando hablaba de la posibilidad de que ella muriera, parecía un melodrama por entregas. Una tarde recibimos la visita de una amiga de su mujer. Mientras tomábamos el té, mi padre dijo que el destino había puesto a Randi en su camino, pero que se habían amado tanto y de forma tan desvergonzada, que el destino los había castigado haciendo que ella se marchitase alejada de él, pero conservando su belleza. Esa misma noche bajé a mirar en su licorera, porque no podía conciliar el sueño. Entonces vi a la amiga salir de puntillas del dormitorio.
Harry asintió con la cabeza. ¿Eran figuraciones suyas o había refrescado al caer la noche? Sivertsen se movía nervioso.
– Durante el día, tenía la casa para mí solo. Mi padre tenía dos hijas, una de catorce años y otra de dieciséis. Bodil y Alice. Ni que decir tiene que, para ellas, yo resultaba irresistiblemente emocionante. Un medio hermano mayor desconocido que había venido del gran mundo. Ambas estaban enamoradas de mí, pero yo me decidí por Bodil, la más joven. Un día llegó pronto del colegio y la llevé al dormitorio de mi padre. Después, ella quiso quitar las sabanas manchadas de sangre, pero yo la eché, le di la llave al jardinero y le dije que se la entregara a mi padre. Al día siguiente, en el desayuno, mi padre me preguntó si quería trabajar para él. Así fue como empecé a traficar con diamantes.
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