Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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Una lágrima fue a estrellarse contra el reposabrazos.

– Era una buena persona. No hay mucha gente que sepa apreciar esa cualidad, hoy día. Era de fiar, fiel y siempre estaba de buen humor. Y era valiente. Aunque yo durmiera, ella se levantaba y bajaba al salón cuando le parecía oír algún ruido. Yo le decía que debía despertarme porque, ¿qué pasaría el día que de verdad hubiera ladrones allí abajo? Pero ella se reía diciendo «pues lo invito a gofres, así te despertarás tú». Yo me despertaba con el olor de los gofres cuando los preparaba… sí.

Respiró con fuerza por la nariz. Las ramas desnudas del abedul los saludaban con las ráfagas de viento.

– Deberías haber preparado gofres -dijo en un susurro.

Intentó reír, pero sonó como un llanto.

– ¿Qué tipo de amigos tenía? -preguntó Beate.

Grette no había terminado de sollozar y Beate tuvo que repetir la pregunta.

– Le gustaba estar sola -explicó Grette-. Quizá porque era hija única. Se llevaba bien con sus padres. Y nos teníamos el uno al otro. No necesitábamos a nadie más.

– Bueno, podía relacionarse con otras personas sin que tú lo supieras, ¿no? -sugirió Beate.

Grette la miró.

– ¿Qué quieres decir?

Beate se sonrojó y, con una sonrisa, precisó:

– Quiero decir que a lo mejor no te contaba cada conversación que mantenía con todas las personas con las que hablaba.

– ¿Por qué no? ¿Adónde queréis llegar?

Beate tragó saliva e intercambió una mirada con Harry, que aprovechó para relevarla.

– Hay ciertas circunstancias que siempre investigamos en relación con un atraco, no importa lo improbables que parezcan. Y una de ellas es que puede darse el caso de que algún empleado del banco haya sido cómplice del atracador. A veces ocurre que el atracador cuenta con la ayuda de alguien de dentro, tanto para planificar el atraco como para llevarlo a cabo. Por ejemplo, no cabe duda de que el atracador sabía la hora en que se reponía el dinero del cajero automático. -Harry estudiaba la cara de Grette por si veía alguna reacción. Pero su mirada indicaba que los había abandonado, otra vez-. Hemos hablado de esto con todos los demás empleados -mintió Harry.

Fuera se oyó el graznido de una urraca. Quejumbroso, solitario. Grette asintió. Primero lentamente, luego más afanoso.

– Ya -dijo-. Comprendo. Creéis que mató a Stine por eso. Creéis que Stine conocía al atracador. Y cuando ya no le era útil, la mató para borrar posibles conexiones. ¿No es verdad?

– Cuando menos, es una posibilidad teórica -puntualizó Harry.

Grette negó con la cabeza y rió con una risa cavernosa y triste.

– Es obvio que no conocíais a mi Stine. Ella nunca haría algo así. ¿Y por qué lo iba a hacer? Si llega a vivir un poco más, habría sido millonaria.

– ¿Y eso?

– Walle Bødtker, su abuelo. Ochenta y cinco años y dueño de tres edificios en el centro de la ciudad. Le confirmaron cáncer de pulmón este verano y desde entonces sólo ha ido a peor. Cada uno de sus nietos heredará un edificio.

La pregunta de Harry salió como un acto reflejo.

– ¿Quién heredará ahora el edificio de Stine?

– Los otros nietos -aclaró Grette, dejando traslucir la repulsa que le producía la insinuación implícita en la pregunta-. Y ahora investigaréis si tienen coartada, ¿no?

– ¿Crees que no deberíamos hacerlo, Grette? -preguntó Harry.

Grette estaba a punto de responder pero se calló cuando su mirada se cruzó con la de Harry. Se mordió el labio inferior.

– Lo siento -se disculpó pasándose la mano por el corto cabello-. Por supuesto que debería alegrarme de que investiguéis todas las posibilidades. Sólo que se me antoja tan imposible. Y absurdo. Aunque lo atrapéis, nunca podré vengar lo que me ha hecho. Ni siquiera una pena de muerte puede hacerlo. Perder la vida no es lo peor que le puede pasar a una persona. -Harry ya sabía lo que venía a continuación-. Lo peor es perder la razón de vivir.

– Bueno -dijo Harry levantándose-. Aquí tienes mi tarjeta. Llámame si te acuerdas de algo. También puedes preguntar por Beate Lønn.

Grette se había vuelto otra vez hacia la ventana y no vio la tarjeta que Harry le tendía, así que éste la dejó sobre la mesa. Fuera ya era casi de noche y la luz arrancaba reflejos transparentes, casi fantasmagóricos, a los vidrios de las ventanas.

– Tengo la sensación de que lo vi -dijo Grette-. Los viernes suelo ir directamente del trabajo a jugar a squash en las instalaciones de SATS, en la calle Sporveisgata. No tenía pareja, así que me quedé entrenando en el gimnasio. Levantando algunas pesas, haciendo bicicleta, y esas cosas. Pero hay tanta gente a esas horas que te pasas la mayor parte del tiempo haciendo cola.

– Lo sé -dijo Harry.

– Estaba allí cuando mataron a Stine. A trescientos metros del banco. Deseando darme una ducha e ir a casa para empezar a preparar la cena. Yo siempre hacía la cena los viernes. Me gustaba esperarla. Me gustaba… esperar. No a todos los hombres les gusta.

– ¿Qué quieres decir con que lo viste? -preguntó Beate.

– Vi pasar a una persona que entró en el vestuario. Llevaba ropa ancha y negra. Un mono o algo así.

– ¿Y capucha?

Grette negó con la cabeza.

– ¿Gorra con visera, a lo mejor? -preguntó Harry.

– Llevaba la gorra en la mano. Podía ser una capucha. O una gorra con visera.

– ¿Le viste la ca…? -comenzó Harry, pero Beate lo interrumpió.

– ¿Estatura?

– No sé -dijo Grette-. Estatura normal. ¿Qué es normal? Uno ochenta, a lo mejor.

– ¿Por qué no nos has contado esto antes? -preguntó Harry.

– Porque…, como digo, fue una sensación. Sé que no era él -terminó Grette, apretando los dedos contra el cristal de la ventana.

– ¿Cómo estás tan seguro? -preguntó Harry.

– Porque dos colegas vuestros vinieron hace unos días. Ambos se llamaban Li. -Se volvió bruscamente hacia Harry-. ¿Son familia?

– No. ¿Qué querían?

Grette retiró la mano. Las marcas de grasa de la ventana aparecían rodeadas de rocío.

– Querían comprobar si Stine fue cómplice del atracador. Y me enseñaron fotos del atraco.

– ¿Y?

– El mono de la foto era negro y sin etiquetas. El que yo vi en SATS tenía unas letras grandes y blancas en la espalda.

– ¿Qué letras eran? -preguntó Beate.

– P-O-L-I-C-I-A -explicó Grette mientras borraba las marcas de los dedos sobre el cristal-. Luego, cuando salí a la calle, oí las sirenas de la policía en Majorstua. Lo primero que pensé fue que era extraño que los ladrones escaparan con tanta presencia policial.

– De acuerdo. ¿Por qué crees que pensaste eso en aquel momento?

– No lo sé. A lo mejor porque alguien me había robado la raqueta de squash en el vestuario mientras entrenaba. Lo siguiente que pensé fue que estaban atracando el banco de Stine. Son cosas que se te ocurren cuando dejas que el cerebro fantasee libremente, ¿no? Luego me fui a casa y preparé lasaña. A Stine le encantaba la lasaña.

Grette intentó sonreír, y las lágrimas acudieron de nuevo a sus ojos.

Harry desvió la vista hacia la hoja donde había estado escribiendo Grette para evitar ver llorar a aquel hombre adulto.

– Según tu cuenta corriente, has retirado una suma importante en los últimos seis meses. -La voz de Beate sonó dura y metálica-. Treinta mil coronas en São Paulo. ¿En qué las gastaste?

Harry la miró, sorprendido. La joven colega no parecía afectada por la situación.

Grette sonrió entre lágrimas.

– Stine y yo celebramos allí nuestro décimo aniversario de boda. A ella le quedaba una semana de vacaciones y se fue una semana antes que yo. Nunca habíamos estado separados tanto tiempo.

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