Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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Harry negó con la cabeza.

– Así que no es dinero, ¿no? -Albu echó la cabeza hacia atrás. Unas estrellas solitarias brillaban en el cielo-. ¿Algo personal, entonces? ¿Erais amantes?

– Creía que lo sabías todo sobre mí -dijo Harry.

– Anna se tomaba el amor muy en serio. Amaba el amor. No, lo adoraba, ésa es la palabra. Ella adoraba el amor. Era lo único que ocupaba un lugar en su vida. Eso, y el odio. -Señaló con la cabeza hacia el cielo-. Esos dos sentimientos eran como estrellas de neutrones en su vida. ¿Sabes qué son las estrellas de neutrones?

Harry negó con la cabeza. Albu alzó el cigarrillo.

– Son residuos estelares tan densos y con tal atracción gravitatoria que si dejara caer este cigarrillo en uno de ellos, impactaría con la misma fuerza que una bomba atómica. Y lo mismo ocurría con Anna. La atracción gravitatoria que sentía hacia el amor y el odio era tan intensa que no cabía nada más en el espacio que quedaba entre ambos sentimientos. Y el más mínimo desencadenante provocaba una explosión nuclear. ¿Entiendes? En realidad, pasó algún tiempo hasta que yo lo comprendí. Era como Júpiter, oculta tras una capa de nubes de azufre. Y humor. Y sexo.

– Venus.

– ¿Cómo dices?

– Nada.

La luna asomó entre dos nubes y el ciervo de bronce emergió de entre las sombras del jardín como un animal fabuloso.

– Anna y yo habíamos quedado en vernos a medianoche -explicó Albu-. Me dijo que conservaba algunos objetos personales que quería devolverme. Yo esperé en el coche, que tenía aparcado en la calle Sorgenfrigata, de doce a doce y cuarto. Habíamos quedado en que la llamaría desde el coche, en lugar de llamar al timbre. Por una vecina muy fisgona, me dijo. Ignoro por qué, pero Anna no contestó a mi llamada, de modo que me fui a casa.

– Así que tu mujer mintió.

– Por supuesto. El mismo día que viniste con la foto quedamos en que me daría una coartada.

– ¿Por qué mencionas esa coartada ahora?

Albu rió relajado.

– ¿Qué importancia tiene eso? Somos dos personas que hablan con la luna por mudo testigo. Después puedo negarlo todo. Si tengo que ser sincero, dudo que puedas utilizar nada en mi contra.

– Entonces, ¿por qué no me cuentas el resto?

– ¿Que la maté, quieres decir? -Volvió a reír, con más fruición que antes-. Tu trabajo es averiguarlo, ¿no?

Había llegado a la verja.

– Sólo pretendías ver cómo íbamos a reaccionar, ¿no es cierto? -Albu aplastó la colilla contra la piedra de mármol-. Y querías vengarte, por eso se lo has contado a ella. Estabas enfadado. Un niño pequeño y enfurruñado que golpea donde puede. ¿Estás satisfecho?

– En cuanto localice la dirección de correo, te tengo -le advirtió Harry.

Ya no estaba enfadado. Sólo cansado.

– No encontrarás una dirección de correo -auguró Albu-. Lo siento, querido amigo. Podemos seguir jugando, pero no vas a ganar.

Y Harry le golpeó. Sus nudillos emitieron un sonido quedo y breve al estrellarse contra la carne. Albu se tambaleó, retrocedió unos pasos y se llevó la mano a la ceja.

Harry vio el vaho gris de su propia respiración en la oscuridad de la noche.

– Tendrán que darte puntos -observó.

Albu vio la sangre que manchaba su mano y volvió a reír.

– Dios mío, Harry, ¡qué mal perdedor eres! ¿Puedo llamarte por tu nombre de pila? Siento que esto nos ha acercado, ¿tú no?

Harry no contestó y Albu rió aún más alto.

– Me pregunto qué vio Anna en ti, Harry. A ella no le gustaban los perdedores. Y mucho menos dejaba que se la follaran.

La risa se intensificaba y se atenuaba a su espalda mientras caminaba en dirección al taxi con la llave tan fuertemente apretada en la mano que sentía los dientes como un mordisco.

23

La nebulosa cabeza de caballo

Cuando sonó el teléfono, Harry se despertó y miró el reloj. Las 7.30. Era Øystein. Hacía sólo tres horas que había salido del apartamento de Harry. Para entonces, había logrado rastrear el servidor hasta Egipto; ahora había llegado más lejos.

– He estado escribiéndome con un viejo conocido. Vive en Malasia y todavía se dedica un poco al pirateo informático. El servidor está en El-Tor, en la península del Sinaí. Tienen varios servidores. Al parecer, aquello es una especie de centro para ese tipo de asuntos. ¿Dormías?

– En cierto modo. ¿Cómo vas a encontrar a nuestro abonado?

– Me temo que sólo hay una forma. Viajar hasta allí con un fajo gordo de americanos verdes.

– ¿Cuánto?

– Lo suficiente para que alguien nos diga con quién hay que hablar. Y para que la persona con la que haya que hablar quiera contar con quién hay que hablar realmente. Y para que la persona con quien haya que hablar realmente quiera…

– Comprendo. ¿Cuánto?

– Mil dólares deberían bastar para un rato.

– ¿Qué me dices?

– Hablo por hablar. ¿Qué coño sabré yo de esas cosas?

– Vale. ¿Te encargas tú?

– Depende.

– Yo quiero pagar lo mínimo. Viajarás con el vuelo más barato y te alojarás en un hotel de mierda.

– Trato hecho.

Eran las doce, y la cantina de la comisaría estaba atestada. Harry apretó los dientes y entró. No era que sus colegas le disgustaran por principio, sólo por instinto. Y la cosa iba a peor a medida que pasaban los años.

Una paranoia completamente normal, a decir de Aune.

– Yo mismo la sufro. Creo que todos los psicólogos van a por mí cuando, en realidad, no serán más de la mitad.

Harry paseó la mirada por el local y vio a Beate con su tartera y la espalda de alguien que estaba con ella. Intentó obviar las miradas de los colegas que ocupaban las mesas por las que pasaba. Algunos murmuraban «hola», pero Harry supuso que lo decían con ironía y siguió sin responder.

– ¿Molesto?

Beate miró a Harry con la expresión de quien se siente descubierto in fraganti.

– En absoluto -dijo la voz familiar del acompañante, que ya se levantaba-. Estaba a punto de irme.

A Harry se le erizó el vello de la nuca, no por principio, sino por instinto.

– Nos vemos esta noche -dijo Tom Waaler dirigiendo con una sonrisa inmaculada al rostro encendido de Beate.

Cogió su bandeja, saludó a Harry y desapareció. Beate clavó la mirada en el queso de cabra que tenía delante mientras intentaba adoptar una expresión facial neutra. Harry se sentó a su lado.

– ¿Y bien?

– ¿Qué? -dijo fingiendo no saber a qué se refería.

– Había un mensaje en mi contestador en el que decías que tenías novedades -dijo Harry-. Supuse que era urgente.

– Ya lo he solucionado. -Beate dio un sorbo del vaso de leche-. Era por los dibujos que realizó el programa de la cara del Dependiente. Estaba nerviosa, porque me recuerdan a alguien.

– ¿Te refieres a las copias que me enseñaste? Pero si no contienen nada que se aproxime siquiera a una cara, no son más que rayas en un folio.

– Aun así.

Harry se encogió de hombros.

– Tú eres la del gyrus fusiforme. Explícate.

– Anoche me di cuenta de quién era.

Ella tomó otro sorbo y se limpió con la servilleta el bigote blanco que le había dejado la leche.

– ¿Sí?

– Trond Grette.

Harry la miró.

– Me tomas el pelo, ¿verdad?

– No -dijo ella-. Sólo digo que existe cierto parecido. Y, al fin y al cabo, Grette estaba cerca de la calle Bogstadveien a la hora del asesinato. Pero, como te dije, ya lo he solucionado.

– ¿Y cómo…?

– Llamé al hospital de Gaustad. Si se trata del mismo atracador que actuó en la sucursal de la calle Kirkeveien, no puede ser Grette. A esa hora, él se encontraba en la sala de televisión con tres enfermeros, como mínimo. Y envié a dos chicos de la científica a casa de Grette para conseguir sus huellas dactilares. Weber acaba de cotejarlas con las huellas de la botella de refresco. Sin lugar a dudas, no son las suyas.

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