Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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A la joven se le desencajó la mandíbula inferior. Lo miró desvalida. Bingo.

Se sentaron en la cocina. Las paredes marrones estaban forradas de dibujos infantiles. Waaler suponía que era tía de muchísimos niños. Él tomaba notas mientras ella hablaba.

– Escuché un ruido en el pasillo y, cuando salí, había un hombre acurrucado en el rellano, delante de mi puerta. Era obvio que se había caído, así que le pregunté si necesitaba ayuda, pero no obtuve ninguna respuesta coherente. Subí y llamé a la puerta de Anna Bethsen, pero tampoco allí me contestaron. Cuando bajé, le ayudé a levantarse. Todo lo que llevaba en los bolsillos se había esparcido por el suelo. Encontré la cartera y una tarjeta de crédito con su nombre y dirección. Luego le ayudé a salir a la calle, paré un taxi que pasaba y le di la dirección al taxista. Eso es todo lo que sé.

– ¿Y está segura de que es la misma persona que vino a verla más tarde, es decir, Harry Hole?

Ella tragó saliva e hizo un gesto afirmativo.

– Esto va muy bien, Astrid. ¿Cómo sabías que él había estado en casa de Anna?

– Lo oí llegar.

– ¿Lo oíste llegar, y oíste que entró en casa de Anna?

– Mi cuarto de trabajo da al pasillo. Se oye todo.

– ¿Oíste a alguien más entrar y salir de la casa de Anna?

Ella titubeó.

– Me pareció oír que alguien subía de puntillas la escalera justo después de que el policía se hubiera marchado, pero me pareció una mujer. Tacones altos, ya sabes. Hacen un ruido diferente. Pero creo que era la señora Gundersen, la vecina del cuarto.

– ¿Ah, sí?

– Suele andar de puntillas cuando vuelve de tomarse un par de copas en el Gamle Major.

– ¿Oíste algún disparo?

Astrid negó con la cabeza.

– Hay una buena insonorización entre los pisos.

– ¿Te acuerdas del número del taxi?

– No.

– ¿Qué hora era cuando oíste el ruido en el pasillo?

– Las once y cuarto.

– ¿Estás completamente segura, Astrid?

Ella afirmó con la cabeza y respiró hondo.

A Waaler le sorprendió la repentina firmeza de su voz cuando dijo: «Fue él quien la mató».

Él notó que se le aceleraba el pulso. Un poco.

– ¿Qué te hace decir eso, Astrid?

– Comprendí que algo no cuadraba cuando oí que, supuestamente, Anna se había suicidado esa noche. Ese hombre totalmente borracho, tirado en la escalera, y luego ella, que no contestó cuando llamé al timbre… ¿sabes? Pensé en llamar a la policía, pero entonces él volvió… -Miró a Tom Waaler como si estuviera ahogándose y él fuera su socorrista-. Lo primero que me preguntó fue si lo reconocía. Y entendí lo que quería decir; ya sabes.

– ¿Qué quiso decir, Astrid?

Su voz subió media octava.

– ¿Un asesino que pregunta a la única testigo si lo reconoce? ¿Tu qué crees? Naturalmente, había venido para advertirme de lo que pagaría si lo delataba. Hice lo que él quería, le dije que no lo había visto en mi vida.

– Pero ¿dijiste que volvió otra vez para preguntarte sobre Arne Albu?

– Sí, quería que yo inculpara a otro. Tienes que entender que tenía mucho miedo. Me hice la tonta y le seguí el juego…

Waaler notó que se le tensaban las cuerdas vocales por el llanto.

– Pero, ahora, ¿estarías dispuesta a hablar de esto? ¿También ante un tribunal, bajo juramento?

– Sí, si tú… si sé que no me pasará nada.

Desde otra habitación se oyó el pequeño clic de la recepción de un correo electrónico. Waaler miró el reloj. Las cuatro y media. Había que actuar deprisa, preferiblemente aquella misma noche.

Harry entró en su apartamento a las cinco menos veinte y, en ese mismo instante, cayó en la cuenta de que había olvidado su cita con Halvorsen para ir en bicicleta. Se quitó los zapatos, entró en el salón y pulsó el botón play del contestador, que parpadeaba. Era Rakel.

– Dictarán sentencia el miércoles. He reservado billetes para el jueves. Llegaremos a Gardermoen a las once. Oleg pregunta si vendrás a recogernos.

A nosotros. Ella le dijo que la sentencia sería firme de inmediato. Si perdían, no habría ningún nosotros a quien recoger, sólo a una persona, que lo habría perdido todo.

No dejó ningún número al que llamarla para comunicarle que todo había acabado y que ya no había nada que temer. Dejó escapar un suspiro y se hundió en el sillón de orejas de color verde. Cerró los ojos y allí estaba ella. Rakel. La blanca sábana, tan fría que quemaba en la piel; las cortinas, que apenas se agitaban ante la ventana abierta, dejaron pasar un rayo de luna que alcanzó su brazo desnudo. Pasó las yemas de los dedos con sumo cuidado sobre sus ojos, sus manos, los hombros estrechos, el largo y esbelto cuello, las piernas entrelazadas a las suyas. Sentía aquella respiración tranquila y cálida contra el hueco de su cuello, oía la respiración de ella dormida que, casi imperceptiblemente, cambiaba de ritmo con sus exquisitas caricias en la región lumbar. Las caderas de Harry empezaron a moverse, también imperceptibles, como si sólo hubiera estado aletargado, esperando.

A las cinco, Rune Ivarsson levantó el auricular del teléfono de su casa en Østerås con la intención de decirle a quien llamaba que la familia acababa de sentarse a la mesa y que, en aquella casa, la cena era sagrada, así que, por favor, tuviera la amabilidad de llamar más tarde.

– Siento molestarte, Ivarsson. Soy Tom Waaler.

– Hola, Tom -respondió Ivarsson con una patata a medio masticar en la boca.

– Escucha… Necesito una orden de arresto contra Harry Hole. Con orden de registro domiciliario de su apartamento. Y cinco personas para llevar a cabo el registro. Tengo razones para pensar que Hole está implicado en un caso de asesinato de una forma muy poco conveniente.

A Ivarsson se le atragantó la patata.

– Es urgente -dijo Waaler-. El riesgo de destrucción de pruebas es enorme.

– Bjarne Møller… -fue todo lo que alcanzó a decir Ivarsson en pleno ataque de tos.

– Sí, sé que es cosa de Bjarne Møller -dijo Waaler-. Pero supongo que estarás de acuerdo conmigo en que él no es competente en este caso. Él y Harry llevan diez años trabajando juntos.

– Algo de eso hay. Pero nos llegó otro caso al final del día, así que mis hombres están ocupados.

– Rune… -se oyó decir a la esposa de Ivarsson.

Él prefería no irritarla, había llegado a casa veinte minutos tarde, debido a la celebración con champán y a la alarma por el atraco a la sucursal del banco DnB, en la calle Grensen.

– Te volveré a llamar, Waaler. Voy a hablar con el fiscal, a ver qué puedo hacer -carraspeó y añadió en un tono lo bastante elevado para asegurarse de que lo oyera su esposa-. Después de cenar.

Unos tremendos golpes en la puerta despertaron a Harry. Su cerebro llegó automáticamente a la conclusión de que aquellos golpes provenían de alguien que ya llevaba algún tiempo llamando y de que ese alguien tenía la seguridad de que Harry estaba en casa. Miró el reloj. Las seis menos cinco. Había soñado con Rakel. Se estiró y se levantó del sillón de orejas.

Volvieron a golpear la puerta.

– Sí, sí -gritó Harry de camino a la puerta.

Vio la silueta de una persona a través de cristal esmerilado de la puerta. Pensó que tal vez fuera un vecino, puesto que nadie había llamado al portero automático.

Ya tenía la mano en el pomo cuando se dio cuenta de que vacilaba. Unos pinchazos en la nuca. Una mancha flotando delante del ojo. El pulso algo acelerado. Tonterías. Giró el pomo y abrió la puerta.

Era Ali, con el ceño fruncido.

– Prometiste que hoy recogerías el trastero del sótano -protestó.

Harry se dio en la frente con la palma de la mano.

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