– ¿Qué?
– Sólo encontré unas zapatillas de fieltro en el pasillo, no puedo hacer una visita carcelaria así. Y tu chaqueta.
Øystein alzó la vista al cielo y se quitó la chaqueta corta de cuero.
– ¿Tuviste problemas para pasar los controles? -preguntó Harry.
– Sólo a la ida. Se aseguraron de que tenía la dirección y el nombre de la persona a la que tenía que entregar el paquete.
– El nombre lo leí en la puerta.
– A la vuelta sólo miraron dentro del coche y me indicaron que siguiera. Medio minuto después ya había un follón increíble en la radio. A todas las unidades y todo eso. Ja, ja.
– Sí, me pareció oír algo desde atrás. ¿Sabes que es ilegal tener una emisora de la policía, Øystein?
– Oye, no es ilegal tenerla. Lo es usarla. Y yo no la uso casi nunca.
Harry se ató los cordones y le arrojó las zapatillas de fieltro por encima del respaldo.
– Tendrás tu recompensa en el cielo. Si anotan el número del taxi y recibes una visita, tendrás que decir lo que pasó. Que recibiste una llamada directamente al móvil y que el pasajero insistió en meterse en el maletero.
– ¿La verdad? ¿Eso no es mentir?
– Es lo más verídico que he oído en mucho tiempo.
Harry tomó aire y pulsó el timbre. En principio, no debía de haber ningún peligro, pero no sabía con qué rapidez se difundiría la noticia de que lo buscaban. Al fin y al cabo, en esta cárcel entraban y salían constantemente agentes de policía.
– ¿Sí? -dijo alguien por el altavoz.
– Comisario Harry Hole -anunció Harry con una dicción exageradamente nítida y girándose directamente hacia la cámara de vídeo instalada sobre la verja con una mirada que esperaba que fuera medianamente clara-. Para Raskol Baxhet.
– No te tengo en la lista.
– ¿No? -preguntó Harry-. Le pedí a Beate Lønn que os llamara para apuntarme. Esta noche a las nueve. Pregúntale a Raskol.
– Cuando es fuera de las horas de visita tienes que estar en la lista, Hole. Tendrás que llamar mañana en horas de oficina.
Harry cambió de tono.
– ¿Cómo te llamas?
– Bøygset. Es que no puedo…
– Escucha, Bøygset. Se trata de obtener información para un asunto policial muy importante que no puede esperar al día de mañana en horas de oficina. Seguramente has oído sirenas entrando y saliendo de la comisaría esta noche, ¿no?
– Sí, pero…
– A menos que tengas ganas de andar explicándole a los periódicos mañana cómo conseguisteis perder la lista con mi nombre, te sugiero que apaguemos el modo robot y pulsemos el botón del sentido común. Es ese que tienes justo delante de las narices, Bøygset.
Harry miró fijamente al ojo muerto de la cámara. Mil-uno, mil-dos. La cerradura emitió un zumbido.
Cuando entró, Raskol estaba en la celda sentado en una silla.
– Gracias por confirmar la cita de visita -dijo Harry mirando a su alrededor en la pequeña celda de cuatro metros por dos.
Una cama, un pupitre, dos armarios, algunos libros. Ninguna radio, ni revistas, ningún objeto personal, paredes desnudas.
– Lo prefiero así -dijo Raskol en respuesta a las reflexiones de Harry-. Agudiza la mente.
– Bien, pues mira a ver cómo te agudiza la mente lo que te voy a contar -dijo Harry sentándose en el borde de la cama-. Arne Albu no mató a Anna. Cogisteis al hombre equivocado. Tenéis las manos manchadas con la sangre de un hombre inocente, Raskol.
No estaba seguro, pero a Harry le pareció notar una ínfima contracción en la benévola, y al mismo tiempo fría, máscara de mártir. Raskol inclinó la cabeza y se puso las palmas de las manos en las sienes.
– He recibido un correo electrónico del asesino -continuó Harry-. Resulta que me ha manipulado desde el primer día.
Pasó una mano por la funda de cuadros del edredón mientras reproducía el contenido del último correo. Seguido del resumen de los acontecimientos del día.
Raskol permaneció inmóvil, dispuesto a escuchar hasta que Harry terminase. Después levantó la cabeza.
– Eso significa que también tú tienes sangre de un inocente en las manos, spiuni.
Harry asintió con la cabeza.
– Y ahora vienes aquí para contarme que soy yo quien te ha manchado de sangre a ti. Y que te debo algo por eso.
Harry no respondió.
– Estoy de acuerdo -convino Raskol-. Dime lo que te debo.
Harry dejó de pasar la mano por la funda del edredón.
– Me debes tres cosas. Primero, necesito un sitio para esconderme hasta que llegue al fondo de este asunto.
Raskol hizo un gesto de asentimiento.
– Lo segundo es que necesito la llave del apartamento de Anna para comprobar un par de cosas.
– Te la he devuelto ya.
– No me refiero a la llave con las iniciales A.A.; ésa está en un cajón en mi apartamento y ahora no puedo ir allí. Y lo tercero…
Harry se calló y Raskol lo miró inquisitivo.
– Si Rakel me dice que alguien los mira aunque sea de refilón, me entrego, lo explico todo y digo que tú estuviste detrás del asesinato de Arne Albu.
Raskol sonrió con amable condescendencia, como si lamentase por Harry la realidad de lo que ambos sabían: que nadie encontraría jamás el menor vínculo entre Raskol y el asesinato.
– No tienes que preocuparte por Rakel y Oleg, spiuni. Mi contacto recibió orden de retirar a sus artesanos en cuanto acabamos con Albu. Debería preocuparte más el desenlace del juicio. Mi contacto dice que aquello no pinta nada bien. Creo que la familia del padre tiene amigos influyentes.
Harry se encogió de hombros.
Raskol abrió el cajón del pupitre, extrajo la brillante llave de Trioving y se la entregó a Harry.
– Ve directo a la estación de metro de Grønland. Al bajar las primeras escaleras, encontrarás a una señora sentada a una ventanilla junto a los aseos. Págale cinco coronas para entrar. Dile que ha llegado Harry, vete al aseo de caballeros y enciérrate en uno de los cubículos. Cuando oigas entrar a alguien silbando Waltzing Mathilda, es que ha llegado tu transporte. Buena suerte, spiuni.
La lluvia caía con tal intensidad que una fina ducha salpicaba desde el asfalto y, si uno se tomaba el tiempo suficiente, podía ver arco iris diminutos en el haz de luz de las farolas del fondo, en la angosta porción de dirección única de la calle Sofie. Pero Bjarne Møller no tenía tiempo para arco iris. Salió del coche, se echó la gabardina sobre la cabeza y avanzó corriendo por la calle hacia la verja donde Ivarsson, Weber y un hombre que parecía de origen paquistaní, lo estaban esperando.
Møller les dio la mano y la persona de piel oscura se presentó como Ali Niazi, vecino de Harry.
– Waaler viene en cuanto recoja en Slemdal -dijo Møller-. ¿Qué habéis encontrado?
– Me temo que son cosas bastante llamativas -opinó Ivarsson-. Lo más importante ahora es ver cómo le contamos a la prensa que uno de nuestros agentes…
– Vale, vale -rugió Møller-. No tan rápido. Ponme al día.
Ivarsson sonrió levemente.
– Ven aquí.
El jefe del Grupo de Atracos marchó delante de los otros tres y cruzó una puerta baja antes de descender por una escalera curvada de piedra que conducía hasta el sótano. Møller dobló su cuerpo largo y delgado lo mejor que pudo para no rozarse con el techo ni con las paredes. No le gustaban los sótanos.
La voz de Ivarsson retumbó en los muros de cemento.
– Como sabes, Beate Lønn recibió anoche varios correos que Hole le había reenviado. Hole asegura que son correos que ha recibido de una persona que confiesa haber asesinado a Anna Bethsen. Yo estaba en la comisaría y leí esos correos hace una hora. En mi opinión se trata, más que nada, de una palabrería incomprensible y confusa. Pero también contiene información que el remitente no podía saber si no conocía de cerca lo que pasó la noche que Anna Bethsen murió. A pesar de que la información sitúa a Hole en el apartamento aquella noche, al mismo tiempo le da una aparente coartada.
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