– Recibí este gorro de Akerselva en una bolsa sin sellar -gruñó el criminalista-. Esto no es un establo de ovejas. ¿Entendido?
Helgesen asintió y cruzó con Harry una mirada elocuente.
– Tienes que afrontarlo como un hombre -dijo Weber, dirigiéndose otra vez a Harry-. Por lo menos te libraste de lo que le pasó a Ivarsson hoy.
– ¿A Ivarsson?
– ¿De verdad que no te has enterado de lo que ha pasado hoy en el túnel subterráneo de Kulvert?
Harry negó con la cabeza y Weber emitió una risita de satisfacción y se frotó las manos.
– Pues huellas no, pero una buena historia sí que te vas a llevar, Hole.
El relato de Weber se parecía a sus informes. Frases cortas y rudimentarias que narraban los hechos sin descripciones pintorescas de sentimientos, sin inflexiones de la voz ni expresiones faciales. Pero a Harry no le costó lo más mínimo rellenar los huecos. Visualizó perfectamente al comisario jefe Rune Ivarsson y a Weber entrando en una de las salas de visita de la Brigada A y escuchando el cierre de la puerta con llave tras ellos. Ambas salas estaban en la zona de recepción y se destinaban a visitas de familiares. Allí, el preso podía pasar un rato con sus más allegados sin que nadie lo molestase; era una sala que incluso pretendía ser algo acogedora, con muebles sencillos, flores de plástico y un par de acuarelas en la pared.
Raskol estaba de pie cuando entraron. Llevaba un libro grueso debajo del brazo, y sobre la mesa baja que tenía delante, descansaba un tablero de ajedrez con las fichas ya dispuestas. No dijo ni una palabra, se limitó a mirarlos con sus ojos castaños y afligidos. Vestía una camisa a modo de túnica que casi le llegaba hasta las rodillas. Ivarsson parecía incómodo y, con voz imperiosa, se dirigió al altísimo y escuálido gitano pidiéndole que se sentara. Raskol obedeció con una leve sonrisa.
Ivarsson llevaba consigo a Weber, en lugar de a cualquiera de los jóvenes del grupo de investigación, porque creía que él, como el viejo zorro astuto que era, podría ayudarle a «tomarle el pulso a Raskol», según sus propias palabras. Weber arrimó una silla a la puerta y sacó un bloc de notas, e Ivarsson se sentó frente al mal afamado prisionero.
– Por favor, comisario jefe Ivarsson -dijo Raskol, invitando al agente a iniciar la partida de ajedrez con un gesto de su mano abierta.
– Hemos venido para recabar información, no a jugar -atajó Ivarsson, desabrido, al tiempo que dejaba sobre la mesa una hilera de fotos del atraco de la calle Kirkeveien.
– Queremos saber quién es este sujeto.
Raskol fue cogiendo las fotos una a una y las examinó con sonoros carraspeos.
– ¿Me prestas un bolígrafo? -preguntó después de verlas todas.
Weber e Ivarsson se miraron.
– Toma el mío -dijo Weber, entregándole su pluma.
– Prefiero uno normal y corriente -dijo Raskol sin apartar la vista de Ivarsson.
El comisario jefe se encogió de hombros, sacó un bolígrafo del bolsillo interior, y se lo dio.
– Primero quiero explicaros algo sobre el principio de los cartuchos de tinta -comenzó Raskol mientras desenroscaba el bolígrafo blanco que, casualmente, llevaba el logo del banco DnB-. Como sabéis, los empleados de banca siempre intentan meter un cartucho de tinta junto con el dinero si los atracan. En los cajetines del cajero automático el cartucho ya está montado. Algunos cartuchos de tinta están conectados a un emisor que se activa cuando alguien los mueve, digamos, al meterlos en una bolsa. Otros se activan al pasar por un sensor instalado sobre la puerta del banco, por ejemplo. El cartucho de tinta puede llevar un microemisor conectado a un receptor que lo dispara cuando llega a cierta distancia del receptor, por ejemplo, cien metros. Otros explotan con un sistema de retardo después de haberse activado. El cartucho puede tener muchas y muy variadas formas, pero debe ser tan pequeño que se pueda esconder entre los billetes. Algunos son así de pequeños. -Raskol marcó una distancia de dos centímetros con el pulgar y el índice-. La explosión no es peligrosa para el atracador; el problema es la tinta.
Sacó el cartucho de tinta del bolígrafo.
– Mi abuelo fabricaba tinta. Él me enseñó que, antiguamente, se utilizaba goma arábiga para hacer tinta de hierro. La goma viene de la acacia y se llama «lágrimas de Asia» porque se extrae en gotas amarillentas de este tamaño.
Aquí formó con el pulgar y el índice un círculo del tamaño de una nuez.
– La importancia de la goma es que da cuerpo y hace que la tinta no sea tan fluida. Se necesita también un disolvente. Antiguamente se recomendaba el agua de lluvia o vino blanco. O vinagre. Mi abuelo decía que se debe usar vinagre en la tinta cuando se le escribe a un enemigo, y vino si se le escribe a un amigo.
Ivarsson carraspeó, pero Raskol continuó sin inmutarse.
– La tinta era, en principio, invisible. Cuando se encontraba con el papel se hacía visible. Los cartuchos tienen un polvo de tinta roja que da lugar a una reacción química cuando entra en contacto con el papel de los billetes y hace que no se pueda borrar. El dinero queda marcado para siempre como dinero procedente de un atraco.
– Ya sé cómo funcionan los cartuchos de tinta -interrumpió Ivarsson-. Prefiero saber…
– Paciencia, querido comisario jefe. Lo fascinante de esta tecnología es su simplicidad. Resulta tan simple que yo mismo podría fabricar uno de esos cartuchos de tinta y colocarlo en cualquier sitio para hacerlo explotar cuando el receptor se situara a cierta distancia. Todo el equipo necesario cabría en una fiambrera.
Weber había dejado de tomar notas.
– Pero el principio del cartucho de tinta no consiste en su tecnología, comisario jefe Ivarsson. Sino en que delata. -En este punto, la cara de Raskol se iluminó con una gran sonrisa-. La tinta se adhiere también a la ropa y la piel del atracador. Y es tan potente que si ya te ha manchado las manos, no se puede quitar. Poncio Pilatos y Judas, ¿verdad? Sangre en las manos. Una sangría. El tormento del juez. El castigo del soplón.
A Raskol se le cayó el cartucho de tinta al suelo, al otro lado de la mesa y, mientras se agachaba para recogerla, Ivarsson hizo señales a Weber pidiéndole el bloc de notas.
– Quiero que escribas el nombre de la persona de la foto -dijo Ivarsson, dejando el bloc en la mesa-. No estamos aquí para jugar.
– ¿Jugar? No -dijo Raskol y enroscó el bolígrafo lentamente-. Te prometí que te daría el nombre de quien cogió el dinero, ¿verdad?
– Ése era el trato -convino Ivarsson inclinándose ansioso hacia delante cuando Raskol empezó a escribir.
– Nosotros, los xoraxanos, sabemos lo que es un trato -aseguró el gitano-. Aquí te escribo no sólo su nombre sino también el de la prostituta a la que visita regularmente, y el de la persona con la que contactó para que le rompiera la rodilla al joven que hace poco le rompió el corazón a su hija. Por cierto, que esa persona no aceptó el trabajo.
– Ee… estupendo.
Ivarsson se volvió rápidamente hacia Weber sonriendo entusiasmado.
– Toma -dijo Raskol entregándole a Ivarsson bloc y bolígrafo.
El comisario se apresuró a leer.
Y enseguida se esfumaron su entusiasmo y su sonrisa.
– Pero… -titubeó-. Helge Klementsen. Ése es el director de la sucursal. -De pronto, se le hizo la luz y preguntó-: ¿Está implicado?
– Por supuesto -dijo Raskol-. Fue él quien cogió el dinero, ¿no es verdad?
– Y lo metió en la bolsa del atracador -gruñó Weber bajito, desde la puerta.
La expresión de Ivarsson fue cambiando despacio de inquisitoria a rabiosa.
– ¿Qué clase de bobada es ésta? Prometiste ayudarme.
Raskol estudiaba su larga y puntiaguda uña del dedo meñique derecho. Afirmó seriamente con la cabeza, se inclinó sobre la mesa y le indicó con un gesto a Ivarsson que se acercara.
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