Harry se concentraba en respirar con la esperanza de que fuera no se oyesen los latidos de su corazón. Todo su plan podía derrumbarse en aquel lugar y en aquel momento como un castillo de naipes. Buena imagen. Un puñetero castillo de naipes. Sin un solo as. Su única esperanza era que el cerebro de rata de Groth reaccionase como él había supuesto. Una suposición superficialmente basada en el postulado de Aune de que, cuando está en juego el interés propio, la capacidad de las personas de pensar racionalmente es inversamente proporcional a su inteligencia.
Gråten gruñía.
Harry confiaba en que eso significara que lo había entendido. Que, para él, conllevaba menor riesgo que Harry firmase la salida del detenido según las reglas. De ese modo, podría explicarles más tarde a los investigadores exactamente lo que había sucedido. En lugar de arriesgarse a que lo cogieran en una mentira cuando dijera que nadie había entrado o salido hacia la hora en que se produjo el extraño fallecimiento en el calabozo nueve. Cabía esperar que, en aquel momento, Groth estuviese pensando que Harry podía quitarle el dolor de un plumazo, que aquello era una buena cosa. No existía motivo alguno para comprobaciones, el propio Waaler le había dicho que aquel idiota estaba ahora de su lado.
Gråten carraspeó.
Harry escribió su nombre en la línea de puntos.
– En marcha -ordenó empujando a Sivertsen delante de sí.
El aire nocturno del aparcamiento le produjo en la garganta la misma sensación que una cerveza fría.
La noche del domingo. Ultimátum
Rakel se despertó.
Alguien había abierto la puerta de abajo.
Se dio la vuelta en la cama y miró el reloj. La una y cuarto.
Se estiró y se quedó escuchando. Notó cómo la sensación de somnoliento bienestar iba cediendo poco a poco a un hormigueo expectante. Decidió fingir que estaba dormida cuando él se metiera en la cama. Sabía que era un juego pueril, pero le gustaba. Él estaría quieto, respirando. Y, cuando ella se diese la vuelta en sueños y su mano se posara como al azar en su estómago, oiría cómo empezaba a respirar más rápido y profundo. Y se quedarían así, tumbados, sin moverse, para ver quién aguantaba más, como una competición. Y él perdería.
Tal vez.
Cerró los ojos.
Y volvió a abrirlos al cabo de un rato. La inquietud se había agazapado bajo su epidermis.
Se levantó, abrió la puerta del dormitorio y prestó atención.
Silencio absoluto.
Se fue hasta la escalera.
– ¿Harry?
La preocupación que resonó en su voz le agudizó el miedo.
Se armó de valor y bajó.
No había nadie.
Se dijo que la puerta principal, que no había cerrado con llave, no había quedado bien encajada y que seguramente se despertó cuando el viento la cerró de golpe.
Echó la llave y se sentó en la cocina a tomarse un vaso de leche. Oyó el crujir de las vigas de madera, como si las viejas paredes de la casa hablaran entre sí.
A la una y media se levantó de la silla. Harry se había marchado a casa. Y nunca sabría que, aquella noche, él ganaría la competición.
De camino al dormitorio, un pensamiento aciago cruzó su mente provocándole un instante de blanco pánico. Se dio la vuelta. Y respiró aliviada al ver desde el umbral de la habitación de Oleg que el pequeño dormía en su cama.
Aun así, se despertó otra vez una hora más tarde a causa de una pesadilla y se quedó dando vueltas en la cama el resto de la noche.
El Ford Escort blanco se deslizaba en la noche estival con el ronroneo de un submarino viejo.
– La calle Økernveien -iba murmurando Harry-. La calle de Son.
– ¿Cómo? -preguntó Sivertsen.
– Sólo estaba practicando.
– ¿El qué?
– El camino más corto.
– ¿Adónde?
– Pronto lo verás.
Aparcaron en una callecita de dirección única con algunos chalés perdidos en medio de los bloques de pisos. Harry se inclinó por encima de Sivertsen y abrió la puerta del acompañante. Después del robo sufrido hacía varios años, no se podía abrir desde fuera. Rakel le había tomado el pelo por eso, relacionando los coches y la personalidad de sus dueños. No estaba del todo seguro de haber entendido «el sentido oculto». Harry dio la vuelta al coche hasta el lado del pasajero, sacó a Sivertsen y le ordenó que se pusiera de espaldas a él.
– ¿Eres southpaw? -preguntó Harry mientras abría las esposas.
– ¿Cómo?
– ¿Pegas mejor con la izquierda o con la derecha?
– Quién sabe. En realidad, no pego.
– Bien.
Harry le puso una de las esposas en la muñeca derecha y la otra en la izquierda. Sivertsen lo miró inquisitivamente.
– No te quiero perder, querido -dijo Harry.
– ¿No habría sido más fácil apuntarme con una pistola?
– Seguramente, pero tuve que devolverla hace un par de semanas. Nos vamos.
Fueron campo a través hacia un grupo de bloques cuyo perfil se recortaba pesado y negro contra el cielo nocturno.
– ¿Te gusta volver a los lugares de antaño? -preguntó Harry una vez hubieron llegado a la puerta del bloque de apartamentos.
Sivertsen se encogió de hombros.
Ya dentro, Harry oyó algo que habría preferido no oír. Pasos en la escalera. Miró a su alrededor y vio luz en el pequeño ojo de buey de la puerta del ascensor. Dio unos pasos a un lado y arrastró a Sivertsen consigo. El ascensor se balanceaba por el peso de los dos hombres.
– Puedes adivinar a qué piso vamos -dijo Harry.
Sivertsen alzó la vista y puso los ojos en blanco cuando vio a Harry agitar delante de su cara un manojo de llaves en un llavero con una calavera de plástico.
– ¿No estás de humor para jugar? De acuerdo, llévanos al cuarto piso, Sivertsen.
Sivertsen pulsó el botón del número cuatro y miró hacia arriba como se suele hacer cuando uno espera que un ascensor eche a andar. Harry estudió la cara de Sivertsen. Una actuación cojonuda, tuvo que reconocerlo.
– La cancela corredera -dijo Harry.
– ¿Qué?
– El ascensor no anda si la corredera no está cerrada. Lo sabes muy bien.
– ¿Ésta?
Harry asintió con la cabeza. Sivertsen corrió la cancela hacia la derecha, que se desplazó con un chirrido. El ascensor seguía sin moverse.
Harry notó que una gota de sudor le corría por la frente.
– Estírala del todo -dijo Harry.
– ¿Así?
– Deja de actuar -insistió Harry tragando saliva-. Debe estar tensa por completo. Si no entra en conexión con el punto de contacto que hay en el suelo, donde está el marco, el ascensor no funciona.
Sivertsen sonrió.
Harry cerró el puño derecho.
El ascensor dio un tirón y la pared blanca empezó a moverse tras la reluciente verja de hierro negro. Pasaron una puerta de ascensor y a través del ojo de buey Harry pudo ver la nuca de alguien que bajaba las escaleras. Probablemente, uno de los inquilinos. Bjørn Holm le había dicho que la Científica ya había terminado su trabajo allí.
– No te gustan los ascensores, ¿verdad?
Harry no contestó, sólo miraba la pared que discurría piso tras piso.
– ¿Una pequeña fobia?
El ascensor se detuvo tan de repente que Harry tuvo que dar un paso de apoyo. El suelo se movía bajo sus pies. Harry se quedó fijamente mirando la pared.
– ¿Qué coño estás haciendo? -susurró.
– Estás empapado en sudor, comisario Hole. He pensado que era un buen momento para aclararte las cosas.
– Éste no es buen momento para nada. Muévete o…
Sivertsen se había colocado delante de los botones del ascensor y no parecía tener intención de moverse. Harry levantó la mano derecha. Entonces lo vio. En la mano izquierda de Sivertsen estaba el cincel. Con el mango verde.
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