Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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– Los limpiaparabrisas -observó Harry-. Ya los puedes apagar.

– Oh, sí. Sorry.

Continuaron en silencio. Dejaron atrás el desvío de Drøbak.

– ¿Qué le dijiste al tipo de la tienda de comestibles? -preguntó Harry.

– No creo que quieras saberlo.

– Pero dime, ¿llevó algún pedido de comida a la cabaña de Albu el jueves de hace cinco semanas?

– Eso dijo.

– ¿Antes de que llegase Albu?

– Dijo que solía abrir la puerta con la llave, entrar y dejar la comida sin más.

– Así que tiene llave.

– Harry, con un pretexto tan endeble no podía preguntar demasiado.

– ¿Y cuál era el pretexto?

Halvorsen suspiró.

– Le dije que era agrimensor provincial.

– ¿Agrimen…?

– … sor provincial.

– ¿Qué es eso?

– No lo sé.

Larkollen se encontraba en un desvío, a trece kilómetros interminables y catorce curvas, bastante cerradas, de la carretera principal.

– A la derecha, donde la casa roja, después de la gasolinera -iba repitiendo Halvorsen de memoria antes de girar por un camino de gravilla.

– Vaya, esto son muchísimas alfombrillas de ducha -murmuró Harry cinco minutos más tarde, cuando Halvorsen detuvo el coche y señaló hacia la gigantesca cabaña de madera que se atisbaba entre los árboles.

Parecía un refugio de montaña aquejado de gigantismo que, por algún malentendido, había ido a parar al lado del mar.

– Parece que no hay nadie -observó Halvorsen mirando hacia las cabañas vecinas-. Sólo gaviotas. Una cantidad horrible de gaviotas. A lo mejor cerca hay un vertedero.

– Ya. -Harry miró el reloj-. De todos modos, vamos a aparcar un poco más arriba.

El camino desembocaba en una rotonda para cambiar de sentido. Halvorsen detuvo el motor y Harry abrió la puerta y salió del coche. Se desentumeció la espalda y prestó atención a los chillidos de las gaviotas y al lejano rumor del embestir de las olas contra las rocas de la playa.

– ¡Ah! -exclamó Halvorsen llenando los pulmones con deleite-. Esto es otra cosa, y no el aire de Oslo, ¿no?

– Desde luego -dijo Harry buscando el paquete de tabaco-. ¿Has traído el maletín?

Camino de la cabaña, Harry se fijó en una gaviota grande, de color blanco amarillento, que se había posado sobre un poste de la valla y que fue girando la cabeza despacio mientras pasaban. Harry creyó sentir en la espalda la penetrante mirada del ave durante todo el trecho, hasta llegar arriba.

– Esto no va a ser fácil -auguró Halvorsen tras examinar la sólida cerradura.

Había colgado la gorra en una lámpara de hierro forjado que había encima de la robusta puerta de roble.

– Ya. Empieza tú, yo echaré un vistazo por los alrededores.

– ¿A qué se debe que de repente fumes más que antes? -preguntó Halvorsen mientras abría el maletín con herrajes y refuerzos metálicos.

Harry se detuvo un instante. Miró hacia el bosque.

– Es para que tengas una oportunidad de ganarme corriendo en bicicleta.

Troncos de madera negros como el carbón, ventanas sólidas. Todos los detalles de la cabaña parecían sólidos e impenetrables. Harry pensó que podían entrar por la impresionante chimenea de piedra, pero descartó la idea. Bajó por el sendero, lleno de oscuro fango por la lluvia de los últimos días. Le resultó fácil imaginar pequeños pies desnudos de niño en verano, bajando a la carrera por un sendero ardiente por el sol, camino de la playa que se ocultaba tras los montes pelados. Se detuvo y cerró los ojos. Permaneció así hasta que logró evocar aquellos sonidos. El zumbido de los insectos, el rumor de la alta hierba meciéndose al amor de la brisa, una radio lejana con una canción que llevaba el viento, y los gritos complacidos de niños desde la playa. Él tenía diez años, y se había acercado a la tienda para comprar leche y pan. La gravilla se le clavaba en la planta de los pies, pero apretaba los dientes, porque estaba decidido a curtirse los pies ese verano para correr descalzo con Øystein cuando volviese a casa. Durante el camino de vuelta, la pesada bolsa de la compra parecía querer hundirlo en la gravilla del sendero y sentía como si pisara carbón incandescente. Pero entonces fijaba la vista en algo que había ante él en el camino, una piedra más grande o una hoja, y se proponía como meta llegar hasta allí, cubrir sólo esa corta distancia. Cuando, hora y media más tarde, por fin llegó a casa, la leche se había estropeado con el sol y su madre estaba enfadada. Harry abrió los ojos. Bandadas de nubes grisáceas surcaban el cielo muy deprisa.

Miró a su alrededor y pensó que no hay nada tan solitario como una casa de verano en otoño. Saludó a la gaviota al subir hacia la cabaña.

Halvorsen estaba inclinado resoplando sobre la cerradura con una ganzúa eléctrica en la mano.

– ¿Qué tal va eso?

– Mal.

Halvorsen se enderezó y se secó el sudor.

– No es una cerradura para aficionados. A menos que quieras usar una palanca, habrá que rendirse.

– Nada de palancas. -Harry se frotó el mentón-. ¿Has mirado debajo del felpudo?

Halvorsen suspiró.

– No. Y tampoco lo voy a hacer.

– ¿Por qué no?

– Porque hemos cambiado de milenio y la gente ya no deja la llave de su cabaña debajo del felpudo. Sobre todo, tratándose de cabañas millonarias. A no ser que estés dispuesto a jugarte cien coronas. Simplemente no me apetece. ¿Te parece bien?

Harry asintió con la cabeza.

– Bien -dijo Halvorsen y se puso en cuclillas para guardar las herramientas en el maletín.

– Quería decir que acepto lo de las cien coronas -dijo Harry.

Halvorsen lo miró.

– ¿Te cachondeas de mí?

Harry negó con la cabeza.

Halvorsen levantó el borde del felpudo de fibra sintética verde.

– Come seven -murmuró retirando la alfombra de un tirón.

Tres hormigas, dos piojos de mar y una tijereta reaccionaron arrastrándose por la piedra gris, pero no vieron la llave.

– A veces eres increíblemente ingenuo, Harry -dijo Halvorsen y le tendió la mano-. ¿Por qué iban a dejar una llave?

– Porque… -dijo Harry, que no vio la mano, pues se había concentrado en la lámpara de hierro forjado que colgaba junto a la puerta-… la leche se agria si se queda al sol.

Se acercó a la lámpara y empezó a desenroscar la parte superior.

– ¿Qué quieres decir?

– La comida se trajo el día antes de que llegara Albu, ¿verdad? Es obvio que la dejaron dentro de la casa.

– ¿Y qué? ¿Crees que puede haber una llave en la tienda de comestibles…?

– No lo creo. Pienso que Albu quería estar totalmente seguro de que nadie pudiera entrar de repente, cuando él y Anna estuvieran en la casa. -Volcó la parte superior y miró dentro-. Y ahora ya estoy seguro.

Halvorsen retiró la mano mascullando una protesta.

– Fíjate en el olor -dijo Harry cuando entraron en el salón.

– Huele a detergente para suelos -dijo Halvorsen-. Alguien ha estado fregando hace poco.

La robustez de los muebles, las antigüedades rústicas y la gran chimenea de esteatita, todo reforzaba la impresión de estar en un ambiente de montaña. Harry avanzó hasta una librería de pino que había al otro lado del salón y cuyos estantes aparecían poblados de libros viejos. Ojeó los títulos que figuraban en los lomos desgastados, pero tuvo la impresión de que nunca se habían leído. Al menos no en aquella cabaña. Quizás hubiesen comprado un lote en algún anticuario de Majorstua. Viejos álbumes. Cajones. Y en los cajones había cajas de puros de Cohiba y Bolívar. Uno de ellos estaba cerrado con llave.

– Mira lo que ha durado la limpieza-dijo Halvorsen.

Harry se dio la vuelta y vio a su colega señalando hacia las huellas húmedas y marrones que afeaban el suelo. Dejaron los zapatos en la entrada, buscaron una bayeta en la cocina y, después de limpiar el suelo, acordaron que Halvorsen se ocuparía del salón, mientras Harry se dedicaba a los dormitorios y el baño.

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