Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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– No, en realidad no.

27

Edvard Grieg

La casa de Lev estaba aislada al final de una calle sin salida. Era, como la mayoría de las casas del vecindario, un edificio sencillo de ladrillo, con la salvedad de que la suya tenía cristales en las ventanas. Una farola solitaria arrojaba un dorado fulgor sobre un lugar en que una impresionante y variada fauna de insectos pugnaba por hacerse un hueco, mientras que los murciélagos entraban y salían raudos de la densa oscuridad.

– Parece que no hay nadie en casa -susurró Beate.

– A ver si lo que pasa es que ahorra electricidad -dijo Harry.

Se detuvieron ante una verja de hierro bastante oxidada.

– ¿Cómo lo hacemos? -preguntó Beate-. ¿Escalamos y llamas a la puerta?

– No. Tú conectas el móvil y te quedas esperando aquí. Cuando me veas debajo de la ventana, llamas a este número.

Le dio la página que había arrancado de su bloc de notas.

– ¿Para qué?

– Si oigo que suena un móvil dentro de la casa, es de suponer que Lev está dentro.

– De acuerdo. Y ¿cómo piensas detenerlo? ¿Con eso? -preguntó señalando la aparatosa cosa negra que Harry sostenía en la mano derecha.

– ¿Por qué no? -dijo Harry-. Funcionó con Roger Person.

– Él estaba en una habitación en penumbra y lo vio reflejado en un espejo de feria, Harry.

– Bueno. Como no nos dejan introducir armas en Brasil, hay que usar lo que se tiene.

– ¿Como un sedal amarrado a la cisterna del váter y un juguete?

– Pero no es un juguete cualquiera, Beate. Es un Namco G-Com 45 -dijo dando unas palmaditas a la gigantesca pistola de plástico.

– Por lo menos quítale la pegatina de Playstation -le advirtió Beate meneando la cabeza.

Harry se quitó los zapatos y corrió agazapado por el tramo de tierra seca y agrietada que antes le había parecido césped. Al llegar, se sentó bajo la ventana con la espalda pegada a la pared y le hizo a Beate una señal con la mano. No la veía, pero sabía que ella distinguía su figura recortada contra la pared blanca. Miró al cielo, estaba cuajado de estrellas. Segundos más tarde se oyeron tonos débiles, aunque nítidos, procedentes de un móvil en el interior de la casa. «En el salón del Rey de la Montaña.» Peer Gynt. En otras palabras, el hombre tenía sentido del humor.

Harry fijó la vista en una de las estrellas intentando eliminar de la cabeza cualquier pensamiento que no guardara relación con lo que iba a hacer ahora. No lo logró. Aune le dijo una vez que, si sabemos que sólo en nuestra galaxia hay más soles que granos de arena en una playa mediana, ¿por qué no nos preguntamos si hay vida ahí fuera? Deberíamos preguntarnos qué posibilidades hay de que todos tengan buenas intenciones antes de plantearnos si vale la pena arriesgarse a establecer contacto con ellos. Harry apretó la mano contra la pistola. Era la misma pregunta que él se hacía ahora.

El teléfono dejó de emitir la música de Grieg. Harry esperó. Tomó aire, se levantó y avanzó de puntillas hasta la puerta. Escuchó con atención, pero sólo se oían los grillos. Posó la mano con sumo cuidado en el pomo de la puerta, que imaginaba cerrada.

No lo estaba.

Maldijo en voz baja. Si estuviera cerrada, y eso los privara del factor sorpresa, había decidido de antemano que esperarían al día siguiente para comprar algo de «metal» antes de volver. Dudaba que fuera complicado comprar dos armas cortas decentes en un lugar como aquél. Pero también tenía la sensación de que no tardarían en informar a Lev de los acontecimientos del día, de modo que Beate y él no disponían de mucho tiempo.

Harry dio un respingo al sentir un dolor en la planta del pie derecho. Retiró automáticamente el pie y miró debajo. A la escasa luz de las estrellas consiguió vislumbrar una raya negra en la pared blanca. La raya partía de la puerta, atravesaba el escalón donde había tenido el pie, y seguía bajando los peldaños hasta perderse de vista. Sacó una linterna Mini Maglite del bolsillo y la encendió. Eran hormigas. Hormigas grandes y rojizas, semitransparentes, que desfilaban en dos columnas, una que bajaba la escalera y otra que se adentraba por debajo de la puerta. Se trataba, obviamente, de otra variedad de las familiares hormigas negras de jardín. Era imposible ver qué transportaban pero, por lo que Harry sabía de hormigas, rojas o no, algo sería.

Harry apagó la linterna. Meditó. Y se fue. Bajó la escalera y avanzó hacia la verja. A medio camino se detuvo, se dio la vuelta y echó a correr. La sencilla puerta de madera medio corroída se salió de sus goznes al recibir los noventa y cinco kilos de Hole, a algo menos de treinta kilómetros por hora. Junto con los restos de la puerta, cayó al suelo de cemento sobre uno de los codos y el dolor le subió por el brazo hasta la nuca. Permaneció tumbado en la oscuridad esperando el claro chasquido del percutor del arma pero, como no se producía, se levantó y volvió a encender la linterna. Siguió los brillantes cuerpos de las hormigas sobre una alfombra mugrienta hasta la siguiente habitación, donde la fila giraba bruscamente a la izquierda y seguía subiendo por la pared. El cono de luz captó el borde de una ilustración del Kama Sutra en su ascenso. La caravana de hormigas giraba y seguía por el techo. Harry miró hacia arriba. La nuca le dolía más que nunca. Ahora estaban justo sobre él. Tuvo que volverse. El cono de luz se movió un poco antes de encontrar de nuevo a las hormigas. ¿Era ése realmente el camino más corto hasta donde querían llegar? Harry no tuvo tiempo de pensar en otra cosa antes de encontrarse cara a cara con Lev Grette. Su cuerpo estaba a más altura que Harry, que soltó la linterna y retrocedió. Y aunque el cerebro le decía que ya era demasiado tarde, las manos, con una mezcla de horror y desvarío, buscaron un Namco G-Com 45 que agarrar.

28

Lava pés

Beate no soportó el hedor más de un par de minutos, transcurridos los cuales se vio obligada a salir de allí corriendo. Harry la encontró doblada en la oscuridad cuando llegó caminando despacio por la parte trasera. Se sentó en un peldaño de la escalera y encendió un cigarrillo.

– ¿No notaste el olor? -se lamentó Beate mientras, le caía saliva de la boca y la nariz.

– Disosmia -respondió Harry escrutando el ascua del cigarrillo-. Pérdida parcial del olfato. Hay algunas cosas que ya no puedo olerlas. Aune dice que es porque he olido demasiados cadáveres. Traumas emocionales y esas cosas.

Beate vomitaba.

– Lo siento -volvió a gimotear-. Fueron las hormigas. Es decir, ¿por qué esos asquerosos bichos utilizan precisamente las fosas nasales como una especie de autovía de dos carriles?

– Bueno. Si insistes te puedo contar dónde se encuentran las partes más ricas en proteínas del cuerpo humano.

– ¡No, gracias!

– Perdón. -Harry tiró el cigarrillo al árido suelo-. Lo hiciste muy bien ahí dentro, Lønn. No es lo mismo que en un vídeo.

Se levantó y entró de nuevo.

Lev Grette colgaba de un trozo corto de cuerda sujeta al gancho de la lámpara. Flotaba a más de medio metro por encima del suelo y la silla estaba volcada, por eso ahora las moscas tenían el monopolio del cadáver junto con las hormigas amarillas que seguían desfilando arriba y abajo por la cuerda.

Beate había encontrado el móvil con el cargador en el suelo, al lado del sofá, y dijo que averiguaría cuándo había mantenido la última conversación. Harry se fue a la cocina y encendió la luz. En la encimera, sobre un papel de tamaño A4, había una cucaracha de color azul metálico que agitó las antenas antes de emprender una rápida retirada de vuelta a los fogones. Harry levantó la hoja. Estaba escrita a mano. Había leído todo tipo de notas de suicidas y sólo una minoría tenía cierta calidad literaria. Las célebres últimas palabras solían consistir en rumores confusos, llamadas desesperadas de socorro o instrucciones prosaicas sobre quién heredaría la tostadora y el cortacésped. Una de las más sensatas, en su opinión, fue la del agricultor de Maridalen que había dejado escrito con tiza en la pared: «Aquí dentro hay colgado un hombre muerto. Por favor, llame a la policía. Lo siento». De ahí que la carta de Lev Grette se le antojase, si no única, sí poco habitual.

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