– Es decir, ¿te has equivocado, aunque sólo sea por una vez?
Beate negó con la cabeza.
– Buscamos a una persona con ciertos rasgos físicos idénticos a los de Grette.
– Lamento decirlo, pero Grette no posee ninguna característica física, ni de otro tipo. Es un interventor con aspecto de interventor. Yo ya ni me acuerdo de cómo es.
– Bueno -objetó la joven colega retirando el envoltorio de la siguiente rebanada de pan-. Pero yo no lo he olvidado. Y eso ya es una referencia.
– Ya. Yo tengo una noticia que podría ser buena.
– ¿Sí?
– Voy a ir a Botsen. Raskol quiere hablar conmigo.
– Vaya. Pues suerte.
– Gracias. -Harry se levantó. Vaciló. Se decidió-. Sé que no soy tu padre pero ¿puedo decirte algo?
– Adelante.
Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie los oía.
– Yo en tu lugar tendría cuidado con Waaler.
– Gracias. -Beate dio un buen mordisco a la rebanada de pan-. En cuanto a lo que dijiste sobre tú y mi padre, es correcto.
– Llevo toda la vida en Noruega -dijo Harry-. Me crié en Oppsal. Mis padres eran maestros. Mi padre está jubilado y, desde la muerte de mi madre, vive como un sonámbulo que sólo visita a los vivos de tarde en tarde. Mi hermana pequeña le echa de menos. Yo también, supongo. Les echo de menos a los dos. Ellos creían que iba a ser profesor. Yo también lo creía. Pero acabé en la Academia de Policía. Con unos cursos de derecho. Si me preguntas por qué elegí ser policía, puedo darte diez razones verosímiles, pero yo mismo no me creo ninguna de ellas. No pienso mucho en ello. Es un trabajo por el que me pagan y a veces creo que hago las cosas bien, con eso basta. Era alcohólico antes de cumplir los treinta. Puede que antes de cumplir los veinte. Según se mire. Dicen que se lleva en los genes. Es posible. De mayor me enteré de que mi abuelo de Åndalsnes se pasó borracho todos y cada uno de sus días, durante cincuenta años. Allí, en Åndalsnes, pasamos todos los veranos hasta que cumplí los quince, y no le noté nada a mi abuelo. Por desgracia, no heredé esa habilidad. He hecho cosas que no han pasado inadvertidas precisamente. Para abreviar diré que es un milagro que aún conserve mi puesto en la policía.
Harry miró el cartel de «no fumar» y encendió un cigarrillo.
– Anna y yo fuimos amantes durante seis semanas. Ella no me amaba. Yo no la amaba a ella. Cuando dejé de verla le hice un favor más grande a ella que a mí mismo, pero ella no lo vio así.
El otro hombre de la habitación hizo un gesto de afirmación.
– He amado a tres mujeres en mi vida -prosiguió Harry-. La primera fue un amor de juventud y estuve a punto de casarme con ella antes de que ambos nos arruináramos la vida. Ella se suicidó mucho después de que yo dejara de verla; aquello no tuvo nada que ver conmigo. La segunda fue asesinada por un hombre al que perseguí hasta la otra punta del mundo. Lo mismo le ocurrió a una colega, Ellen. No sé a qué se debe, pero las mujeres que hay a mi alrededor acaban muriendo. Quizá sean los genes.
– ¿Y qué pasó con la tercera mujer que amaste?
La tercera mujer. La tercera llave. Harry pasó los dedos por las iniciales A.A. y por los dientes de la llave que Raskol le había puesto en la mesa en cuanto entró. Raskol asintió con un gesto cuando Harry le preguntó si era idéntica a la que había recibido por correo.
Luego le pidió a Harry que le contase cosas sobre su vida.
Raskol le escuchaba con los codos apoyados en la mesa y los dedos largos y finos entrelazados, como si rezara. Habían cambiado el fluorescente defectuoso y la luz incidía sobre su rostro como una película de polvo de color azul blanquecino.
– La tercera mujer está en Moscú -dijo Harry-. Creo que es capaz de seguir con vida.
– ¿Es tuya?
– Yo no lo expresaría así.
– ¿Pero sois pareja?
– Sí.
– ¿Y tenéis pensado pasar el resto de la vida juntos?
– Bueno. No hacemos planes. Es un poco pronto para eso.
Raskol sonrió triste.
– Tú no haces planes, quieres decir. Pero las mujeres sí. Las mujeres siempre hacen planes.
– ¿Como tú?
Raskol negó en silencio.
– Yo sólo sé planear atracos de dinero. Cuando se trata de atracar corazones, todos los hombres somos unos aficionados. Creemos que la hemos conquistado, como un mariscal de campo conquista un fuerte y, tarde, o incluso nunca, nos damos cuenta de que nos han embaucado. ¿Has oído hablar de Sun Tzu?
Harry hizo un gesto afirmativo. Un general y estratega chino, autor de El arte de la guerra.
– Dicen que escribió El arte de la guerra. Personalmente, creo que fue obra de una mujer. El arte de la guerra es un libro de tácticas en el campo de batalla pero, en el fondo, describe cómo ganar en conflictos. O, para ser más preciso, el arte de conseguir lo que quieres al menor precio posible. El vencedor no es, necesariamente, el que gana la guerra. Muchos ganaban la corona, pero perdían tantos hombres que sólo podían reinar a expensas del enemigo aparentemente vencido. Las mujeres no son víctimas de la vanidad que aqueja a los hombres en lo que al poder se refiere. Ellas no necesitan que el poder sea visible, sólo quieren el poder para conseguir el resto de las cosas que quieren. Seguridad. Alimento. Gozo. Venganza. Paz. La mujer es el ser humano racional y calculador que piensa más allá de la batalla, más allá de la celebración de la victoria. Y, como posee el don natural de ver las debilidades de su víctima, sabe instintivamente cuándo y dónde debe atacar. Y cuándo no debe hacerlo. Esas cosas no se pueden aprender, spiuni.
– ¿Por eso estás en la cárcel?
Raskol cerró los ojos y se rió en silencio.
– Te puedo responder a eso, pero no creas ni una palabra de lo que diga. Sun Tzu sostiene que el principio fundamental de la guerra es la tromperie, el engaño. Créeme, todos los gitanos mienten.
– Ya. ¿Creerte, como en la paradoja griega?
– Vaya, un policía que conoce algo más que el código penal. Si todos los gitanos mienten y yo soy gitano, no es verdad que todos los gitanos mientan. Si yo digo la verdad y, en efecto, todos los gitanos mienten, entonces, yo miento. Un círculo cerrado lógico del que es imposible salir. Así es mi vida y ésa es la única verdad.
Rió con una risa suave, casi femenina.
– Bueno. Ya has visto mi apertura. Te toca mover.
Raskol miró a Harry. Asintió con la cabeza.
– Me llamo Raskol Baxhet. Es un nombre albano, pero mi padre negaba que fuésemos albanos, decía que Albania era el culo de Europa. Así que a mí y a todos mis hermanos nos contaron que somos nacidos en Rumania, bautizados en Bulgaria y circuncidados en Hungría.
Raskol le contó que su familia era probablemente meckarier, la más numerosa entre los grupos de gitanos albanos. Escaparon de la persecución de gitanos de Enver Hoxha cruzando las montañas hasta Montenegro y emigrando hacia el este.
– Adonde quiera que llegábamos, nos expulsaban a palos. Decían que robábamos. Claro que lo hacíamos, pero ni siquiera se preocupaban por conseguir pruebas. La prueba era que éramos gitanos. Te cuento esto porque para entender a un gitano hay que comprender que ha nacido con una marca de baja ralea en la frente. Nos han perseguido todos y cada uno de los regímenes de Europa. En esto no hay distinción entre fascistas, comunistas o demócratas. Los fascistas sólo fueron un poco más eficaces. Los gitanos no tenemos una visión especial del Holocausto porque no notamos gran diferencia con la persecución a la que ya estábamos habituados. Parece que no me crees.
Harry se encogió de hombros. Raskol cruzó los brazos.
– En 1589, Dinamarca aprobó la pena de muerte para los gitanos -continuó-. Cincuenta años después, los suecos decidieron que había que colgar a todos los hombres gitanos. En Moravia, a las mujeres gitanas les cortaban la oreja izquierda; en Bohemia, la derecha. El arzobispo de Maguncia decretó que todos los gitanos fueran ejecutados sin juicio porque su forma de vida estaba prohibida. En la Prusia de 1725 se decidió que todos los gitanos mayores de dieciocho años fueran ejecutados sin juicio, aunque más tarde se modificó esta ley: se redujo el límite de edad a catorce años. Cuatro de los hermanos de mi padre murieron en cautividad. Sólo uno de ellos durante la guerra. ¿Sigo?
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