David Hasselhoff
La luz de la mañana formaba una blanca columna que, surgida a través de una grieta entre las nubes, formaba lo que Tom Waaler llamaba un «haz de Cristo» sobre el fiordo. En casa tenían varias fotografías de ese fenómeno. Pasó por encima de las cintas de plástico que impedían el acceso al lugar del crimen. Quienes lo conocían habrían dicho que formaba parte de su naturaleza saltar por encima, en lugar de agacharse y pasar por debajo. Tenían razón en lo primero, pero no en lo segundo. Tom Waaler no sabía de nadie que lo conociera. Y él quería que siguiera siendo así.
Levantó una pequeña cámara digital hasta la altura del cristal azul metálico de las gafas de sol estilo Police, idénticas a las otras doce que tenía en casa, pago de un cliente agradecido por un servicio prestado. Igual que la cámara. El encuadre de la imagen captó el agujero que horadaba el suelo y el cadáver que yacía al lado. Vestía un pantalón negro y una camisa que fue blanca en su día, pero que el lodo y la arena habían vuelto de color marrón.
– ¿Otra foto para tu colección privada? -preguntó Weber.
– Éste es nuevo -dijo Waaler sin levantar la vista-. Me gustan los asesinatos imaginativos. ¿Habéis identificado a este hombre?
– Arne Albu. Cuarenta y dos años. Casado. Tres hijos. Al parecer, tiene dinero. Es dueño de una cabaña que está aquí detrás.
– ¿Alguien ha visto u oído algo?
– Están haciendo una ronda por el vecindario en este momento. Pero ya ves lo solitario que es esto.
– ¿Alguien de ese hotel, quizás?
Waaler señaló un gran edificio de madera y de color amarillo que se veía al final de la playa.
– Lo dudo -dijo Weber-. No hay gente en esta época del año.
– ¿Quién encontró al tipo?
– Llamada anónima desde una cabina de Moss. A la policía de Moss.
– ¿El asesino?
– No lo creo. Contó que vio dos piernas sobresaliendo del agua mientras paseaba con su perro.
– ¿Grabaron la conversación?
Weber negó con la cabeza.
– No llamó al número de emergencias.
– ¿Qué pensáis de esto?
Waaler señaló hacia el cadáver.
– Los forenses emitirán su informe, pero yo diría que lo enterraron vivo. Ningún signo externo de violencia en el cuerpo, pero presenta sangre en boca y nariz y rotura capilar ocular, y todo ello indica gran acumulación de sangre en la cabeza. Además hemos encontrado arena en el interior de la garganta, lo que indica que aún respiraba cuando lo enterraron.
– Comprendo. ¿Algo más?
– Al perro lo encontramos atado fuera de la cabaña. Un rottweiler grande y horroroso que se hallaba en un buen estado sorprendente. La puerta de entrada no estaba cerrada. Ni rastro de enfrentamiento tampoco dentro de la cabaña.
– En otras palabras, entraron tranquilamente, lo amenazaron con un arma, amarraron al perro, cavaron un agujero y le pidieron, por favor, que se metiera dentro.
– Si fueron varios.
– Un rottweiler grande, un hoyo de metro y medio de profundidad. Creo que podemos asegurar que eran varios, Weber.
Weber no respondió. Nunca había tenido nada en contra de trabajar con Waaler. El tipo tenía un talento especial para investigar; los resultados que obtenía hablaban por sí solos. Pero eso no significaba que a Weber le gustase. Sin embargo, no sería correcto afirmar que le disgustaba. Era otra cosa, algo que, después de un rato, le hacía pensar en esos pasatiempos gráficos titulados «Encuentre-los-siete-errores», donde no consigues decir exactamente qué es pero hay algo que te incomoda. Le incomodaba, ésa era la palabra.
Waaler estaba en cuclillas junto al cadáver. Sabía que él no le gustaba a Weber. Pero daba igual. Weber era un viejo policía de la científica que no aspiraba a llegar a ninguna parte y del que no cabía pensar que pudiera influir en la carrera de Waaler, ni en su vida en general. Era una persona a la que no tenía que gustar.
– ¿Quién lo ha identificado?
– Uno de los lugareños vino a echar un vistazo -respondió Weber-. El dueño de la tienda de ultramarinos lo reconoció. Contactamos con su esposa, que está en Oslo, y la trajimos aquí. Ella confirmó que se trata de Arne Albu.
– ¿Y dónde está ahora la mujer?
– En la cabaña.
– ¿Ha hablado alguien con ella?
Weber se encogió de hombros.
– Me gustaría ser el primero -dijo Waaler inclinándose hacia delante y sacando un primer plano del rostro del cadáver.
– El caso lo lleva la comisaría de Moss. Sólo nos han llamado para que les ayudemos un poco.
– Pero nosotros tenemos experiencia -objetó Waaler-. ¿Alguien se lo ha explicado a los camperos con una pizca de educación?
– En realidad, algunos de nosotros ya hemos investigado asesinatos con anterioridad -resonó una voz tras ellos.
Waaler vio a un hombre sonriente con la chaqueta negra de cuero de la policía y una estrella en los galones, ribeteados con hilo dorado.
– No hard feelings -replicó el comisario riendo-. Soy Paul Sørensen. Tú debes de ser el comisario Waaler.
Waaler asintió con reserva e ignoró el amago que hizo Sørensen de estrecharle la mano. No le gustaba el contacto físico con hombres desconocidos. Ni tampoco con los conocidos, por cierto. Con las mujeres, en cambio, era otra cosa. Al menos, mientras él llevaba la batuta. Y la llevaba siempre.
– Nunca antes habíais investigado algo como esto, Sørensen -observó Waaler y levantó los párpados del cadáver, dejando al descubierto un par de globos oculares inyectados en sangre-. Esto no es un navajazo en el baile del pueblo, ni el disparo fortuito de un borracho. Por eso nos habéis llamado, ¿no?
– Así es, no parece algo de este pueblo -convino Sørensen.
– Entonces, propongo que tú y tus chicos os quedéis completamente quietos y vigiléis. Yo iré a hablar con la esposa del fiambre.
Sørensen se rió como si Waaler hubiera contado un buen chiste, pero se calló al ver que el comisario enarcaba las cejas por encima de las gafas de sol estilo Police. Tom Waaler se levantó y echó a andar hacia las cintas policiales. Contó lentamente hasta tres, y gritó sin girarse:
– ¡Y mueve ese coche policial que veo que habéis aparcado en la rotonda, Sørensen! Nuestros técnicos están buscando huellas de las ruedas de un asesino. Gracias por adelantado.
No necesitaba girarse para saber que había borrado la bobalicona sonrisa de la cara de Sørensen. Y que la escena del crimen acababa de quedar bajo la responsabilidad de la comisaría de Oslo.
– ¿Señora Albu? -preguntó Waaler al entrar en el salón.
Estaba decidido a acabar con aquello enseguida. Tenía una cita para almorzar con una chica que prometía, y no pensaba faltar.
Vigdis Albu levantó la cabeza del álbum de fotos que estaba hojeando.
– ¿Sí?
A Waaler le gustó lo que vio. Un cuerpo muy cuidado, la forma en que estaba sentada, consciente de sí misma, colocada como una Dorthe Skappel cualquiera y con el tercer botón de la blusa desabrochado. Y le gustó lo que oyó. Una voz suave, perfecta para las palabras especiales que le gustaba hacer decir a las mujeres. Y le gustó la boca de la que ya abrigaba la esperanza de oír esas palabras.
– Comisario Tom Waaler -se presentó antes de sentarse frente a ella-. Entiendo la impresión que te habrá causado. Y, aunque parezca una frase hecha y probablemente no signifique nada para ti en estos momentos, sólo quiero presentarte mis condolencias. Yo también he perdido a una persona muy querida.
Esperó. Al final ella tuvo que levantar la vista y él consiguió interceptar su mirada que descubrió velada por el llanto, pensó Waaler al principio. Hasta que no le contestó, no se dio cuenta de que estaba borracha.
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