El público del estreno se agolpaba en la plaza del Teatro Nacional, ahora a la sombra. Los famosos conversaban con otros famosos mientras los periodistas pululaban entre el zumbar de las cámaras. Aparte de los rumores sobre algún que otro romance veraniego, el tema de conversación era el mismo para todos, la detención del mensajero asesino el día anterior.
Harry llevaba la mano discretamente posada en la región lumbar de Rakel mientras se dirigían hacia la entrada. Ella notaba el calor de sus dedos a través del fino tejido. De repente, una cara apareció delante de ellos.
– Roger Gjendem, del periódico Aftenposten. Perdonen, pero estamos haciendo una encuesta sobre lo que opina la gente de que por fin hayan capturado al hombre que secuestró a la mujer que iba a ser protagonista esta noche.
Se detuvieron y Rakel notó que Harry retiraba súbitamente la mano de su espalda.
El periodista sonreía con firmeza, pero su mirada expresaba indecisión.
– Ya nos conocemos, Hole. Soy reportero de sucesos criminales. Hablamos un par de veces cuando volviste después del asunto de Sidney. Una vez dijiste que yo era el único periodista que te citaba correctamente. ¿Me recuerdas ahora?
Harry miró pensativo a Roger Gjendem y asintió con la cabeza.
– Sí. ¿Has dejado los sucesos criminales?
– ¡No, no! -negó el periodista con vehemencia-. Sólo estoy sustituyendo a un compañero que está de vacaciones. ¿Algún comentario del comisario de policía Harry Hole?
– No.
– ¿No? ¿Ni siquiera unas palabras?
– Quiero decir que no soy comisario de policía -explicó Harry.
El periodista pareció sorprendido.
– Pero si te he visto…
Harry echó una rápida ojeada a su alrededor antes de inclinarse.
– ¿Tienes tarjeta de visita?
– Sí…
Gjendem le entregó una tarjeta blanca con la letra gótica del Aftenposten en azul, y Harry se la guardó en el bolsillo trasero.
– Tengo deadline a las once.
– Ya veremos -dijo Harry.
Roger Gjendem se quedó con una expresión interrogante en la cara mientras Rakel subía los peldaños con los dedos cálidos de Harry otra vez en su lugar.
En la entrada había un hombre con una abundante barba que les sonreía con lágrimas en los ojos. Rakel reconoció la cara de haberla visto en los periódicos. Era Willy Barli.
– Me alegra tanto veros venir juntos -gruñó abriendo los brazos. Harry titubeó, pero cayó presa del abrazo.
– Tú debes de ser Rakel.
Willy Barli le guiñó un ojo por encima del hombro de Harry mientras abrazaba a aquel hombre tan grande como si fuera un oso de peluche que acabase de recuperar.
– ¿Qué era eso? -preguntó Rakel una vez hubieron encontrado sus butacas, hacia la mitad de la cuarta fila.
– Afecto masculino -explicó Harry-. Es artista.
– No me refiero a eso, sino a lo de que ya no eres comisario de policía.
– Ayer fue mi último día de trabajo en la comisaría general.
Ella lo miró.
– ¿Por qué no me has dicho nada?
– Te dije algo. El otro día, en el jardín.
– ¿Y qué vas a hacer ahora?
– Otra cosa.
– ¿El qué?
– Algo totalmente diferente. He recibido una oferta por medio de un amigo y la he aceptado. Se supone que tendré más tiempo libre. Ya te contaré más en otro momento. Se levantó el telón.
Unas salvas de aplausos atronadores estallaron en el teatro cuando cayó el telón, y se mantuvieron con la misma intensidad durante cerca de diez minutos.
Los actores salían y entraban todo el rato en formaciones diversas hasta que se les acabaron las variantes ensayadas y se quedaron como estaban, recibiendo la ovación. Los gritos de «¡Bravo!» retumbaban cada vez que Toya Harang daba un paso al frente para saludar una vez más, y al final, todos los que habían participado en la obra tuvieron que subir al escenario, y Willy Barli abrazó a Toya, y las lágrimas rodaban abundantes, tanto sobre el escenario como en la sala.
Hasta Rakel tuvo que sacar el pañuelo mientras apretaba la mano de Harry.
– Os veo raros -dijo Oleg-. ¿Pasa algo malo o qué?
Rakel y Harry negaron con la cabeza, como si estuviesen sincronizados.
– ¿Habéis hecho las paces? ¿Es eso lo que pasa?
Rakel sonrió.
– Nunca hemos estado enfadados, Oleg.
– ¿Harry?
– ¿Sí, jefe? -Harry miró al retrovisor.
– ¿Quiere decir que podemos volver a ir al cine? ¿A ver una película de hombres?
– Puede ser. Si de verdad es una película de hombres.
– ¿Ah, sí? -preguntó Rakel-. ¿Y qué voy a hacer yo mientras?
– Puedes jugar con Olav y Søs -respondió Oleg con entusiasmo-. Es superguay, mamá. Olav me ha enseñado a jugar al ajedrez.
Habían llegado a casa y Harry detuvo el coche, pero dejó el motor en marcha. Rakel le dio a Oleg las llaves de casa y lo dejó bajarse del coche. Ambos lo siguieron con la mirada mientras el pequeño iba corriendo por la gravilla.
– Dios mío, cómo ha crecido -dijo Harry.
Rakel apoyó la cabeza en el hombro de Harry.
– ¿Entras?
– Ahora no. Hay un último detalle que debo solucionar en el trabajo.
Ella le pasó la mano por la mejilla.
– Puedes venir más tarde. Si quieres.
– Mm. ¿Lo has pensado bien, Rakel?
Ella suspiró, cerró los ojos y apoyó la frente en su cuello.
– No. Y sí. Es un poco como saltar desde una casa en llamas. Caerse es mejor que quemarse.
– Por lo menos hasta que llegas al suelo.
– He llegado a la conclusión de que existe un gran parecido entre caerse y vivir. Entre otras cosas, porque ambos estados son altamente transitorios.
Se miraron en silencio mientras escuchaban el ronroneo irregular del motor. Harry le puso a Rakel un dedo en la barbilla y la besó. Y ella tuvo la sensación de perder el equilibrio, la serenidad, y sólo había una persona a la que podía agarrarse, y esa persona la hacía arder y caer al mismo tiempo.
Rakel no se había dado cuenta de cuánto había durado aquel beso cuando él se liberó de ella despacio.
– Dejo la puerta abierta -le susurró Rakel.
Debía haber sabido que era una estupidez.
Debía haber sabido que era peligroso.
Pero llevaba semanas pensando. Estaba harta de tanto pensar.
La noche del domingo. La bendición de José
En el aparcamiento que se extendía delante de los calabozos había pocos coches y ninguna persona.
Harry giró la llave y el motor se apagó con un estertor mortecino.
Miró el reloj. Las veintitrés y diez. Tenía cincuenta minutos.
Sus pasos arrancaban un eco a las paredes de hormigón de Telje, Torp y Aasen.
Harry respiró hondo antes de entrar.
No había nadie en los mostradores de recepción y en la sala reinaba un silencio absoluto. Se percató de un movimiento a su derecha. El respaldo de una silla giró despacio en la sala de guardia. Harry vio medio rostro con una cicatriz de color rojizo que manaba como una lágrima desde un ojo de mirada inexpresiva. La silla volvió a girarse y le dio la espalda.
Groth. Estaba solo. Extraño. O quizá no.
Harry encontró la llave de la celda número nueve tras el mostrador de la izquierda. Se fue hacia los calabozos. Se oían voces desde la sala de los abogados de oficio, pero el número nueve estaba convenientemente emplazado de manera que no tuvo que pasar por ella.
Harry metió la llave en la cerradura y la giró. Esperó un segundo, escuchó un movimiento allí dentro. Y abrió la puerta.
El hombre que lo miraba desde el catre no tenía pinta de ser un asesino. Harry sabía que eso no significaba nada. Unas veces la tenían. Otras, no.
Éste era guapo. Tenía unas facciones puras, pelo oscuro, tupido y corto y unos ojos azules que quizás un día se parecieron a los de su madre, pero que él se había apropiado con los años. Harry rondaba los cuarenta, Sven Sivertsen tenía cincuenta cumplidos. Harry contaba con que la mayoría apostaría a que era al revés.
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