Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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Permanecieron sentados mirando al fiordo. Las gaviotas se habían convertido en dos pequeños puntos allá a lo lejos.

– ¿Tú qué harías? -dijo Halvorsen.

– Dejarlo.

Los puntos empezaron a crecer: las gaviotas emprendían el regreso.

De vuelta en la Comisaría General, se encontró un mensaje telefónico de Møller.

– Vamos a dar una vuelta -le dijo el jefe cuando Harry le devolvió la llamada.

– A donde sea -añadió Møller, ya en la calle.

– A la tienda de Elmer -dijo Harry-. Tengo que comprar tabaco.

Møller siguió a Harry por un sendero fangoso que atravesaba el césped entre la comisaría y la entrada adoquinada de Botsen. Harry se dio cuenta de que los de planificación no parecen entender que la gente siempre encontrará el camino más corto entre dos puntos, independientemente de dónde construyan las calles. Al final del camino había una señal medio tumbada que decía: «Prohibido pisar el césped».

– ¿Te has enterado del atraco que se ha producido esta mañana en Grønlandsleiret? -preguntó Møller.

Harry asintió con la cabeza.

– Es curioso que elija hacerlo a unos cientos de metros de la comisaría.

– Tuvo la suerte de que la alarma del banco se estaba reparando.

– No creo en la suerte -dijo Harry.

– ¿Ah, no? ¿Crees que tenía información de alguien del banco?

Harry se encogió de hombros.

– O de alguna otra persona que supiera lo de la reparación.

– Sólo el banco y el técnico saben esas cosas. Bueno, y nosotros, claro.

– Pero no querías hablarme del atraco de hoy, ¿verdad, jefe?

– No -admitió Møller bordeando el charco de puntillas-. El comisario jefe ha mantenido una conversación con el alcalde. Todos estos atracos le preocupan.

Por el camino se pararon para dejar pasar a una mujer que llevaba tres niños a rastras. Les reñía con voz cansada e irritada, y evitó mirar a Harry a los ojos. Era la hora de las visitas en la cárcel de Botsen.

– Ivarsson es competente, nadie lo duda -dijo Møller-. Pero este Dependiente parece ser de una pasta distinta a la habitual. Puede que el comisario jefe piense que, en esta ocasión, no bastarán los métodos convencionales.

– A lo mejor no. ¿Y qué? Una victoria más o menos en campo contrario; no es tan grave.

– ¿Victoria en campo contrario?

– Un caso sin resolver. Es una jerga habitual, jefe.

– Nos jugamos más que eso, Harry. Los periodistas llevan todo el día dándonos la lata, es una absoluta locura. Le llaman el nuevo Martin Pedersen. Y la edición digital del periódico VG se ha enterado de que le llamamos el Dependiente.

– Así que estamos con la misma historia de siempre -observó Harry cruzando la calle en rojo con Møller pisándole los talones-. Son los periodistas quienes deciden a qué debemos dar prioridad.

– Bueno, al fin y al cabo, ha matado a una persona.

– Sí, pero los asesinatos de los que no se habla se archivan.

– ¡Ah no! -exclamó Møller-. No estoy dispuesto a discutir ese asunto una vez más.

Harry se encogió de hombros mientras pasaba por encima de un expositor de periódicos que había volcado en el suelo. En la acera yacía un periódico, cuyas páginas pasaban a una velocidad de vértigo.

– Entonces, ¿qué es lo que quieres? -preguntó Harry.

– Como es natural, al comisario jefe le preocupa el prestigio en este asunto. Un atraco aislado a una oficina de correos se olvida mucho antes de que se archive; nadie se da cuenta de que el atracador no ha sido detenido. Y cuanto más se habla del atraco a un banco, más curiosidad despierta. Martin Pedersen no fue más que un hombre corriente que hizo lo que muchos sueñan con hacer, un Jesse James moderno, un fugitivo de la justicia. Estos sucesos crean mitos y héroes y generan empatía. Y así aparecen nuevos aspirantes para el gremio de los atracadores de bancos. El número de atracos aumentó sensiblemente en todo el país mientras la prensa escribía sobre Martin Pedersen.

– Teméis el efecto de contagio. Vale. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?

– Ivarsson es competente, nadie lo duda -dijo Møller-. Pero este Dependiente no es un atracador convencional. El comisario jefe no está satisfecho con los resultados obtenidos hasta ahora. -Møller señaló hacia la cárcel con un gesto-. Se ha enterado del episodio con Raskol.

– Ya.

– Estuve en el despacho del comisario jefe antes del almuerzo y se mencionó tu nombre. Varias veces, por cierto.

– Vaya, ¿debo sentirme halagado?

– Al menos eres un investigador que en otras ocasiones ha obtenido resultados con métodos poco convencionales.

Harry torció la boca en un intento por sonreír.

– El rasgo atractivo de un kamikaze…

– El mensaje es el siguiente, Harry. Deja todo lo que tengas entre manos y avísame si necesitas más gente. Ivarsson continuará como antes con su equipo. Pero apostamos por ti. Y… otra cosa… -Møller se acercó más a Harry-. Te damos rienda suelta. Estamos dispuestos a aceptar que te saltes algunas reglas. Siempre y cuando no salga del cuerpo, por supuesto.

– Ya. Me parece que lo he entendido. ¿Y si no es así?

– Te apoyaremos hasta donde sea posible. Pero, por supuesto, hay un límite.

Elmer se dio la vuelta cuando sonaron las campanillas que colgaban sobre el umbral de la puerta y señaló con la cabeza hacia la pequeña radio portátil que tenía enfrente.

– Y yo que creía que Kandahar era una marca de sujeción de esquíes. ¿Un paquete de Camel de veinte?

Harry asintió con la cabeza. Elmer subió el volumen de la radio y la voz del reportero que daba las noticias se mezcló con el zumbido de los sonidos del exterior: los coches, el viento que se afanaba por aferrarse a la marquesina, las hojas que crujían sobre el asfalto…

– ¿Y qué quiere tu colega?

Elmer señaló con la cabeza hacia la puerta, donde se había quedado Møller.

– Quiere un kamikaze -dijo Harry abriendo el paquete.

– ¿Ah, sí?

– Pero se ha olvidado de preguntar el precio -añadió Harry, que no tuvo que volverse para darse cuenta de la sonrisa maliciosa que exhibía Møller en su cara.

– ¿Y cuánto se le paga a un kamikaze en los tiempos que corren? -preguntó el quiosquero al tiempo que le devolvía el cambio a Harry.

– Si sobrevive, suele pedir permiso para hacer después lo que quiera -respondió Harry-. Es su única condición. Y la única que acepta.

– Es razonable -opinó Elmer-. Que tengan un buen día, señores.

Durante el camino de vuelta, Møller dijo que hablaría con el comisario jefe de la posibilidad de que Harry trabajara tres meses más en el caso de Ellen. Por supuesto, suponiendo que se atrapara al Dependiente. Harry asintió con la cabeza. Møller vaciló ante la señal de «Prohibido pisar el césped».

– Es el camino más corto, jefe.

– Sí -convino Møller-. Pero se le ensucian a uno los zapatos.

– Haz lo que quieras -dijo Harry y echó a andar por el sendero-. Los míos ya están sucios.

El atasco se disolvió justo después del desvío de Ulvøya. Había parado de llover y, en Llan, el asfalto ya estaba seco. Luego la carretera se ampliaba a cuatro carriles y era como si, al llegar la primavera y tras haberlos tenido encerrados durante el invierno, soltaran todos los coches que, ansiosos de velocidad, circulaban como el rayo. Harry miró a Halvorsen pensando cuándo oiría también él los desgarradores chirridos del limpiaparabrisas, pero Halvorsen no oía nada porque se había tomado al pie de la letra la invitación de la canción que sonaba en la radio:

– ¡Sing, sing, siiing!

– Halvorsen…

– For the love you bring…

Harry bajó el volumen de la radio, y Halvorsen le miró sin entender.

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