Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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– No oí nada. Ya no está ahí dentro.

– Perdona, pero ¿has oído hablar del modo de vibración?

– ¿Qué?

Øystein simuló un ataque de epilepsia.

– Así. Modo de vibración. Silent phone.

– El mío sólo costó una corona, y sólo funcionaba con sonido. Se lo ha llevado, Øystein. ¿Qué ha pasado con el BMW azul que estaba allí abajo?

– ¿Qué?

Harry suspiró.

– Vámonos.

31

La linterna Maglite

– ¿Me estás diciendo que a nosotros nos persigue un chalado porque tú no encuentras a la persona que asesinó a un familiar suyo?

La voz de Rakel parecía muy desagradable desde el auricular.

Harry cerró los ojos. Halvorsen se había ido a la tienda de Elmer, y tenía la oficina para él solo.

– En resumen, sí. Hicimos un trato. Él cumplió su parte.

– ¿Y eso significa que ahora nos persiguen a nosotros? ¿Y por eso tengo que huir del hotel con mi hijo, que en un par de días sabrá si le dejarán seguir o no con su madre? Por eso… por eso… -Su voz era cada vez más alta, entrecortada y furiosa. Él la dejó continuar, sin interrumpirla-. ¿Por qué, Harry?

– Por la razón más vieja del mundo -le contestó-. Venganza de sangre. Vendetta.

– ¿Qué tiene eso que ver con nosotros?

– Como te dije, nada. Tú y Oleg no sois el objetivo final, sólo sois el medio. Este hombre se siente en la obligación de vengar el asesinato.

– ¡¿Obligación?! -Su grito se le incrustó en los tímpanos-. ¡La venganza es uno de esos territorios frecuentados por los hombres, no tiene nada que ver con las obligaciones, sino con instintos del hombre de Neanderthal!

Él esperó hasta que supuso que había acabado.

– Lo siento. Pero ahora no puedo hacer nada.

Ella no respondió.

– ¿Rakel?

– Sí.

– ¿Dónde estáis?

– Si lo que dices es cierto, que nos encontraron con tanta facilidad, no sé si atreverme a decírtelo por teléfono.

– De acuerdo. ¿Es un sitio seguro?

– Eso creo.

– Ya.

Una voz rusa de fondo entraba y salía de la línea como en una emisora de onda corta.

– ¿Por qué no puedes simplemente asegurarme que estamos a salvo, Harry? Dime que te lo has inventado todo, que nos están tomando el pelo. -Su voz sonaba abatida-. Cualquier cosa.

Harry se tomó su tiempo antes de contestar con voz clara y serena:

– Porque es preciso que tengas miedo, Rakel. El miedo suficiente como para que hagas lo que es preciso.

– ¿Como qué?

Harry respiró hondo.

– Yo lo arreglaré, Rakel. Te lo prometo. Yo lo arreglaré.

Inmediatamente después de hablar con Rakel, Harry llamó a Vigdis Albu, que respondió al primer tono de llamada.

– Hola. ¿Estás al lado del teléfono esperando a que llame alguien, señora Albu?

– Pero ¿qué te has creído, comisario?

Harry percibió en la voz que se habría tomado al menos un par de copas después de que él se marchara.

– No tengo ni idea, pero quiero que denuncies la desaparición de tu marido.

– ¿Por qué? Yo no lo echo en falta -dijo con una risita breve y triste.

– Bueno. Necesito un motivo para poner en marcha un dispositivo de búsqueda. Puedes elegir entre denunciarlo como desaparecido o que lo busque yo. Por asesinato.

Siguió un largo silencio.

– No entiendo, agente.

– No hay mucho que entender, señora Albu. ¿Informo de que has denunciado su desaparición?

– ¡Espera! -gritó ella. Harry oyó que se rompía un vaso al otro lado-. ¿De qué estás hablando? Sobre Arne ya hay una orden de búsqueda y captura.

– Por mi parte sí. Pero aún no he informado a nadie más.

– ¿Ah, sí? Y, ¿qué hay de tres investigadores que estuvieron aquí cuando tú te fuiste?

A Harry le pareció que un dedo gélido le recorría la espina dorsal. ¿Qué tres investigadores?

– ¿No os habláis en la policía? No querían irse, casi me entró miedo.

Harry se levantó de la silla de oficina.

– ¿Llegaron en un BMW azul, señora Albu?

– ¿Recuerdas lo que te dije sobre lo de «señora», Harry?

– ¿Qué les contaste?

– Contarles, no les conté nada que no te dijera a ti. Vieron unas fotos y… no es que fueran maleducados, pero…

– ¿Qué les dijiste para que se marcharan?

– ¿Para que se marcharan?

– No se habrían ido si no hubieran conseguido lo que buscaban. Créeme, señora Albu.

– Harry, me estoy cansando de recordarte…

– ¡Piensa! Esto es importante.

– Pero, santo cielo, no les dije nada. Yo… bueno, les dejé escuchar un mensaje que Arne había dejado en el contestador hace dos días. Y luego se fueron.

– Dijiste que no habías hablado con él.

– Y no lo he hecho. Sólo me informaba de que había recogido a Gregor. Y era verdad, de fondo se oía ladrar a Gregor.

– ¿Desde dónde llamaba?

– ¿Cómo lo voy a saber?

– Los que te visitaron lo entendieron. ¿Puedes ponerme la grabación?

– Pero sólo dice que…

– Por favor, haz lo que te digo. Se trata de… -quería expresarlo de otro modo, pero no lo encontró-: Es cuestión de vida o muerte.

Era mucho lo que Harry ignoraba sobre el tema de las comunicaciones. No sabía que los cálculos habían demostrado que la construcción de dos carriles de túnel en Vinterbro y la prolongación de la autovía eliminarían las colas de las horas punta en la E 6 al sur de Oslo. No sabía que los argumentos más importantes para esta inversión multimillonaria no se basaban en los votantes que venían de Moss y Drobak, sino en la seguridad vial, ni que, en la fórmula que utilizaban las autoridades para calcular la rentabilidad de la sociedad, una vida humana estaba valorada en 20,4 millones de coronas, lo que incluía gastos de ambulancia y de redistribución del tráfico y la pérdida de futuros ingresos tributarios. Porque Harry, que sufría el atasco hacia el sur en la E 6 dentro del Mercedes de Øystein, ni siquiera sabía en cuánto valoraba él la vida de Arne Albu. Y, sobre todo, ignoraba qué ganaría si la salvaba. Sólo sabía que sería incapaz de afrontar lo que perdería. Totalmente incapaz. Así que más le valía no pensar demasiado.

La grabación que le reprodujo Vigdis Albu por teléfono sólo duraba cinco segundos y contenía una sola información importante. Pero era suficiente. No había nada en las nueve breves palabras que Arne Albu dijo antes de colgar: «Me he llevado a Gregor. Para que lo sepas».

Lo revelador no eran los ladridos frenéticos de Gregor que se oían de fondo.

Eran los chillidos. Los fríos chillidos de las gaviotas.

Cuando vieron la señal del desvío hacia Larkollen, ya había anochecido.

Delante de la cabaña había un Jeep Cherokee. Harry continuó hasta la rotonda de cambio de sentido, pero allí tampoco vio el BMW azul. Aparcó justo debajo de la cabaña. No tenía sentido intentar aproximarse a hurtadillas pues, cuando bajó la ventanilla por la cuesta, ya se oían los ladridos.

Harry era consciente de que debería haber ido armado. No porque hubiese razón alguna para pensar que Arne Albu lo estuviera, pues él no podía saber que alguien deseara cobrarse su vida, o su muerte; sino porque ya no eran los únicos actores en aquella función.

Harry salió del coche. No se veían ni se oían gaviotas y pensó que tal vez sólo manifestasen su presencia durante el día.

Gregor estaba atado a la barandilla de la escalinata de acceso a la entrada principal. Los dientes del can relucían a la luz de la luna y emitían frías ondas a lo largo de la aún dolorida nuca de Harry, pero éste se obligó a continuar avanzando hacia el animal con pasos largos y sosegados.

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