Jo Nesbø - La estrella del diablo

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En un verano excepcionalmente caluroso en Oslo, el cuerpo de una joven aparece en el suelo de su apartamento, en medio de un charco de sangre. Tiene amputado un dedo de la mano izquierda, y bajo un párpado le han colocado un pequeño diamante rojo con la forma de una estrella de cinco puntas: el símbolo de las tinieblas, el emblema del diablo. Cinco días después del tétrico hallazgo, un hombre denuncia la desaparición de su esposa. Otro dedo cercenado aparece en escena: lleva un anillo con un diamante rojo engarzado, tallado como una estrella de cinco puntas. Tendrán que pasar cinco días más para que aparezca el tercer cadáver… y se repita el ritual. Son demasiadas coincidencias, y todo apunta a que un asesino en serie está actuando en la ciudad.
Harry Hole no tiene vacaciones, por lo que el jefe Moller le asigna el caso y le impone como compañero a Tom Waaler, un tipo corrupto, implicado en el tráfico de armas y de alguna manera responsable de la muerte de Hellen Gjelten, compañera y amiga de Hole, en el transcurso de una investigación. Harry está decidido a demostrar que sus sospechas sobre Waaler están fundadas, e incluso empieza a preguntarse si no estará relacionado con los crímenes. Los demonios reales y los imaginarios se mezclan en la mente del policía, que se tiene que enfrentar a un criminal sanguinario y a un enemigo implacable dentro del departamento. Sólo tiene una cosa clara: la estrella de cinco puntas es la clave para resolver el misterio.

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– Parece que te estás duchando -dijo Harry.

Willy negó con la cabeza e hizo una mueca.

– Yo no -dijo.

– Entonces, ¿quién?

– Tengo visita. Es… una mujer.

Sonrió con picardía y señaló con la cabeza hacia una silla donde se veía una falda de ante, un sujetador negro y una sola media negra con un borde elástico.

– La soledad vuelve débiles a los hombres. ¿No es verdad, Harry? Buscamos consuelo donde creemos que lo vamos a encontrar. Algunos en la botella. Otros… -Willy se encogió de hombros-. No nos importa equivocarnos, ¿verdad? Pues sí, Harry, tengo remordimientos.

Harry distinguió en la penumbra unas líneas en la mejilla de Willy.

– ¿Me prometes que no se lo dirás a nadie, Harry? He cometido un error.

Harry se acercó a la silla, colgó la media en el respaldo y se sentó.

– ¿A quién iba a decírselo, Willy? ¿A tu mujer?

De repente, un rayo inundó de luz la habitación, seguido del retumbar de un trueno.

– Pronto la tendremos encima -advirtió Willy.

– Sí -Harry se pasó una mano por la frente mojada.

– Bueno, ¿qué querías?

– Creo que ya lo sabes, Willy.

– Dilo, de todos modos.

– Hemos venido a buscarte.

– ¿«Hemos»? No. Estás solo, ¿verdad? Completamente solo.

– ¿Qué te hace pensar eso?

– Tu mirada. El lenguaje corporal. Harry, soy un buen conocedor del género humano. Has entrado en mi casa a hurtadillas, contando con el factor sorpresa. Así no se ataca cuando se caza en manada, Harry. ¿Por qué estás solo? ¿Dónde están los demás? ¿Alguien sabe que estás aquí?

– Eso no es relevante. Y supongamos que estoy solo. En cualquier caso, tienes que afrontar el hecho de haber matado a cuatro personas.

Barli se llevó el dedo índice a los labios, como si estuviera cavilando, mientras Harry decía los nombres:

– Marius Veland. Camilla Loen. Lisbeth Barli. Barbara Svendsen.

Willy se quedó un rato absorto, con la mirada perdida. Luego asintió despacio con la cabeza y retiró el dedo de la boca.

– ¿Cómo lo has averiguado, Harry?

– Cuando comprendí el porqué. Celos. Querías vengarte de ambos, ¿no es cierto? Cuando te enteraste de que Lisbeth se había visto con Sven Sivertsen durante vuestro viaje de novios a Praga.

Willy cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás. Se oyó un chapoteo bajo el colchón.

– No entendí que esa foto en que aparecéis juntos Lisbeth y tú era de Praga hasta el momento en que vi la misma estatua en una foto que me han enviado hoy por correo electrónico desde la capital checa.

– ¿Y entonces lo comprendiste todo?

– Bueno. La primera vez que se me ocurrió, rechacé la idea por absurda. Pero luego empezó a parecerme sensata. O todo lo sensata que puede ser la locura. Pensé que el mensajero ciclista no era un asesino con fijaciones sexuales, sino alguien que lo había escenificado todo para que lo pareciera. Y que sólo había un hombre capaz de hacerlo. Un profesional. Alguien para quien fuese su oficio y su pasión.

Willy abrió un ojo.

– A ver si lo he entendido bien, ¿insinúas que ese individuo planeó matar a cuatro personas sólo para vengarse de una?

– De las cinco víctimas elegidas, tres lo fueron al azar. Hiciste que los lugares de los crímenes parecieran seleccionados por la posición aleatoria de los pentagramas, pero en realidad habías dibujado la cruz desde dos puntos. Tu propia dirección y el chalé de la madre de Sven Sivertsen. Una geometría interesante, aunque sencilla.

– ¿De verdad crees en esa teoría tuya, Harry?

– Sven Sivertsen no había oído hablar de ninguna Lisbeth Barli. Pero ¿sabes qué, Willy? Hace un rato, cuando le dije que su nombre de soltera era Lisbeth Harang, la recordó perfectamente.

Willy no contestó.

– Lo único que no entiendo -continuó Harry- es por qué esperaste tantos años para vengarte.

Willy se sentó en la cama.

– Vamos a partir del hecho de que no entiendo qué estás insinuando, Harry. No me gustaría crear una situación comprometida para ambos proporcionándote una confesión. Pero, dado que me encuentro en la feliz tesitura de saber que te es imposible demostrar absolutamente nada, no tengo inconveniente en hablar un poco. Ya sabes que aprecio a la gente que sabe escuchar.

Harry se movió algo inquieto en la silla.

– Sí, Harry, es cierto, estoy al corriente de que Lisbeth mantuvo una relación con ese hombre. Pero no lo descubrí hasta esta primavera.

Había empezado a llover de nuevo y las gotas tamborileaban tenues sobre las ventanas del tejado.

– ¿Te lo contó ella?

Willy negó con la cabeza.

– Nunca lo habría hecho. Procedía de una familia donde no tenían costumbre de hablar. Probablemente, no habría salido a la luz si no hubiésemos reformado el apartamento. Encontré una carta.

– ¿Y qué?

– La pared exterior de su despacho está sin aislar, es el paramento original de cuando se construyó el edificio, allá por finales del siglo pasado. Es sólida pero se vuelve gélida durante el invierno. Yo insistí en revestirla de madera y poner un aislamiento interior. Lisbeth protestó. Me extrañó, porque es una chica práctica que se ha criado en una granja, y no el tipo de persona que se pone sentimental por una pared vieja. Así que un día que ella estaba fuera examiné la pared. No encontré nada hasta que retiré su escritorio. A simple vista, no se apreciaba nada fuera de lo normal, pero fui empujando cada uno de los ladrillos hasta que uno de ellos cedió. Tiré de él y se soltó. Lisbeth había camuflado las grietas de alrededor con cal gris. En el hueco del ladrillo hallé dos cartas. Iban dirigidas a Lisbeth Harang, a una dirección de apartado postal cuya existencia yo ignoraba. Mi primera reacción fue que debía devolver las cartas a su sitio sin leerlas y convencerme de que nunca las había visto. Pero soy un hombre débil. No pude. «Querida, te llevo siempre en mi pensamiento. Aún siento tus labios en los míos, tu piel en mi piel.» Así comenzaban sus cartas.

Un nuevo chapoteo resonó en la cama.

– Aquellas frases me herían como un látigo, pero continué leyendo. Era muy extraño porque tenía la sensación de haber escrito cada palabra yo mismo. Cuando hubo terminado de explicarle lo mucho que la quería, pasó a describir con todo lujo de detalles lo que hicieron en la habitación del hotel de Praga. Sin embargo, lo que más dolor me causó no fue la descripción de la pasión, sino el hecho de que la citara en aspectos de nuestra relación que, obviamente, ella le había contado. Por ejemplo, que «para ella sólo era una solución práctica a una vida sin amor». ¿Puedes imaginarte cómo te afecta una cosa así, Harry? Cuando descubres que la mujer que amas no sólo te ha engañado, sino que nunca te ha amado. El no ser amado, ¿no es la definición de una vida malograda?

– No -respondió Harry.

– ¿No?

– Sigue, por favor.

Willy lo miró inquisitivo.

– Le mandaba una foto de él. Me figuro que ella le suplicó que lo hiciera. Lo reconocí. Era el noruego que nos encontramos en el café de Perlová, una calle de Praga de reputación algo dudosa, con putas y burdeles más o menos camuflados. Estaba sentado en la barra cuando entramos. Me fijé en él porque parecía uno de esos caballeros maduros y distinguidos que la firma Boss utiliza como modelos. Vestía con elegancia y, en realidad, era algo mayor. Pero con esos ojos jóvenes y juguetones que obligaban a los maridos a vigilar bien a sus mujeres. De modo que no me sorprendió demasiado cuando, al cabo de un rato, el hombre se acercó a nuestra mesa, se presentó en noruego y nos preguntó si queríamos comprarle un collar. Rechacé la oferta educadamente pero, aun así, lo sacó del bolsillo y se lo enseñó a Lisbeth. Ni que decir tiene que ella por poco se desmaya y, claro está, dijo que le encantaba. El colgante era un diamante rojo en forma de estrella de cinco puntas. Le pregunté entonces cuánto pedía por la joya, pero me dio un precio tan ridículamente alto que sólo se podía tomar como una provocación, así que le pedí que se marchara. Me sonrió como si acabara de ganar un premio, anotó la dirección de otro café en un trozo de papel y nos dijo que, si cambiábamos de opinión, podíamos acudir allí al día siguiente a la misma hora. El papel con la dirección se lo entregó a Lisbeth, naturalmente. Recuerdo que estuve de mal humor el resto de la mañana. Pero luego me olvidé del asunto. Lisbeth sabía hacerte olvidar. A veces lo conseguía del todo…

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