– Supongo que has pensado en las consecuencias si se llega saber que has recibido dinero de alguien como yo estando de servicio.
– No estoy de servicio -dijo Harry.
Raskol se frotó ambas orejas con las palmas de las manos.
– Sun Tzu dice que si no controlas los acontecimientos, ellos te controlan a ti. No controlas los acontecimientos, spiuni. Eso quiere decir que has metido la pata. No me fío de las personas que meten la pata. Por lo tanto, tengo una propuesta. Propongo que lo hagamos fácil para ambas partes. Tú me das el nombre de ese hombre, y yo me encargo del resto.
– ¡No! -Harry dio una palmada en la mesa-. No podemos denigrarlo a tercera clase dejándolo en manos de tus gorilas. Lo quiero encerrado.
– Me sorprendes, spiuni. Si te he entendido bien, tu situación a causa de este asunto es ya algo incómoda. ¿Por qué no dejar que se haga justicia de la manera menos dolorosa posible?
– Nada de vendetta. Ése era el trato.
Raskol sonrió.
– Eres duro de pelar, Hole. Me gusta. Y respeto los acuerdos. Pero empiezas a meter la pata, ¿cómo puedo estar seguro de que este hombre es el correcto?
– Tú mismo comprobaste que la llave que encontré en su cabaña era idéntica a la de Anna.
– Y ahora vienes a pedirme ayuda otra vez. Así que tienes que darme algo más.
Harry tragó saliva.
– Cuando encontré a Anna, tenía una foto en el zapato.
– Continúa.
– Creo que tuvo el tiempo justo para meterla allí antes de que el asesino le pegara el tiro. Es una foto de la familia del asesino.
– ¿Eso es todo?
– Sí.
Raskol negó con la cabeza. Miró a Harry y repitió el gesto.
– No sé quién es más tonto en este caso. Tú, que te dejas engañar por tu amigo, o tu amigo, que cree que podrá esconderse después de haberme robado el dinero. -Exhaló un hondo suspiro-. O yo, por daros ese dinero.
Harry pensó que sentiría alegría o, cuando menos, alivio. Pero lo único que experimentó fue que el nudo del estómago se acentuaba.
– ¿Y qué datos necesitas?
– Sólo el nombre de tu amigo y el banco de Egipto de donde quiere retirar el dinero.
– Lo tendrás dentro de una hora.
Harry se levantó.
Raskol se frotó las muñecas como si acabara de quitarse unas esposas.
– Espero que no creas que me entiendes, spiuni -le dijo bajito y sin levantar la vista.
Harry se detuvo.
– ¿Qué quieres decir?
– Soy gitano. Mi mundo podría ser un mundo al revés. ¿Sabes cómo se dice Dios en romani?
– No.
– Devel. Extraño, ¿no? Cuando uno quiere vender su alma, debe saber a quién se la vende, spiuni.
Halvorsen creía que Harry parecía cansado.
– Define cansado -lo retó Harry, inclinándose hacia atrás en la silla-. O bueno, mejor no.
Cuando Halvorsen preguntó qué tal iban las cosas, y Harry respondió que definiera «ir», Halvorsen lanzó un suspiro y salió del despacho para comprobar si tenía más suerte con Elmer.
Harry marcó el número que le había dado Rakel, pero volvió a oír la voz rusa que, según suponía, le comunicaba algún tipo de incidencia. Llamó a Bjarne Møller e intentó transmitirle al jefe la impresión de que no pasaba nada relevante. Møller no quedó muy convencido.
– Quiero buenas noticias, Harry. No informes sobre en qué inviertes tu tiempo.
En ese momento entró Beate y le dijo que había estado mirando el vídeo diez veces más, y que ya no le cabía duda de que el Dependiente y Stine Grette se conocían.
– Creo que lo último que le comunica es que va a morir. Se le nota en la mirada. Como retadora y aterrada a la vez, igual que en las películas de guerra donde la gente de la resistencia aparece junto al pelotón justo antes de ser fusilada.
Pausa.
– ¿Hola? -Beate agitó la mano delante de la cara de Harry-. ¿Estás cansado?
Harry llamó a Aune.
– Soy Harry. ¿Cómo reaccionan las personas cuando las van a fusilar?
Aune cacareó una risotada.
– Se concentran -dijo-. Se concentran en el tiempo.
– ¿Y tienen miedo? ¿Sienten pánico?
– Depende. ¿De qué tipo de ejecución estamos hablando?
– Una ejecución pública. En un banco.
– Comprendo. Déjame que te llame dentro de dos minutos.
Harry miró el reloj mientras esperaba. Tardó ciento diez segundos.
– El trance de la muerte, igual que el trance de un parto, es un acontecimiento muy íntimo -le explicó Aune-. La razón por la que la gente desea esconderse en esos momentos no estriba únicamente en que se siente físicamente vulnerable. Morir en presencia de otras personas, como ocurre en las ejecuciones públicas, es un castigo doble, porque atenta del modo más terrible contra el pudor del condenado. Ésa era una de las razones por las que se creía que, tratándose del pueblo, las ejecuciones públicas resultarían más eficaces para prevenir la criminalidad que los ajusticiamientos en la intimidad de una celda. Aun así, se tenían en cuenta ciertas consideraciones, como ponerle una máscara al verdugo. Al contrario de lo que cree mucha gente, no se hacía así para ocultar su identidad; todo el mundo sabía quién era el matarife local. La máscara se le ponía por consideración hacia el condenado a muerte, para no obligarlo a estar tan cerca de un extraño en el momento de morir.
– Ya. El atracador también llevaba máscara.
– El uso de máscaras forma parte de un pequeño campo de estudio para nosotros, los psicólogos. Por ejemplo, permite darle la vuelta al concepto moderno de que el uso de una máscara nos inhibe. Las máscaras pueden despersonificarnos de modo que, por el contrario, nos sintamos más libres. ¿Por qué crees que eran tan populares los bailes de máscaras en tiempos de la reina Victoria? ¿O el empleo de máscaras en los juegos sexuales? En cambio los atracadores de bancos tienen, por supuesto, razones más prosaicas para utilizar una máscara.
– Puede ser.
– ¿Puede ser?
– No lo sé -suspiró Harry.
– Pareces…
– Sí, cansado. Hasta luego.
La posición de Harry sobre la esfera terrestre giraba lentamente apartándolo del sol, y poco a poco anochecía antes. Los limones que había ante la tienda de Ali lucían como pequeñas estrellas amarillas y una fina lluvia regaba las calles en silencio cuando Harry subió por la calle Sofie. Había pasado toda la tarde organizando la transferencia a At Tur. No fue muy complicado. Habló con Øystein, anotó su número de pasaporte y la dirección del banco situado junto al hotel donde se alojaba, y luego comunicó la información vía telefónica al Gjengangeren, el periódico de los presos, para el que Raskol estaba escribiendo un artículo sobre Sun Tzu… Ahora sólo cabía esperar.
Harry ya había llegado al portal y estaba buscando la llave cuando oyó pasos sigilosos en la acera, a su espalda. No se volvió.
No, hasta que oyó un ligero gruñido.
En realidad, no le sorprendió. Cuando se pone al fuego una olla a presión, se sabe que tarde o temprano algo pasará.
La cara del perro, negra como la noche, ponía la blancura de los dientes al descubierto. La tenue luz de la lámpara que colgaba sobre la puerta se reflejó en una gota de baba suspendida de uno de los terribles colmillos del can.
– ¡Siéntate! -le ordenó una voz familiar desde la penumbra, bajo la entrada al garaje, al otro lado de la estrecha calle tranquila…
El rottweiler posó sus caderas anchas y musculosas en el asfalto mojado de mala gana, pero no dejó de mirar a Harry con sus brillantes ojos marrones, que no inspiraban las asociaciones que solían adscribirse a la mirada dócil de un perro.
La sombra de la visera se proyectó sobre el rostro del hombre que se acercaba.
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