Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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– Nunca encontramos la menor prueba concreta de que Grette estuviera implicado en ninguno de los atracos. Ninguna descripción de testigos, ningún soplón del entorno, ninguna huella dactilar ni cualquier otra pista técnica. Los informes sólo lo tomaban por sospechoso.

– Ya. Si Stine Gette no podía delatarlo, era un hombre sin antecedentes.

– Correcto. ¿Una galleta?

Beate negó con la cabeza.

Era el día libre de Weber, pero Harry había insistido por teléfono en que era urgente que hablasen. Notó que a Weber no le gustaba recibir visitas en su casa, pero no dio importancia a ese detalle.

– Hemos hablado con el responsable de guardia en la científica para cotejar las huellas dactilares de la botella de refresco de cola con las de los anteriores atracos que se sospechan cometidos por Lev Grette -afirmó Beate-. Pero no encontró equivalencias.

– Es lo que te digo -insistió Weber comprobando que la tapa de la cafetera estaba bien encajada-, Lev Grette nunca dejó pistas en la escena del crimen.

Beate hojeó sus notas.

– ¿Estás de acuerdo con Raskol en que Lev Grette es el atracador?

– Bueno. ¿Por qué no? -Weber empezó a servir el café.

– Porque nunca se ha recurrido a la violencia en ninguno de los atracos que se le imputan. Y porque ella era su cuñada. Matar por temor a que te reconozcan es un móvil bastante flojo, ¿no crees?

Weber dejó de servir y dedicó una mirada inquisitiva primero a ella y luego a Harry, que se encogió de hombros.

– No -respondió Weber categórico antes de seguir sirviendo las tazas.

Beate se sonrojó hasta las cejas.

– Weber pertenece a la escuela clásica -explicó Harry exculpándolo-. En su opinión, el asesinato excluye por definición un móvil racional. Sólo existen grados de móviles confusos que de vez en cuando parecen sensatos.

– Exacto -confirmó Weber y dejó la cafetera en la mesa.

– Lo que me intriga es por qué Lev Grette se fugó del país si la policía no tenía nada contra él -insistió Harry.

Weber fingió retirar unas motas invisibles del reposabrazos.

– No lo sé con seguridad.

– ¿Con seguridad?

Weber apretó la delgada y fina asa de porcelana de la taza entre el dedo pulgar, grande y grueso, y un dedo índice que amarilleaba de nicotina.

– Por aquel entonces circulaba un rumor. Nada de fiar. Se contaba que no huyó de la policía. Alguien había oído decir que el último atraco no había salido del todo según el plan. Que Grette dejó a su compinche en la estacada.

– ¿En qué sentido? -inquirió Beate.

– Nadie lo sabía. Algunos pensaban que Grette iba de conductor y que escapó del lugar del atraco cuando llegó la policía, aunque el otro aún estaba en el banco. Otros decían que el atraco había salido bien pero que Grette se había largado al extranjero con el dinero de ambos. -Weber tomó un sorbo y dejó la taza sobre la mesa con mucho mimo-. Pero lo interesante para el caso que nos ocupa ahora probablemente no sea cómo pasó, sino quién era la otra persona.

Harry miró a Weber.

– ¿Quieres decir que era…?

El viejo policía de la científica asintió con un gesto.

– Mierda -se lamentó Harry.

Beate puso el intermitente izquierdo y esperó a encontrar un hueco en la hilera de coches que venían desde la derecha, de la calle Tøyengata. La lluvia tamborileaba en el techo. Harry cerró los ojos. Sabía que, si se concentraba, conseguiría que el ruido de los vehículos que pasaban sonase como el de las olas que azotaban la proa del ferry durante aquel vendaval que pasó mirando hacia abajo, a la blanca espuma del mar, cogido de la mano de su abuelo. Pero no tenía tiempo.

– Así que Raskol tiene un asunto pendiente con Lev Grette -dijo Harry antes de abrir los ojos-. Y lo señala a él como el atracador. ¿Es realmente Grette el del vídeo o debemos suponer que Raskol sólo quiere vengarse? ¿O es otra de las jugarretas de Raskol para engañarnos?

– O, como dijo Weber, no es más que un rumor -precisó Beate.

Seguían llegando coches por la derecha mientras ella tamborileaba en el volante con impaciencia.

– A lo mejor tienes razón -admitió Harry-. Si Raskol quisiera vengarse de Grette, no necesitaría la ayuda de la policía. Pero, si sólo es un rumor, ¿por qué señala a Grette si fue él el autor?

– ¿Una ocurrencia?

Harry negó con un gesto.

– Raskol es un estratega. No señala al hombre equivocado sin una buena razón. No es seguro que el Dependiente esté solo en esto.

– ¿Qué quieres decir?

– A lo mejor es otra persona quien planea los atracos. Alguien que está dentro de la red que suministra las armas. El coche para la fuga. El piso franco. Un deaner que después haga desparecer la ropa y las armas del atraco. Y un washer que blanquee el dinero.

– ¿Raskol?

– Si lo que Raskol pretende es desviar nuestra atención del verdadero culpable, ¿qué resulta más ingenioso que enviarnos a buscar a un hombre cuyo paradero todos ignoran, un tipo que esté muerto y enterrado o que viva en el extranjero con otro nombre, un sospechoso al que nunca podríamos eliminar del caso? Al endosarnos un proyecto eterno como ése, nos hará perseguir nuestra propia sombra, en lugar de a su hombre.

– ¿Así que crees que miente?

– Todos los gitanos mienten.

– ¿Ah, sí?

– Cito a Raskol.

– Por lo menos tiene sentido del humor. ¿Y por qué no iba a mentirte a ti si ha mentido a todos los demás?

Harry no contestó.

– Por fin un hueco -dijo Beate pisando ligeramente el acelerador.

– ¡Espera! -dijo Harry-. Gira a la derecha. Hacia la calle Finnmarksgata.

– De acuerdo -respondió Beate sorprendida antes de girar ante el parque de Tøyen.

– ¿Adónde vamos?

– Vamos a casa de Trond Grette, tenemos que verle.

Habían retirado la red de la cancha de tenis. Y no había luz en ninguna de las ventanas de Grette.

– No está en casa -dedujo Beate después de llamar dos veces al timbre.

Se abrió la ventana de la vecina.

– Trond está en casa -les informó un rostro arrugado de mujer que Harry halló más bronceado que la vez anterior-. Pero no quiere abrir. Siga llamando un buen rato y acabará por venir a abrir.

Beate mantuvo pulsado el botón del timbre y, al cabo de un minuto, oyeron un ruido espantoso procedente del interior de la casa. La ventana cercana se cerró y enseguida vieron aparecer un pálido rostro de mirada indiferente enmarcada por dos anillos de color negro azulado. Trond Grette llevaba puesta una bata amarilla. Parecía recién levantado después de dormir una semana entera aunque se veía que no había sido suficiente. Sin mediar palabra, levantó una mano para indicarles que entrasen. La luz del sol le arrancó un destello al anillo de diamantes del dedo meñique.

– Lev era diferente -dijo Trond-. Estuvo a punto de matar a un hombre cuando tenía quince años.

Sonrió al aire como si evocara un recuerdo entrañable.

– Era como si nos hubieran dado una serie completa de genes para repartir entre los dos. Lo que él no tenía, lo tenía yo, y viceversa. Nos criamos aquí, en Diesengrenda, en esta casa. Lev era una leyenda entre el vecindario, pero yo sólo era el hermano pequeño de Lev. Entre mis primeros recuerdos hay uno del colegio, del día que Lev se puso a hacer equilibrios por el canalón durante el recreo. Era un edificio de cuatro pisos y los profesores no se atrevieron a subir a buscarlo. Los demás le animábamos desde abajo, mientras él bailaba en las alturas con los brazos extendidos. Todavía veo su silueta perfilada contra el cielo azul. En ningún momento tuve miedo, ni se me pasó por la cabeza que mi hermano mayor se pudiera caer. Y creo que todo el mundo sintió lo mismo. Lev era el único capaz de dar una paliza a los hermanos Gausten, de los bloques de la calle Traverveien, a pesar de que eran dos años mayores y habían pasado por un reformatorio. Lev le quitó el coche a mi padre cuando tenía catorce años, se fue hasta Lillestrom y volvió con una bolsa de caramelos Twist que había robado en el quiosco de la estación de tren. Mi padre no se dio cuenta de nada. Y la bolsa de Twist me la dio a mí.

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