Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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– Estúpido e imprudente. Ya lo has dicho. -Lo miró pensativa mientras pasaba la mano por el cojín del sofá contiguo-. Esto explica muchas cosas, por supuesto. Pero no veo muy claro por qué habría de considerarse un crimen el hecho de pasar un rato en compañía de una mujer con la que uno tiene ganas de… pasar un rato. Seguro que hay una explicación, Harry.

– Bueno. -Tragó el límpido alcohol-. Me desperté al día siguiente sin recordar nada.

– Comprendo. -Ella se levantó del sofá y se situó delante de él-. ¿Sabes quién era él?

Él apoyó la cabeza contra el respaldo y la miró. ¿Quién ha dicho que fuera un hombre? Sus palabras la delataban.

Ella le alargó la estilizada mano. Él la miró inquisitivamente.

– La gabardina -dijo ella-. Y luego te vas directo a darte un baño caliente. Mientras, yo preparo café y busco ropa seca. No creo que Arne hubiese protestado. En muchos aspectos era un hombre razonable.

– Yo…

– Venga.

Su ardiente abrazo provocó en Harry estremecimientos de placer.

Y los tiernos mordiscos subieron por los muslos hacia las caderas y le pusieron toda la piel de gallina. Exhaló un suspiro. Hundió el resto del cuerpo en el agua caliente y echó la cabeza hacia atrás.

Oía la lluvia e intentaba escuchar a Vigdis Albu, pero ella había puesto un disco. The Police. Greatest hits, éste también. Cerró los ojos.

«Sending out an SOS, sending out an SOS…», cantaba Sting.

Y Harry se había fiado de ese tío. A propósito. Contaba con que Beate ya hubiera leído el correo, se lo hubiera comunicado a alguien, y que la caza del zorro se hubiera suspendido. El alcohol le había dejado los párpados pesados. Pero cada vez que cerraba los ojos veía dos piernas con zapatos italianos hechos a mano sobresaliendo del agua caliente del baño. Tanteó detrás de su cabeza, donde había dejado el vaso en el borde de la bañera. Sólo le había dado tiempo a tomar dos jarras de cerveza en el Schrøder cuando llamó a Beate, y eso no le había aportado, ni de lejos, la anestesia que necesitaba. Pero ¿dónde estaba el maldito vaso? ¿Intentaría Tom Waaler encontrarlo de todas formas? Harry sabía que se moría por detenerle. Pero a Harry no le interesaba pasar a prisión preventiva antes de tener bien atados todos los cabos de este caso. Desde ahora no se podía permitir el lujo de fiarse de nadie más que de él mismo. Lo conseguiría. Sólo necesitaba relajarse un poco. Otra copa. Que le prestasen el sofá por esta noche. Aclarar las ideas. Conseguirlo. Mañana.

La mano dio contra el vaso y el pesado cristal se precipitó al suelo de baldosas con un ruido sordo.

Harry profirió una maldición y se levantó. Estuvo a punto de caerse, pero consiguió apoyarse en la pared en el último momento. Se cubrió con una toalla gruesa y tupida y entró en el salón. La botella de ginebra seguía sobre la mesa. Encontró un vaso y lo llenó hasta el borde. Oyó el borboteo de la cafetera. Y la voz de Vigdis desde la entrada, en el primer piso. Volvió al cuarto de baño y dejó el vaso con cuidado junto a la ropa que Vigdis le había traído, una colección completa de Bjørn Borg en azul celeste y negro. Pasó la toalla por el espejo y se encontró con su propia mirada.

– Idiota -susurró.

Miró al suelo. Una raya roja recorría una junta entre baldosas en dirección a la rejilla del desagüe. Siguió la raya en la dirección opuesta, hasta su pie derecho, del que la sangre brotaba entre los dedos. Estaba encima de los cristales, ni se había dado cuenta. No se había percatado de una mierda. Volvió a mirarse en el espejo y se echó a reír.

Vigdis colgó. Había tenido que improvisar. Odiaba improvisar, se sentía físicamente enferma cuando las cosas no iban según el plan. Desde que era muy pequeña sabía que nada ocurre porque sí, que trazar un plan lo es todo. Todavía recordaba el momento en que la familia se había mudado de Skien a Slemdal, cuando ella estaba en tercero, y el día en que se sentó delante de la nueva clase. Dijo su nombre mientras los demás la miraban fijamente, observaban su ropa y su extraña mochila de plástico, que había motivado las burlas y cuchicheos de algunas niñas. Durante la última clase del día confeccionó una lista con el nombre de las chicas de la clase que serían sus mejores amigas, de las que quedarían excluidas, de los chicos que se enamorarían de ella y de los profesores para los que ella sería la alumna favorita. Colgó la lista encima de su cama en cuanto volvió a casa, y no la quitó hasta Navidades, cuando ya había una señal al lado de cada nombre.

Pero ahora era diferente, ahora dependía de otros para que las cosas estuvieran en su sitio.

Miró el reloj. Las ocho y veinte. Tom Waaler le dijo que podrían presentarse allí en doce minutos. Le había asegurado que apagaría la sirena mucho antes de llegar a Slemdal, así que no debía preocuparse por los vecinos, dijo, sin que ella lo hubiera mencionado.

Se quedó sentada en la entrada, esperando. Confiaba en que Hole se hubiera dormido en la bañera. Miró el reloj otra vez. Escuchó la música. Menos mal que las machaconas canciones de Police habían terminado, y ahora cantaba Sting los temas del álbum en solitario, con su maravillosa y tranquilizante voz. Cantaba sobre la lluvia que, una y otra vez, caería como las lágrimas de una estrella. Era tan hermoso que casi tenía ganas de llorar.

Entonces oyó los ladridos de Gregor. Por fin.

Abrió la puerta y salió a la escalera, tal como habían acordado. Vio una figura que corría a través del jardín en dirección a la terraza, y otra que seguía hasta la parte trasera de la casa. Dos hombres enmascarados con uniformes negros y fusiles pequeños y recortados se detuvieron en su puerta.

– ¿Aún sigue en el baño? -susurró uno de ellos a través de la capucha negra-. ¿Arriba a la izquierda?

– Sí, Tom -susurró ella a su vez-. Y gracias por venir tan…

Pero ya estaban dentro.

Cerró los ojos y escuchó con atención. Los pasos corriendo por la escalera, los guau, guau desesperados de Gregor, el suave How fragile we are, de Sting, el ruido de la patada en la puerta del cuarto de baño.

Se dio la vuelta y entró. Subió las escaleras. Hacia los gritos. Necesitaba una copa. Vio a Tom Waaler al final de la escalera. Se había quitado la capucha, pero tenía el rostro tan desencajado que casi no lo reconocía. Le indicó algo. En la alfombra. Ella miró hacia abajo. Era un rastro de sangre. Los siguió con la mirada a través del salón hasta la puerta abierta de la terraza. No oyó lo que le gritaba el idiota vestido de negro. «El plan», era lo único en lo que pensaba. «Éste no era el plan.»

36

Waltzing Mathilda

Harry corría. Los ladridos en staccato de Gregor eran como un metrónomo enojado de fondo, todo lo demás a su alrededor estaba en silencio. Las plantas desnudas de los pies chasqueaban contra la hierba húmeda. Mantuvo los brazos extendidos al frente mientras atravesaba otro seto y apenas sentía que las espinas le rasgaban la palma de las manos y el traje de Bjørn Borg. No había encontrado su ropa, ni los zapatos, supuso que ella lo había bajado todo a la primera planta, donde permaneció a la espera. Buscó otros zapatos, pero Gregor empezó a ladrar y se tuvo que largar tal como estaba, en pantalones y camisa. La lluvia le caía en los ojos y parecía que las casas, los manzanos y los arbustos flotasen nadando delante de él. Otro jardín surgía de la oscuridad. Asumió el riesgo de saltar la valla, pero perdió el equilibrio. Una carrera bajo los efectos del alcohol. Se dio en la cara contra un césped bien cuidado. Se quedó tumbado y alerta.

Le pareció oír ladridos de varios perros. ¿Habría llegado la unidad canina Victor? ¿Tan rápido? Seguro que Waaler los tenía preparados y a la espera. Harry se levantó y miró a su alrededor. Estaba en la cima de la colina que se había fijado como objetivo.

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