Ella enarcó las cejas, finas y bien depiladas. Titubeó. Y, finalmente, hizo un gesto de resignación, antes de rendirse:
– ¿Por qué no?
Harry creyó notar un leve olor a ginebra, pero también podría tratarse de su perfume. No había nada en la casa que indicase algún tipo de anomalía: estaba limpia y ordenada, olía bien y había flores frescas en un florero, sobre el aparador. Harry vio que la funda del sofá estaba un poco más blanca que el blanco sucio que lucía la última vez que estuvo sentado en él. Los suaves acordes de una pieza clásica surgían de unos altavoces que no alcanzaba a ver.
– ¿Mahler? -preguntó Harry.
– Greatest hits -confirmó Vigdis-. Arne sólo compraba álbumes recopilatorios. Todo lo que no sea lo mejor carece de interés, solía decir.
– Pues qué bien que no se llevara todos los álbumes. Por cierto, ¿dónde está ahora?
– En primer lugar, nada de lo que ves aquí es suyo. Y en cuanto a dónde está, ni lo sé ni quiero saberlo. ¿Tienes un cigarrillo, comisario?
Harry le ofreció el paquete y la observó mientras luchaba con un voluminoso mechero de mesa de teca y plata. Harry estiró el brazo por encima de la mesa para darle su mechero de usar y tirar.
– Gracias. Estará en el extranjero, supongo. En algún lugar donde haga calor, aunque me temo que no tanto como el que yo le desearía.
– Ya. ¿Qué quieres decir con que nada de lo que hay aquí es suyo?
– Exactamente eso. La casa, los muebles, el coche, todo es mío. -Exhaló el humo con fuerza-. Pregúntale a mi abogado.
– Yo pensaba que era tu marido quien tenía el dinero…
– ¡No lo llames así! -Daba la sensación de que Vigdis Albu se empeñaba en succionar todo el tabaco del cigarrillo-. Sí, el dinero era de Arne. Tenía suficiente dinero para comprar esta casa y estos muebles, los coches, los trajes y la cabaña; y las joyas que me regalaba sólo para que las luciera ante nuestras supuestas amistades. Lo único que significaba algo para Arne era precisamente la opinión de los demás. De su familia, de mi familia, de los colegas, los vecinos, los amigos de la facultad… -La ira confería a su voz un tono duro y metálico, como si hablara por un megáfono-. Todos eran espectadores de la fabulosa vida de Arne Albu; debían aplaudir cuando las cosas iban bien. Si Arne hubiese empleado la misma energía en dirigir la empresa que en cosechar aplausos, tal vez «Albu AS» no se habría ido al garete como lo hizo.
– Ya. Según el periódico Dagens Næringsliv, Albu AS era una empresa modélica.
– Albu AS era una empresa familiar, no una empresa que cotizara en bolsa y que debiera hacer pública su contabilidad. Arne hizo que pareciera que tenía superávit vendiendo activos de la empresa. -Vidgis Albu aplastó en el cenicero el cigarrillo a medio fumar-. Hace un par de años, la empresa atravesó una crisis seria por falta de liquidez y, como Arne respondía personalmente por las deudas, puso la casa y otros bienes a mi nombre y al de los niños.
– Ya. Pero los que compraron la empresa pagaron bastante. Treinta millones, según la prensa.
Vigdis rió con amargura.
– ¿Así que te creíste la historia del exitoso hombre de negocios tque reduce su actividad para dedicarse a la familia? Arne es muy bueno para esas cosas, eso es cierto. Déjame que te lo diga de esta manera: Arne tuvo que elegir entre renunciar voluntariamente a la empresa o ir a la quiebra. Naturalmente, eligió lo primero.
– ¿Y los treinta millones?
– Arne puede ser encantador cuando quiere. La gente tiende a creerle cuando se comporta así. Eso fue lo que hizo que el banco y el proveedor mantuvieran la empresa a flote tanto tiempo. En el acuerdo con el proveedor que se hizo cargo y que, más que un acuerdo, debió de ser una capitulación incondicional, Arne consiguió dos cosas. Le permitieron quedarse con la cabaña, que siguió estando a su nombre. Y convenció al comprador para fijar el precio de compra en treinta millones. Esto último significaba poco para ellos, pues podían descontar toda esa cantidad de los beneficios de Albu AS. Pero, por supuesto, lo significaba todo para la fachada de Arne Albu. Hizo que la quiebra pareciera un chollo de venta. No está nada mal, ¿verdad?
Vidgis Albu echó la cabeza hacia atrás y se rió. Harry alcanzó a ver la pequeña cicatriz de la intervención estética debajo del mentón.
– ¿Qué pasó con Anna Bethsen? -quiso saber Harry.
– ¿Su puta? -La mujer cruzó sus bien torneadas piernas, se apartó el cabello de la cara con un dedo y miró al infinito con expresión indiferente-. Ella no fue más que un juguete. Su error fue que no pudo resistirse a la tentación de jactarse de su amante gitana delante de sus amigos. Y no todos los que Arne consideraba amigos sentían que le debían especial lealtad, por expresarlo educadamente. Resumiendo, acabé enterándome.
– ¿Y?
– Le di otra oportunidad. Por los niños. Soy una mujer razonable.
Sus ojos hinchados por el agotamiento le dedicaron a Harry una mirada cansina.
– Pero no la aprovechó.
– ¿A lo mejor descubrió que se había convertido en algo más que un juguete?
Ella no respondió, pero sus finos labios se afilaron más aún.
– ¿No tenía un despacho en casa, o algo así?
Vigdis Albu hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
Subió la escalera delante de él.
– A veces cerraba la puerta con llave y se pasaba ahí casi toda la noche.
Abrió la puerta de una habitación del desván con vistas a los tejados vecinos.
– ¿Trabajaba?
– Navegaba por internet. Estaba totalmente enganchado a eso. Decía que miraba coches y esas cosas, pero vete a saber.
Harry se adelantó hasta el escritorio y abrió uno de los cajones.
– ¿Por qué está vacío?
– Se llevó lo que había aquí. Cabía en una bolsa de plástico.
– ¿El ordenador también?
– Sólo había un portátil.
– ¿Que de vez en cuando conectaba al móvil?
Ella enarcó una ceja.
– No sé nada de eso.
– Sólo preguntaba.
– ¿Quieres ver alguna otra cosa?
Harry se dio la vuelta. Vigdis Albu estaba apoyada en el quicio de la puerta con un brazo en la cabeza y el otro en la cadera. La sensación de déjà vu fue abrumadora.
– Tengo una última pregunta, señora… Vigdis.
– ¿Ah sí? ¿Tienes prisa, comisario?
– Tengo un taxímetro en marcha. La pregunta es sencilla. ¿Crees que pudo matarla?
Ella miró pensativa a Harry mientras daba leves patadas a la puerta con el tacón del zapato.
Harry esperó.
– ¿Sabes lo primero que me dijo cuando le conté que sabía lo de su puta? «Tienes que prometerme que no se lo dirás a nadie, Vigdis.» Yo no debía decírselo a nadie! Para Arne, la apariencia de felicidad de cara a la galería era más importante que la felicidad misma. Mi respuesta, comisario, es que no tengo ni idea de qué sería capaz de hacer. No conozco a ese hombre.
Harry sacó una tarjeta de visita del bolsillo interior.
– Quiero que me llames si se pone en contacto contigo, o si te enteras de dónde está. Enseguida.
Vigdis miró la tarjeta de visita con una levísima sonrisa en los labios, de color rosa pálido.
– ¿Sólo en ese caso, comisario?
Harry no contestó.
Fuera, en la escalera, se volvió hacia ella.
– ¿Se lo contaste alguna vez a alguien?
– ¿Que mi marido me era infiel? ¿Tú qué crees?
– Bueno. Creo que eres una mujer pragmática.
Ella sonrió ampliamente.
– Dieciocho minutos -anunció Øystein-. Joder, empiezo a recuperar el pulso.
– ¿Llamaste a mi antiguo número de móvil mientras estaba dentro?
– Sí. Daba señal de llamada sin parar.
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