– ¿Me recuerdas? -le susurró cuando estuvo tan cerca que podía sentir el aliento del perro.
La cadena vibraba tensa detrás de Gregor. Harry se puso en cuclillas y, para su sorpresa, los ladridos se apaciguaron. Debía de llevar tiempo ladrando, a juzgar por lo ronco que sonaba. Gregor estiró las patas delanteras, bajó la cabeza y dejó de ladrar. Harry llamó a la puerta. Estaba cerrada. Acercó el oído. Le pareció oír voces dentro. Había luz en el salón.
– ¿Arne Albu?
No obtuvo respuesta.
Harry esperó y volvió a probar suerte.
La llave no estaba en el farol, así que cogió una buena piedra, trepó por la barandilla de la terraza, rompió el cristal de uno de los pequeños vanos de la puerta, metió la mano y abrió.
No había signos de lucha en el salón. Sólo de una salida precipitada. Vio sobre la mesa un libro abierto. Harry lo cogió para mirarlo. Macbeth, de Shakespeare. Con una pluma y tinta de color azul habían marcado una línea del texto. «No tengo palabras; mi voz está en mi espada…» Miró a su alrededor pero no vio pluma alguna.
Sólo la cama de la habitación más pequeña parecía usada. En la mesilla de noche había un ejemplar de la revista Vi Menn.
De la cocina se oía el leve murmullo de una pequeña radio mal sintonizada en la emisora P4. Harry la apagó. En la encimera había un entrecot ya descongelado, y tallos de brécol todavía envueltos en el plástico. Harry se llevó el entrecot y se dirigió al recibidor. Algo rascaba la puerta. Harry abrió. Unos dóciles ojos castaños de perro lo miraban atentos. O, mejor dicho, miraban el entrecot, que apenas llegó a aterrizar en la escalera con un chasquido húmedo antes de ser devorado.
Harry observó al perro hambriento mientras se preguntaba qué hacer. Si es que había algo que hacer. Arne Albu no leía a William Shakespeare, de eso estaba seguro.
Cuando desapareció el último resto de carne, Gregor empezó a ladrar en dirección a la calle con renovadas fuerzas. Harry se encaminó a la barandilla, soltó la cadena y a duras penas logró mantenerse de pie sobre el suelo mojado cuando Gregor intentó soltarse. El perro lo llevó a rastras por el camino, cruzó la carretera y bajó la empinada cuesta desde donde Harry vislumbró olas negras rompiendo contra el monte pelado que se veía blanco bajo una luna en cuarto creciente. Atravesaron altas hierbas empapadas que se adherían a las pantorrillas de Harry como si quisieran retenerlas, pero Gregor no se detuvo hasta que se oyó el crujir de los guijarros bajo las Martens de Harry. La corta cola del animal se quedó tensa. Estaban en la playa. Había marea alta. Las olas llegaban casi hasta la enhiesta hierba y el rumor del mar sonaba como si la espuma blanca que se quedaba en la arena al retirarse el agua fuese cargada de anhídrido carbónico. Gregor volvió a ladrar con fuerza.
– ¿Salió de aquí en barco? -preguntó Harry en parte a Gregor y en parte a sí mismo-. ¿Solo o acompañado?
Nadie respondió. En cualquier caso, era evidente que allí las huellas terminaban pero, al tirar de la correa, el gran rottweiler no quiso moverse, de modo que Harry encendió la Maglite y la enfocó hacia el mar. No vio más que hileras blancas de olas como rayas de cocaína sobre un espejo negro. Obviamente, la profundidad era escasa muchos metros adentro. Harry tiró de la correa otra vez, pero entonces Gregor empezó a escarbar en la arena, entre aullidos de desesperación.
Harry suspiró, apagó la linterna y subió hasta la cabaña. Se preparó una taza de café en la cocina, mientras escuchaba los ladridos a lo lejos. Después de enjuagar la taza, regresó de nuevo a la playa, encontró en el árido monte una cavidad escondida, y se sentó allí. Encendió un cigarrillo e intentó pensar. Se ajustó un poco más el abrigo y cerró los ojos.
Una de las noches que pasaron en la cama de Anna, ella le dijo algo. Debió de ser hacia el final de aquellas seis semanas y él estaría más sobrio que de costumbre, porque lo recordaba. Ella fantaseó con que aquella cama era un barco y que ellos eran dos náufragos solitarios, que iban a la deriva y que tenían pánico de avistar tierra. ¿Fue eso lo que les ocurrió, que avistaron tierra? Él no lo recordaba así, más bien diría que él abandonó el barco saltando por la borda. Pero tal vez estaba equivocado.
Cerró los ojos e intentó recuperar su imagen. No la de cuando eran náufragos, sino la de la última vez que la vio. Cenaron. Evidentemente. Ella le sirvió… ¿vino? ¿Y él bebió? Evidentemente. Ella le volvió a llenar la copa. Él perdió la noción de las cosas. Se sirvió vino él mismo. Ella se rió de él. Lo besó. Bailó para él. Le susurró al oído las locuras de siempre. Cayó en la cama y soltó amarras. ¿De verdad fue tan fácil para ella? ¿Y para él?
No, no pudo ser así.
Pero Harry no lo sabía, claro. No podía negar rotundamente y con una sonrisa tonta en los labios que se hubiera acostado en una cama de la calle Sorgenfri porque se había reencontrado con una antigua amante, mientras Rakel, con el sueño perdido, miraba el techo de un hotel de Moscú porque podía perder a su hijo.
Harry se encogió de frío. El viento húmedo y helado lo traspasaba como un fantasma. Hasta ahora había podido mantener a raya aquellas reflexiones, pero en este momento se le agolparon en la mente. Ante la duda de si había sido o no capaz de engañar a quien más quería en la vida, ¿cómo podía estar seguro de nada de lo que hubiese hecho? Aune afirmaba que las intoxicaciones sólo refuerzan o debilitan lo que cada persona lleva dentro. Pero ¿quién sabía a ciencia cierta lo que él llevaba dentro? El ser humano no es un robot y la química del cerebro se transforma con el paso del tiempo. ¿Quién tiene un inventario completo de lo que puede llegar a hacer en un momento determinado y con la medicación incorrecta?
Harry tiritaba entre maldiciones. Ahora lo sabía. Sabía por qué necesitaba encontrar a Arne Albu y arrancarle una confesión antes de que otros lo silenciaran. No era porque llevase en la sangre su condición de policía ni porque el Estado de Derecho se hubiera convertido para él en una cuestión personal. Era porque necesitaba saber. Y Arne Albu era la única persona que podía contárselo.
Harry apretó los ojos mientras el viento silbaba débilmente contra el granito sobre el vaivén monótono y pausado de las olas.
Cuando volvió a abrir los ojos ya no estaba tan oscuro. El viento había barrido las nubes del cielo y las estrellas brillaban tenues sobre su cabeza. La luna se había desplazado. Harry miró el reloj. Llevaba allí casi una hora. Gregor, frenético, ladraba al mar. Harry se levantó entumecido y renqueó hasta donde estaba el perro. La fuerza gravitatoria de la luna actuaba en una nueva dirección, la marea había bajado y Harry descendió por lo que ahora se había convertido en una extensa playa de arena.
– Ven Gregor, aquí no hay nada.
Cuando quiso coger la correa, el perro resopló y Harry retrocedió automáticamente. Miró hacia el mar. La luz de la luna resplandecía en la noche, pero él vislumbró algo que no había visto cuando el agua estaba en su nivel más alto. Parecían los extremos de dos troncos de amarre que apenas sobresalían del agua. Harry avanzó hasta la orilla y encendió la linterna.
– Dios mío -susurró.
Gregor saltó al agua y Harry se adentró tras él. Los separaban unos diez metros de los troncos, pero el agua sólo le llegaba por la mitad de la pantorrilla. Miró hacia abajo, un par de zapatos. Italianos, hechos a mano. Harry dirigió la linterna hacia el agua, cuya luz se reflejó en unas piernas blancas y desnudas que sobresalían como dos lápidas macilentas.
El grito de Harry se lo llevó el viento y quedó ahogado de inmediato en el fragor de las olas. Pero la linterna, que él dejó caer y que el agua terminaría por apagar más tarde, estuvo unas veinticuatro horas más iluminando el fondo arenoso. Y, el verano siguiente, cuando el niño que la encontró se la llevó corriendo a su padre, la sal del mar había corroído la cubierta negra y nadie asoció la Mini Maglite con la noticia que apareció en los periódicos el año anterior sobre el grotesco descubrimiento de un cadáver, una noticia que, a aquellas alturas, al ardiente sol del estío, parecía infinitamente remoto.
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