Incluso llegó a querer a Arne Albu. Y yo que creía que él no era más que un idiota al que le sacaba el dinero para comprar droga a precio de mercado y librarse de mí por un tiempo.
Pero la llamé una noche de mayo. Acababa de cumplir tres meses de condena por unas pequeñeces, y Anna y yo llevábamos mucho tiempo sin hablar. Le dije que teníamos que celebrar que había conseguido la mercancía más pura del mundo directamente desde Chang Rai. Enseguida le noté en la voz que algo iba mal. Dijo que lo había dejado. Le pregunté si se refería a la droga o a mí, y ella me contestó que las dos cosas. Es que había empezado esa obra de arte por la que se la recordaría, dijo, y para eso necesitaba concentración total.
Como sabes, era una gitana muy tozuda cuando se le metía algo en la cabeza, así que me apuesto lo que sea a que tampoco encontrasteis droga en las muestras de sangre que le tomasteis. ¿Verdad?
Y luego me habló de ese tío. Arne Albu. Que llevaban un tiempo saliendo y querían vivir juntos. Sólo que, antes, él tenía que arreglar las cosas con su mujer. ¿Te suena eso, Harry? Bueno, a mí también.
¿No es extraño lo lúcidos que podemos llegar a ser cuando el mundo se hunde a nuestro alrededor? Sabía qué tenía que hacer incluso antes de colgar. Venganza. ¿Primitivo? En absoluto. La venganza es el reflejo del ser humano pensante, una compleja constelación de acción y reacción que ninguna otra especie animal ha conseguido desarrollar hasta ahora. Desde el punto de vista de la evolución, el recurso de la venganza se ha revelado tan eficaz que sólo los más vengativos de nosotros han logrado sobrevivir. Vengarse o morir. Parece el título de una película del Oeste, de acuerdo, pero recuerda que es esta lógica de la venganza la que ha creado el Estado de Derecho. La promesa permanente del ojo por ojo, de que el pecador arderá en el infierno o, al menos, colgará en la horca. Sencillamente, la venganza forma los cimientos de la civilización, Harry.
Así que aquella misma noche me senté y empecé a trabajar en el plan.
Un plan sencillo.
Encargué a Trionor unas llaves para el apartamento de Anna. Cómo lo hice, no te lo contaré. Cuando tú saliste de su apartamento, yo abrí la puerta con la llave. Anna ya se había acostado. Ella, yo y una Beretta M92 tuvimos una larga y convincente charla. Le pedí que sacara algo que le hubiera regalado Arne Albu, una postal, una carta, una tarjeta de visita, lo que fuera. El plan era colocarlo sobre ella para ayudaros a relacionarlo con el asesinato. Pero lo único que tenía era la foto que ella había sacado de un álbum y en la que aparecía su familia delante de la cabaña. Supe que sería demasiado críptico, que necesitaríais más ayuda. Así que se me ocurrió una idea. La señora Beretta la convenció para que dijera cómo podría entrar en la cabaña de Albu, que la llave estaba en el farol de la entrada.
Después de haberle pegado el tiro, algo que no te voy a relatar en detalle porque sería un anticlímax decepcionante (no expresó miedo ni remordimiento), metí la foto en su zapato y me fui directo a Larkollen. Dejé, como seguramente habrás adivinado, la llave de repuesto del apartamento de Anna en la cabaña. Pensé en pegarla dentro de la cisterna del baño, es mi sitio favorito, es ahí donde Michael esconde una pistola en El padrino I. Pero probablemente no habrías tenido suficiente imaginación para buscar ahí y, además, no tenía sentido. Así que la dejé en el cajón de la mesilla de noche. Fácil, ¿no?
Con esto había montado el escenario, y tú y el resto de marionetas podíais ejecutar vuestra representación. Espero que no te molestase que te facilitara algunas pistas, el coeficiente intelectual que tenéis los policías no es precisamente alarmante. De elevado, quiero decir.
Me despido ya de ti. Te agradezco la compañía y la ayuda; ha sido un placer colaborar contigo, Harry.
S#MN
Pluvianus Aegyptius
Había un coche de policía aparcado justo delante de la puerta del edificio, y otro cruzado en la calle Sofie, cerca de la calle Dovre.
Tom Waaler había ordenado por el walkie-talkie que nada de sirenas ni de girofaros.
Comprobó por el walkie-talkie que todos estaban en sus puestos y recibió a su pregunta confirmaciones breves y roncas. La información de Ivarsson de que la hoja azul, la resolución de detención con autorización de registro domiciliario, estaba en camino, había llegado hacía exactamente cuarenta minutos. Waaler comunicó con claridad que no necesitaban la intervención del grupo Delta, quería encargarse de la detención él mismo, y ya contaba con la gente que necesitaba. Ivarsson no le puso pegas.
Tom Waaler se frotaba las manos. En parte debido al gélido viento que bajaba soplando por la calle desde el Estadio de Bislett pero, sobre todo, de satisfacción. Las detenciones eran lo mejor del trabajo. Lo sabía desde pequeño cuando, las tardes otoñales, él y Joakim se apostaban al acecho en el manzanar de sus padres esperando a que los idiotas de los niños de los bloques fueran a robar manzanas. Y venían. Unos ocho o diez a la vez. Pero, independientemente del número, el pánico era total cuando él y Joakim encendían las linternas y les gritaban a través de sus megáfonos de fabricación casera. Siguiendo el mismo principio de los lobos cuando cazan renos, aislaban al más pequeño y débil. Mientras que a Tom le fascinaba la detención, la captura de la presa, a Joakim le gustaba más el momento del castigo.
Su creatividad en ese terreno llegaba tan lejos que, en ocasiones, Tom se vio obligado a detenerlo. No porque Tom sintiera pena por las víctimas, sino porque él, al contrario que Joakim, conseguía mantener la cabeza fría y sopesar las consecuencias. Tom pensaba a menudo que no fue casualidad que a Joakim le hubiese ido como le fue. Era ayudante del fiscal en el Juzgado de Oslo y le auguraban un brillante futuro.
Pero cuando se presentó al Cuerpo de Policía, Tom pensaba en el instante de la detención. Su padre quería que estudiase medicina o teología, como él. Tom sacaba las mejores notas del colegio de modo que, ¿por qué iba a hacerse policía? Es importante para la autoestima tener una buena formación, le dijo su padre y le comentó que su hermano mayor, que trabajaba en una ferretería vendiendo tornillos, odiaba a la gente porque se sentía inferior a los demás.
Tom escuchaba los consejos con aquella media sonrisa que sabía que su padre no soportaba. A él no le preocupaba la autoestima de Tom, sino lo que opinarían los vecinos y la familia si su único hijo sólo llegaba a ser policía. Su padre nunca comprendió que se podía odiar a la gente siendo mejor que los demás. Porque él era mejor.
Miró el reloj. Las seis y trece minutos. Llamó a uno de los timbres del primer piso.
– ¿Hola? -dijo una voz de mujer.
– Es la policía -dijo Waaler-. ¿Puedes abrir?
– ¿Cómo sé que eres policía?
Una tía pakistaní, pensó Waaler, antes de pedirle que se asomase por la ventana para ver los coches de policía. La cerradura de la puerta zumbó.
– Quédate en casa -espetó Waaler al portero automático.
Waaler apostó a un hombre en el patio interior, junto a la escalera de incendios. Cuando consultó los planos del edificio por intranet, memorizó la ubicación del apartamento de Harry y vio que no había escalera trasera de la que preocuparse.
Armados con sendos MP3 colgados del hombro, Waaler y dos hombres subieron sigilosamente las desgastadas escaleras de madera. Waaler se detuvo en el tercero y señaló hacia la puerta que no tenía y que, en realidad, nunca había necesitado una placa con el nombre. Miró a los otros dos. Sus cajas torácicas ascendían y descendían bajo los uniformes, aunque no por el esfuerzo de haber subido las escaleras.
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