Querido Trond:
Siempre me he preguntado qué sentiría aquel hombre cuando el paso elevado desapareció de repente. Cuando el abismo se abrió bajo sus pies y entendió que estaba a punto de pasar algo totalmente absurdo, que iba a morir para nada. Quizás aún le quedasen cosas por hacer. Quizá le esperase alguien aquella mañana. Quizá creyese que, justo aquel día, comenzaría algo nuevo. En esto último, hasta cierto punto habría tenido razón…
Nunca te conté que lo visité en el hospital. Le llevé un ramo de rosas y le dije que lo había visto todo desde la ventana del bloque, que llamé a la ambulancia y que le di a la policía la descripción del chico y de la bicicleta. Estaba en cama, menudo y gris, y me dio las gracias. Así que le pregunté, como un puto comentarista deportivo: «¿Qué sentiste?».
No me respondió. Estaba allí lleno de tubos y de botellas que goteaban lentamente y me miró. Me volvió a dar las gracias, y un enfermero me dijo que tenía que irme.
Así que nunca supe qué se siente. Hasta que un día el abismo también se abrió de repente bajo mis pies. No pasó mientras corría por la calle Industrigata después del atraco. Ni después, cuando conté el dinero. Ni mientras lo vi en las noticias. Me pasó exactamente como al hombre mayor, una mañana mientras caminaba despreocupado. El sol brillaba, yo había vuelto sano y salvo a D'Ajuda, podía relajarme y permitirme pensar otra vez. Así que pensé. Pensé que le había quitado a la persona que más quiero en el mundo lo que él más quería. Que tenía dos millones de coronas para vivir, pero nada por lo que vivir. Fue esta mañana.
No espero que entiendas lo que hice, Trond. Que atraqué un banco, que ella vio que era yo, que uno está aprisionado en un juego que tiene sus propias reglas, nada de esto tiene cabida en tu mundo. Y tampoco espero que entiendas lo que voy a hacer ahora. Pero creo que tal vez entiendas que uno también se puede cansar de eso, de vivir.
Lev
PD: Entonces no le di importancia al hecho de que el hombre mayor no sonriera al darme las gracias. Pero hoy he pensado en ello, Trond. A lo mejor no lo esperaba nada ni nadie. A lo mejor había sentido alivio cuando el abismo se abrió y creyó que ya no tendría que hacerlo él mismo.
Beate estaba subida a una silla al lado del cuerpo de Lev cuando Harry entró en el salón. Intentaba doblar uno de los dedos tiesos de Lev para comprimirlo contra el interior de una pequeña caja metálica.
– Vaya -dijo-. La almohadilla de tinta se ha quedado al sol en la habitación del hotel y se ha secado.
– Si no consigues una huella buena, recurriremos al método de los bomberos -dijo Harry.
– ¿Que es cuál?
– Cuando nos quemamos, cerramos automáticamente las manos. Incluso en cadáveres calcinados, la piel de la yema de los dedos queda intacta y se pueden obtener identificaciones con las huellas dactilares. Por razones prácticas, los bomberos a veces tienen que cortar un dedo y llevárselo a la científica.
– Eso se llama profanar a los muertos.
Harry se encogió de hombros.
– Si miras la otra mano verás que le falta un dedo.
– Ya lo vi -dijo ella-. Parece que se lo han cortado. ¿Qué significará eso?
Harry se acercó e iluminó con la linterna.
– La herida no ha cicatrizado y, aun así, casi no hay sangre. Eso indica que cortaron el dedo mucho después de que se colgara. Vinieron y vieron que él mismo había hecho el trabajo por ellos.
– ¿Quiénes?
– Bueno. En algunos países, los gitanos castigan a los ladrones cortándoles un dedo -dijo Harry-. Si le han robado a un gitano, claro.
– Creo que he conseguido una huella buena -dijo Beate secándose el sudor de la frente-. ¿Lo bajamos?
– No -dijo Harry-. En cuanto echemos un vistazo, lo ordenamos todo otra vez y nos largamos. Vi una cabina telefónica en la calle principal, haré una llamada anónima a la policía desde allí, y les informaré de lo sucedido. Cuando lleguemos a Oslo, tú llamas y solicitas el informe del forense. No dudo que muriera por estrangulamiento, pero quiero saber la hora de la muerte.
– ¿Y qué hacemos con la puerta?
– Poco se puede hacer con ella.
– ¿Y tu nuca? La venda está roja.
– Olvídalo. Me duele más el brazo que me aplasté al derribar la puerta.
– ¿Cuánto te duele?
Harry levantó el brazo con cuidado e hizo una mueca.
– Va bien mientras no lo mueva.
– Entonces, alégrate de no padecer el mal de Setesdal.
Dos de los tres que estaban en la habitación se rieron, pero acallaron las risas enseguida.
Camino del hotel, Beate le preguntó a Harry si le parecía que ya cuadraba todo.
– Desde un punto de vista técnico, sí. Aparte de eso, los suicidios nunca me cuadran.
Tiró el cigarrillo, cuyas ascuas dibujaron parábolas chispeantes contra una oscuridad que casi parecía de tela.
– Pero yo soy así.
Habitación 316
La ventana se abrió de golpe.
– Trond no está -dijo una voz que pronunció la erre a la francesa.
Obviamente, el cabello teñido había sido víctima de otra dosis de productos químicos desde la última vez, y el cuero cabelludo relucía por entre la exhausta melena.
– ¿Habéis estado en algún país mediterráneo?
Harry levantó una cara tostada por el sol y la miró.
– En cierto modo. ¿Sabes dónde podemos encontrarlo?
– Está metiendo cosas en el coche -dijo ella y señaló hacia el otro lado de las casas-. Creo que se va de viaje, pobrecito.
– Ya.
Beate hizo amago de irse, pero Harry no se movió.
– ¿Llevas viviendo aquí mucho tiempo? -preguntó.
– Pues sí. Treinta y dos años.
– Entonces, supongo que te acuerdas de Lev y de Trond cuando eran pequeños.
– Naturalmente. Sí, ellos dejaron huella en este barrio. -Sonrió y se apoyó en el marco de la ventana-. Especialmente, Lev. Todo un galán. Enseguida comprendimos que podía ser peligroso para las chicas.
– Peligroso… ya. Probablemente conoces la historia del hombre mayor que se cayó desde el paso peatonal, ¿no?
Su rostro se ensombreció, y ella susurró con voz trágica:
– Ah, sí. Fue horrible. He oído que nunca más consiguió andar bien del todo; pobre viejo. Se le anquilosaron las rodillas. Resulta increíble que un niño haga algo tan perverso.
– Ya. Parece que era un bala perdida.
– ¿Un bala perdida? -repitió la vecina haciéndose sombra con la mano-. Yo no diría exactamente eso. Era un chico atento y muy educado. Por eso era tan extraño.
– ¿Y todo el barrio sabía que lo había hecho él?
– Todos. Yo misma lo vi desde esta ventana con una chaqueta roja en una bicicleta a toda prisa. Y debí comprender que algo pasaba cuando volvió: venía totalmente pálido.
La mujer se estremeció al sentir una ráfaga de aire frío y luego señaló la calle.
Trond se acercaba caminando con los brazos caídos. Fue aminorando el paso hasta que, al fin, se detuvo ante ellos.
– Es Lev, ¿verdad? -dijo cuando llegó hasta donde se hallaban.
– Sí -respondió Harry.
– ¿Ha muerto?
Harry vio de soslayo el rostro asomado a la ventana.
– Sí. Ha muerto.
– Vale -dijo Trond.
Se inclinó hacia delante y ocultó la cara entre las manos.
Bjarne Møller estaba junto a la ventana mirando a la calle con aire de preocupación cuando Harry asomó por la puerta entreabierta antes de llamar con unos golpecitos discretos.
Møller se dio la vuelta y, al verlo, se le iluminó la cara.
– Hola.
– Aquí está el informe, jefe.
Harry arrojó sobre el escritorio un par de carpetas de cartón verde.
Møller se dejó caer en la silla, le costó un poco acomodar sus largas piernas debajo del escritorio, y se puso las gafas.
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