Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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– Ya. ¿A qué se debe que haya tan poca gente aquí, señora? -preguntó Harry.

Ella sonrió y señaló hacia el mar.

Allí estaban. En la ardiente arena que se extendía en ambas direcciones hasta donde permitía ver la calina. Se veía a gente tomando el sol en lit de parade, vendedores ambulantes que se pateaban la playa vencidos por el peso de sus neveras portátiles y de sacos cargados de fruta, camareros sonrientes de bares provisionales por cuyos altavoces, instalados bajo techumbres de paja, resonaba la samba sin cesar, surfistas enfundados en trajes amarillos del equipo nacional y con los labios blancos por el óxido de zinc. Y también a dos personas que caminaban hacia el sur con los zapatos en la mano. Una con pantalón corto, un pequeño top y un sombrero de paja del hotel, la otra aún con la cabeza descubierta y un traje de lino arrugado.

– ¿Dijo trece kilómetros? -preguntó Harry apartando entre resoplidos las gotas de sudor que le caían por la punta de la nariz.

– Se hará de noche antes de que estemos de vuelta -dijo Beate señalando con la mano-. Mira, todos los demás ya vuelven.

Una negra línea se dibujaba a lo largo de la playa, una procesión aparentemente interminable de gente que regresaba a casa de espaldas al sol de la tarde.

– Ni que lo hubiésemos contratado de antemano -dijo Harry poniéndose bien las gafas de sol-. Una rueda de reconocimiento de todo D'Ajuda. Hay que abrir los ojos: si no vemos a Muhammed, puede que tengamos suerte y nos topemos con el mismísimo Lev.

Beate sonrió.

– Apuesto un billete de cien.

Las caras pasaban reverberando veloces en medio del calor. Negras, blancas, jóvenes, viejas, guapas, feas, impasibles, sobrias, sonrientes, desconfiadas. Desaparecieron los bares y los puntos de alquiler de tablas de surf y sólo quedaron ante sus ojos mar y arena a la izquierda y una densa vegetación selvática a la derecha. También había aquí y allá algún grupo de gente del que emanaba el inconfundible olor de la marihuana.

– He reflexionado algo más acerca de las distancias de intimidad y de esa teoría nuestra sobre las relaciones personales -dijo Harry-. ¿Crees que Lev y Stine Grette se conocían más que como cuñados?

– ¿Sugieres que ella participó en la planificación y luego él le pegó un tiro para eliminar pistas? -Beate entrecerró los ojos por la intensa luz del sol-. Bueno, ¿por qué no?

Aunque eran más de las cuatro, el calor no había disminuido de forma sensible. Se calzaron para pasar por unas rocas, al otro lado de las cuales Harry encontró una rama gruesa y seca arrastrada hasta allí por el mar. Enterró la rama en la arena y sacó el pasaporte y la cartera de la chaqueta antes de colgarla en el improvisado perchero. Ya avistaban Trancoso en la distancia cuando pasó un hombre al que, según dijo Beate, ella había visto en algún vídeo. En un principio, Harry creyó que se refería a algún actor más o menos conocido pero ella le dijo que se llamaba Roger Person y que, aparte de varias condenas por tráfico de estupefacientes, había cumplido condena por un atraco en Gamlebyen y Veitvet, y se sospechaba que era el responsable del atraco a la oficina de correos de Ullevål.

Fred se había tomado tres caipirinhas en el restaurante de la playa de Trancoso, pero seguía pensando que era estúpido recorrer trece kilómetros sólo para, como dijo Roger, «airear la piel antes de que se viese afectada por los hongos domésticos, como todo lo demás».

– Lo que pasa es que, con esas pastillas nuevas, no eres capaz de estarte quieto -le reprochó Fred a su amigo, que lo precedía en la marcha a paso ligero y levantando mucho las rodillas.

– ¿Y qué? -atajó Roger-. Te vendrá bien quemar algunas calorías antes de volver al bufete sueco del mar del Norte. Mejor me cuentas lo que dijo Muhammed por teléfono sobre los dos policías.

Fred suspiró e intentó recordarlo en su limitada memoria.

– Habló de una tía pequeña y tan pálida que era casi transparente. Y un alemán enorme con nariz de bebedor.

– ¿Alemán?

– Muhammed cree que sí. Puede que sea ruso. O un indio inca o…

– Muy divertido. ¿Estaba seguro de que era un madero?

– ¿Qué quieres decir?

Fred estuvo a punto de chocar con Roger, que se había parado en seco.

– Como mínimo no me gusta -dijo Roger-. Por lo que yo sé, Lev no ha atracado bancos en ningún sitio más que en Noruega. Y la policía noruega no viaja a Brasil para pescar a un miserable atracador de bancos. Seguramente, serán rusos. Mierda. En ese caso, sabemos quién los envía. Y, en ese caso, no buscan únicamente a Lev.

Fred suspiró.

– No empieces con el puto gitano otra vez, por favor.

– Tú crees que estoy paranoico, pero es el mismísimo diablo. No le cuesta ni una caloría cargarse a alguien que le haya timado una corona. Creí que ni siquiera se daría cuenta; sólo cogí un par de billetes de mil para gastos de una de las bolsas, ¿no? Pero es una cuestión de principios, ya sabes. Cuando eres jefe en esos ambientes, tienes que infundir respeto, si no…

– ¡Roger! Si me entran ganas de oír esa mierda mafiosa, prefiero alquilar un vídeo.

Roger no contestó.

– ¿Hola? ¿Roger?

– Cierra la boca -masculló Roger-. No te gires, sigue andando.

– ¿Qué?

– Si no estuvieras borracho como una cuba, habrías visto que acabamos de pasar junto a dos piezas, una transparente y otra con nariz de bebedor.

– ¿De verdad? -Fred se dio la vuelta-. Roger…

– ¿Qué?

– Creo que tienes razón. Han dado la vuelta.

Roger siguió caminando sin girarse.

– ¡Mierdamierdamierda!

– ¿Qué hacemos?

Fred se giró al no obtener respuesta y descubrió que Roger había desaparecido. Presa del mayor asombro, vio las huellas profundas que Roger había dejado al girar repentinamente hacia la izquierda. Levantó la vista otra vez y vio las plantas de los pies de Roger corriendo a toda velocidad. Fred también echó a correr hacia la densa y verde vegetación.

Harry se rindió casi enseguida.

– ¡No puede ser! -le gritó a Beate, que se detuvo vacilante.

Se hallaban a sólo unos metros de la playa, pero parecían encontrarse en otro mundo. Un calor sofocante y estancado llenaba el espacio existente entre los troncos en penumbra bajo la verde techumbre del follaje. Los posibles ruidos procedentes de los dos hombres que huían quedaron ahogados por los gritos de los pájaros y el rumor del mar que se extendía a su espalda.

– El segundo no parecía precisamente un esprínter -comentó Beate.

– Conocen estos caminos mejor que nosotros -refutó Harry-. Y nosotros no tenemos armas, pero puede que ellos sí.

– Si antes no habían advertido a Lev, lo harán ahora, seguro. O sea, ¿qué hacemos?

Harry se frotó el vendaje de la nuca, que ya estaba empapado de sudor. Los mosquitos habían logrado atravesarlo y darle un par de picotazos.

– Pasemos al plan B.

– ¿Ah, sí? ¿Y en qué consiste?

Harry miró a Beate y se preguntó cómo era posible que no tuviera ni una gota de sudor en la frente, cuando él hacía aguas como un canalón carcomido.

– Iremos de pesca -dijo.

La puesta de sol fue breve, pero les brindó un magnífico espectáculo que incluía todos los matices de rojo existentes en el espectro de ese color.

– Aparte de alguno más -precisó Muhammed señalando hacia el astro ardiente que se deshacía en el horizonte cual mantequilla en una sartén al rojo vivo.

Pero al alemán que tenía ante la barra no le interesaba la puesta de sol. Acababa de decir que pagaría mil dólares a quien le ayudara a localizar a Lev Grette o a Roger Person. ¿Quizá Muhammed tendría la amabilidad de difundir la oferta? Los informantes interesados podían dirigirse a la habitación 69 del hotel Victoria, dijo el alemán antes de dejar el ahwa en compañía de la rubia.

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