Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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– ¿Y qué hay de las ansias de venganza, también padeces de eso?

Ella lo miró.

– ¿Qué quieres decir?

– Mira a tu alrededor. La humanidad no consigue funcionar sin ese impulso. Venganza y revancha, ésa es la fuerza motriz del pequeñajo acosado en el colegio que luego se convierte en multimillonario; y del atracador que piensa que la sociedad lo ha tratado injustamente. Y míranos a nosotros. La venganza acalorada de la sociedad disfrazada de revancha fría y racional, ésa es nuestra profesión.

– Así ha de ser -dijo ella sin mirarlo a los ojos-. Sin castigo, la sociedad no funcionaría.

– Sí, pero hay algo más, ¿verdad? La catarsis. La venganza conlleva una suerte de purificación. Aristóteles escribió que el alma del ser humano se purifica con el miedo y la compasión que le infunde la tragedia. Es una idea aterradora, ¿no? A través de la tragedia de la venganza satisfacemos el deseo más íntimo del alma.

– No he leído mucha filosofía.

Levantó el vaso y tomó un buen trago.

Harry inclinó la cabeza.

– Yo tampoco. Sólo intento impresionarte. ¿Seguimos con el asunto?

– En primer lugar, la mala noticia -dijo Beate-. La reconstrucción de la cara que habría debajo de la máscara no funcionó. Sólo tenemos la nariz y el contorno de la cabeza.

– ¿Y la buena noticia?

– La mujer que utilizaron de rehén en el atraco de Grønlandsleiret cree que reconocería la voz del atracador. Dijo que era una voz tan excepcionalmente clara que casi pensó que se trataba de una mujer.

– Ya. ¿Algo más?

– Sí. He hablado con los empleados del gimnasio SATS y he averiguado un par de cosas. Trond Grette llegó a las dos y media, y se fue sobre las cuatro.

– ¿Cómo puedes estar segura de eso?

– Porque cuando llegó pagó la hora de squash con tarjeta. El banco BBS registró el pago a las 14.34. Y ¿recuerdas la raqueta de squash que le robaron? Pues, como es natural, se lo dijo a los empleados. La chica que trabajaba ese viernes anotó el tiempo que Grette pasó allí en el informe del día. Se fue del gimnasio a las 16.02.

– ¿Y ésa era la buena noticia?

– No, la buena viene ahora. ¿Te acuerdas del hombre con el mono que Grette vio pasar por delante de la sala de entrenamiento?

– ¿El que llevaba el letrero de «policía» en la espalda?

– Ése. He visto el vídeo. Podría ser una cinta adhesiva que el Dependiente hubiese pegado en la espalda y el pecho del mono.

– ¿Y?

– Si era el Dependiente, quizá tuviera distintivos policiales en cinta adhesiva que pegó en el mono cuando ya no lo captaban las cámaras.

– Ya.

Harry sorbió ruidosamente el café.

– Eso explicaría que nadie reparase en una persona con un mono negro: después del atraco, el lugar estaba infestado de uniformes policiales negros.

– ¿Qué dijeron los de SATS?

– Eso es lo más interesante. La empleada de turno se acuerda de un hombre con mono y que ella creyó que era agente de policía. Pasó a la carrera y la joven pensó que no querría llegar tarde a su hora de squash o algo así.

– ¿De modo que no tienen el nombre del individuo?

– No.

– Esto no es muy halagüeño…

– No, pero ahora viene lo mejor. La razón por la que se acuerda del tipo es que pensó que sería un GEO o algo así, porque el resto de su vestimenta era muy hortera. Bueno yo… -Beate guardó silencio y lo miró temerosa-. Yo no quería…

– No importa -la tranquilizó Harry-. Continúa.

Beate movió el vaso, y Harry creyó ver una minúscula sonrisa triunfal en aquella boca pequeña.

– Llevaba un pasamontañas bajado hasta la mitad. Y unas grandes gafas de sol le tapaban el resto de la cara. Y, según la empleada, iba cargado con una gran bolsa negra que parecía muy pesada.

Harry se atragantó con el café.

Unos zapatos viejos colgados por los cordones pendían del cable que había tendido entre los edificios de ambos lados de la calle Dovregata. La farola a la que estaba conectado el cable hacía lo que podía para iluminar el camino de adoquines, pero era como si la oscuridad del otoño ya hubiera vampirizado toda la luz de la ciudad. A Harry no le importaba, conocía a ciegas el camino al Schrøder desde la calle Sofie. Lo había comprobado en varias ocasiones.

Beate había conseguido la lista de las personas que tenían reservada hora para un partido de squash o una sesión de aeróbic en el gimnasio SATS a la hora en que estuvo allí el hombre del mono, y empezaría a llamarlos al día siguiente. Si no conseguía localizar al tipo, al menos cabía la posibilidad de que alguien que hubiese estado en los vestuarios cuando se cambió pudiera describirlo.

Harry pasó por debajo del par de zapatos del cable. Llevaba años viéndolos allí colgados y tenía la convicción de que nunca sabría cómo habían acabado allí.

Cuando entró, Ali estaba fregando la escalera.

– Supongo que odiarás el otoño noruego -comentó Harry limpiándose los zapatos-. No trae más que mierda y agua embarrada.

– En la ciudad donde vivía en Pakistán, la visibilidad era de cincuenta metros por la contaminación -sonrió Ali-. Todo el año.

Harry oyó un sonido lejano pero familiar. Hay una ley que dice que los teléfonos siempre suenan cuando puedes oírlos pero no llegar a tiempo para cogerlos. Miró el reloj. Las diez. Rakel le dijo que llamaría a las nueve.

– El trastero que tienes en el sótano… -comenzó Ali.

Pero Harry ya corría escaleras arriba e iba dejando una huella de sus Doctor Martens cada cuatro peldaños. En cuanto abrió la puerta, el teléfono dejó de sonar.

Se quitó las botas, se pasó las manos por la cara, se acercó hasta el teléfono y levantó el auricular. El número de teléfono del hotel estaba pegado en el espejo con un post-it. Lo cogió y vio reflejado en el espejo el primer correo de S#MN. Lo había impreso y lo tenía colgado en la pared. Una vieja costumbre: en la Brigada de Delitos Violentos solían decorar las paredes con fotografías, cartas y otras pistas de utilidad, a fin de inspirarse y encontrarles una relación o activar de alguna manera el subconsciente. Harry no conseguía leer la carta invertida, pero tampoco lo necesitaba:

Imaginemos que cenas en casa de una mujer y al día siguiente la encuentran muerta. ¿Qué haces?

S#MN

Cambió de idea, se fue al salón, encendió la tele y se desplomó en el sillón de orejas. Al rato se levantó de golpe, volvió a salir al pasillo y marcó el número.

Rakel sonaba cansada.

– En el Schrøder -dijo Harry-. Acabo de volver.

– Te he llamado al menos diez veces.

– ¿Pasa algo?

– Tengo miedo, Harry.

– Ya. ¿Tienes mucho miedo?

Harry se colocó en el umbral de la puerta del salón, sujetando el auricular entre el hombro y la oreja mientras bajaba el volumen del televisor con el mando a distancia.

– Mucho no -dijo ella-. Un poco.

– Tener un poco de miedo no es peligroso. Uno se hace fuerte con un poco de miedo.

– ¿Y si me entra mucho miedo?

– Sabes que iré enseguida. Sólo tienes que pedírmelo.

– Ya te he dicho que no puedes, Harry.

– En este momento te concedo el derecho a cambiar de opinión.

Harry observó al hombre que aparecía en la pantalla de la tele con turbante y uniforme de camuflaje. Su cara le resultó extrañamente familiar, se parecía a alguien.

– El mundo se está derrumbando -dijo ella-. Sólo necesitaba saber que hay alguien ahí.

– Pues hay alguien aquí.

– Pero suenas ausente.

Harry dejó de mirar la tele y se apoyó en el umbral.

– Lo siento. Pero estoy aquí y pienso en ti, a pesar de sonar ausente.

Ella empezó a llorar.

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