– Yo no veo un asunto mío y otro tuyo, Raskol. Mi responsabilidad…
– Pero yo sí lo veo así, spiuni -lo interrumpió Raskol-. Y yo dirijo una organización bélica.
– Ya. ¿Y qué quieres decir exactamente con eso?
Raskol cerró los ojos.
– ¿Te he contado lo que ocurrió cuando el rey de Wu invitó a Sun Tzu a su corte para que enseñara a sus concubinas el arte de la guerra, spiuni?
– Pues no.
Raskol sonrió.
– Sun Tzu era un intelectual y empezó por explicar a las mujeres las órdenes de mando de forma detallada y pedagógica. Pero cuando sonaron los tambores, ellas no se pusieron a desfilar, tal como debían hacer, sino que rompieron a reír. «Si los oficiales no entienden la orden, la culpa es del general», declaró Sun Tzu y volvió a explicárselo todo desde el principio. Pero cuando les ordenó por segunda vez que desfilasen, se repitió la escena. «Si los oficiales no cumplen una orden que han entendido, la culpa es de los oficiales», dijo, y ordenó a dos de sus hombres que apartasen del grupo a las dos concubinas que había designado como oficiales. Fueron decapitadas ante la aterrada mirada de las demás mujeres. Cuando el rey se enteró de que habían ejecutado a sus dos concubinas favoritas, enfermó y tuvo que guardar cama durante varios días. Una vez repuesto, puso a Sun Tzu al mando de sus fuerzas armadas. -Raskol volvió a abrir los ojos-. ¿Qué nos enseña esta historia, spiuni?
Harry no contestó.
– Pues verás, nos enseña que en una organización bélica la lógica ha de ser total y la coherencia absoluta. Si cedes ante las consecuencias, te quedas con una corte de risueñas concubinas. Cuando viniste a pedir otras cuarenta mil coronas, te las di porque creí tu historia sobre la foto que hallaste en el zapato de Anna. Porque Anna era gitana. Cuando viajamos, los gitanos vamos dejando patrin en los cruces de los caminos. Un pañuelo rojo atado a una rama, un hueso con una muesca, cada indicio tiene un significado distinto. Una foto significa que alguien ha muerto. O va a morir. Tú no podías saber eso, así que me fié de que decías la verdad. -Raskol puso las manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba-. Pero el hombre que mató a la hija de mi hermano sigue libre, y cuando te miro ahora veo a una concubina china que se ríe, spiuni. Absolutamente consecuentes. Dime su nombre, spiuni.
Harry tomó aire. Dos palabras. Si delataba a Albu, ¿qué tipo de sentencia recibiría? ¿Asesinato involuntario sin premeditación y por celos? ¿Le caerían nueve años, quedaría libre después de seis? ¿Y las consecuencias para él? La investigación desvelaría necesariamente que él, como agente de policía, había ocultado la verdad para evitar que la sospecha recayera sobre él. Sería un claro ejemplo de lo que se llama tirar piedras contra el tejado propio. Arne Albu. Dos palabras. Cuatro sílabas. Y todos sus problemas quedarían resueltos. Y Albu sufriría las últimas consecuencias.
Harry contestó con un monosílabo.
Raskol asintió con la cabeza y miró a Harry con tristeza en los ojos.
– Temía que ésa fuera tu respuesta. Así que no me dejas alternativa, spiuni. ¿Te acuerdas de lo que te respondí cuando me preguntaste por qué me fiaba de ti?
Harry asintió con la cabeza.
– Todo el mundo tiene algo por lo que vivir, ¿no es verdad, spiuni? Algo que se le puede arrebatar. Bien, si te digo «316», ¿te suena?
Harry no contestó.
– Pues te diré que «316» es un número de habitación del hotel International de Moscú. La encargada de la planta donde está esa habitación se llama Olga. Se va a jubilar pronto y su mayor deseo es tomarse unas largas vacaciones a orillas del mar Negro. Dos escaleras y un ascensor dan acceso a la planta, aparte del ascensor del personal. La habitación tiene dos camas individuales.
Harry tragó saliva.
Raskol apoyó la frente en las manos entrelazadas.
– El pequeño duerme cerca de la ventana.
Harry se levantó, se dirigió hacia la puerta y le asestó un fuerte golpe, cuyo eco se propagó a lo largo del pasillo. Siguió golpeando hasta que oyó la llave en la cerradura.
Modo de vibración
– Sorry; he venido tan pronto como he podido -dijo Øystein antes de retirar el taxi del bordillo de la acera que discurría delante de Elmer Frukt & Tobakk.
– Bienvenido -dijo Harry, preguntándose si el autobús que venía por la derecha había entendido que Øystein no tenía intención de parar.
– ¿Dices que vamos a Slemdal? -preguntó Øystein sin hacerse eco de los airados toques de claxon del autobús.
– A Bjørnetråkket. ¿Sabes que ahí tenías un ceda el paso?
– He preferido no aprovecharlo.
Harry miró a su amigo. Tras las dos finísimas ranuras de los ojos vislumbró dos globos oculares inyectados en sangre.
– ¿Estás cansado?
– El jet-lag.
– La diferencia horaria con Egipto es de una hora, Øystein.
– Como mínimo…
Puesto que ni los amortiguadores del coche ni los muelles del asiento daban más de sí, Harry fue notando cada uno de los adoquines y de las juntas del asfalto mientras iban sorteando las curvas hasta el chalé de Albu, pero nada le preocupaba menos en aquellos momentos. Øystein le prestó su móvil, llamó al número del hotel International y le pusieron con la habitación 316. Oleg cogió el teléfono. Captó la alegría en su voz cuando el pequeño le preguntó dónde estaba.
– En un coche. ¿Dónde está mamá?
– Ha salido.
– Creía que no iba al juzgado hasta mañana.
– Tiene una reunión con todos los abogados en Kuznetski Most -le respondió Oleg en un tono precoz-. Volverá dentro de una hora.
– Escucha, Oleg, ¿puedes darle un recado a mamá? Dile que tenéis que cambiar de hotel. Inmediatamente.
– ¿Por qué?
– Porque… ya se lo diré yo. Tú díselo, ¿vale? Llamaré más tarde.
– De acuerdo.
– Buen chico. Tengo que irme.
– Oye…
– ¿Qué?
– Nada.
– Vale. No olvides decirle a mamá lo que te he dicho.
Øystein frenó y pegó el coche al bordillo de la acera.
– Espérame aquí -le pidió Harry antes de salir-. Si no he vuelto dentro de veinte minutos, llamas al número que te di de la Central de Operaciones. Y di que…
– «El comisario Hole, de la Brigada de Delitos Violentos quiere que venga una patrulla armada enseguida.» Sí, ya lo sé.
– Bien. Y si oyes disparos, llamas enseguida.
– Eso es. ¿De qué película me dijiste que era?
Harry miró hacia la casa. No se oían ladridos de perro. Un BMW azul oscuro pasó despacio y aparcó calle abajo; aparte de eso, reinaba la calma más absoluta.
– De casi todas.
Øystein sonrió.
– Guay. -De pronto, la preocupación afloró a su rostro y, con el ceño fruncido, añadió-: Porque es guay, ¿verdad? No sólo arriesgado a más no poder, ¿no?
Fue Vigdis Albu quien abrió la puerta. Llevaba una blusa blanca recién planchada y una falda corta, pero a juzgar por la hinchazón de sus ojos, se diría que acababa de levantarse.
– Llamé al trabajo de tu marido -comenzó Harry-. Me dijeron que hoy se había quedado en casa.
– Es posible -dijo ella-. Pero ya no vive aquí -se rió-. No pongas cara de sorprendido, comisario. Fuiste tú quien vino con la historia de esa… esa… -gesticuló como si buscase otra palabra pero se resignó con una sonrisa forzada, como si no existiera otra para nombrarla-: puta.
– ¿Puedo entrar, señora Albu?
Ella se encogió de hombros y los agitó como estremeciéndose.
– Llámame Vigdis o lo que sea, menos eso.
– Vigdis -dijo Harry haciendo una inclinación a modo de saludo-. ¿Puedo entrar ahora?
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