– Pero no en prisión.
Trond abrió la boca, pero no pudo articular respuesta. Harry observó un tic en el párpado inferior del ojo de Grette, suspiró y se levantó con pie vacilante.
– Voy a pedir un taxi para ir a Urgencias.
– Yo tengo coche -respondió Trond.
El motor del coche zumbaba bajito. Harry miró las farolas de la calle que iluminaban el cielo oscuro, el salpicadero y el volante donde el diamante del dedo meñique de Trond brillaba débilmente.
– Mentiste sobre el anillo que llevas puesto -susurró Harry-. El diamante es demasiado pequeño para valer treinta mil. Apuesto a que costó alrededor de cinco y que lo compraste para Stine en una joyería de Oslo. ¿No es así?
Trond hizo un gesto afirmativo.
– Te viste con Lev en São Paulo, ¿verdad? El dinero era para él.
Trond hizo un gesto afirmativo, una vez más.
– Dinero suficiente para una temporada -dijo Harry-. Suficiente para pagarse el billete de avión cuando decidió volver a Oslo -susurró Harry-. Quiero ese número de móvil.
– ¿Sabes qué? -Trond giró despacio a la derecha en la plaza de Alexander Kielland-. Anoche soñé que Stine entraba en el dormitorio y me hablaba. Iba vestida de ángel. No como los ángeles reales, sino con uno de esos trajes de mentira que se usan en carnaval. Me dijo que ella no pertenecía a la esfera de allá arriba. Y cuando me desperté, pensé en Lev. Pensé en cuando se sentó en el borde del tejado de la escuela con las piernas colgando, mientras nosotros entrábamos a la siguiente clase. Parecía un puntito pequeño, pero yo recuerdo lo que pensé. Pensé que él pertenecía a la esfera de allá arriba.
Baksheesh
Había tres personas sentadas en el despacho del comisario jefe. El propio Ivarsson, tras su pulcra mesa, y Beate y Harry al otro lado, en sendas sillas algo más bajas. El truco de utilizar sillas más bajas es una técnica de dominación tan conocida que cabía pensar que ya no funcionaba, pero Ivarsson sabía que sí. Su experiencia le decía que las técnicas elementales nunca caducan.
Harry había orientado su silla en diagonal para mirar por la ventana. Las vistas daban al Hotel Plaza. Un enjambre de nubes redondeadas se arrastraba por encima de la torre de cristal y de toda la ciudad sin llegar a descargarse en forma de lluvia. Harry no había dormido a pesar de que en Urgencias le dieron calmantes después de la vacuna del tétanos. La explicación que les dio a los compañeros y la historia de un perro indómito y sin amo era lo bastante insólita como para resultar verosímil, y se acercaba tanto a la verdad que pudo contarla de un modo medianamente convincente. Tenía la nuca hinchada y la venda, muy apretada, le rozaba la piel. Harry sabía exactamente el tipo de dolor que sentiría si intentaba girar la cabeza hacia Ivarsson, que estaba hablando en ese momento. Y sabía que tampoco lo habría hecho aunque no le doliera.
– Así que queréis billetes de avión con destino a Brasil para buscar allí -dijo Ivarsson limpiando con la mano la mesa y simulando reprimir una sonrisa-. Mientras el Dependiente, en realidad, está atracando bancos aquí, en Oslo.
– No sabemos en qué lugar de Oslo está -dijo Beate-. Ni si está en Oslo. Pero esperamos encontrar la casa que tiene en Porto Seguro, según afirma su hermano. Si la localizamos, encontraremos también huellas dactilares. Y, si se corresponden con las que tomamos en la botella de cola, tendremos pruebas contundentes. Eso debería justificar el viaje.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué huellas son esas que nadie más ha encontrado?
Beate intentó en vano establecer contacto visual con Harry. Tragó saliva.
– Como la idea inicial era que investigáramos el caso por separado, lo hemos mantenido en secreto. De momento.
– Querida Beate -comenzó Ivarsson guiñando el ojo derecho-, hablas de nosotros, pero yo sólo oigo a Harry Hole. Aprecio el celo de Hole por acatar mi método, pero no debemos dejar que los principios obstaculicen los resultados que podamos conseguir juntos. Así que, repito: ¿qué huellas dactilares son ésas?
Beate miró a Harry desesperada.
– ¿Hole? -dijo Ivarsson.
– Seguiremos como hasta ahora -dijo Harry-. De momento.
– Como quieras -respondió Ivarsson-. Pero olvídate del viaje, de hablar con la policía brasileña y de pedirle que os ayude a conseguir las huellas dactilares.
Beate carraspeó.
– Me he informado. Hay que enviar una solicitud por escrito a través del jefe de policía del Estado de Bahía para que un fiscal brasileño revise el caso y autorice un registro de la vivienda. El que me informó sostiene que, sin contactos dentro de la burocracia brasileña, sabe por experiencia que se tarda entre dos meses y dos años.
– Hemos reservado billetes de avión para mañana por la noche -dijo Harry escrutándose a fondo una uña-. ¿Qué dices?
Ivarsson se echó a reír.
– ¿Tú qué crees? Venís pidiendo dinero para viajar en avión hasta el otro lado del mundo sin estar dispuestos a fundamentar las razones. Y pensáis efectuar un registro sin permiso de forma que, si realmente encontráis pruebas técnicas, el juez tendrá que rechazarlas por proceder de una actuación ilegal.
– El truco del ladrillo -dijo Harry en voz baja.
– ¿Cómo dices?
– Una persona rompe una ventana con un ladrillo. Por casualidad, la policía pasaba por allí y no necesita una orden de registro para entrar. Les huele a hachís en el salón. Una impresión sujetiva, pero una razón que justifica un registro inmediato. Se aseguran pruebas técnicas, como por ejemplo, huellas dactilares. Todo perfectamente legal.
– Es decir, ya hemos pensado en tus argumentos -se apresuró a añadir Beate-. Si encontramos la casa, intentaremos obtener huellas dactilares de forma legal.
– ¿Ah, sí?
– Esperemos que sin ladrillo.
Ivarsson negó con la cabeza.
– No es suficiente. La respuesta es un no alto y claro. -Miró el reloj para indicar que la reunión había terminado y, con una maliciosa sonrisa de reptil, añadió-: De momento.
– ¿No podías haberle dado algo, al menos? -preguntó Beate cuando recorrían el pasillo desde el despacho de Ivarsson.
– ¿Como qué? -preguntó Harry moviendo el cuello con cuidado-. Ya lo tenía decidido de antemano.
– Ni siquiera le diste la oportunidad de que nos brindara esos billetes.
– Le di la oportunidad de que no se viera atropellado.
– ¿Qué quieres decir?
Se detuvieron delante del ascensor.
– Lo que te conté sobre que nos han concedido ciertas licencias en este caso.
Beate se volvió para mirarlo.
– Creo que lo entiendo -dijo despacio-. ¿Y qué va a pasar ahora?
– Un atropello. Acuérdate de la crema solar.
En ese, preciso momento, se abrieron las puertas del ascensor.
Más tarde, ese mismo día, Bjarne Møller comunicó a Harry que a Ivarsson le había sentado muy mal que el comisario jefe hubiera ordenado personalmente que Harry y Beate se fueran a Brasil, y que los gastos del viaje y la estancia se cargaran a los presupuestos del Grupo de Atracos.
– ¿Ahora estás satisfecho? -preguntó Beate a Harry antes de que éste se fuera a casa.
Sin embargo, cuando Harry pasó ante el hotel Plaza y por fin las nubes abrieron sus compuertas, curiosamente no sintió satisfacción alguna. Sólo vergüenza, falta de sueño y dolor en la nuca.
– ¿Baksheesh? -le gritó Harry al auricular-. ¿Qué cono es Baksheesh?
– Propina -dijo Øystein-. Nadie en este puto país levanta un dedo sin eso.
– ¡Mierda!
Harry le dio una patada a la mesa que había delante del espejo. El aparato cayó y el auricular se le fue de la mano.
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