– Puede que la asistenta la encontrara en algún lugar de la casa y se la llevase… Y luego se la diese a esa tal… ¿se llamaba Anna?
– Ya. ¿Le importa que fume, señora Albu?
– Procuramos evitar el humo, ni mi marido ni yo… -Se llevó una mano rápidamente a la trenza del cabello-. Y Alexander, el pequeño, tiene asma.
– Lo siento. ¿A qué se dedica su marido?
– Es inversor. Vendió la empresa hace tres años.
– ¿Qué empresa?
– Albu AS. Importaba toallas y alfombrillas de baño para hoteles y grandes inmuebles.
– Parece que vendió muchas toallas. Y alfombrillas de baño.
– Teníamos la representación de toda Escandinavia.
– Enhorabuena. La bandera del garaje, ¿no es una de esas de los consulados?
Vigdis Albu había recuperado la calma y se quitó la gomilla del pelo. A Harry le pareció que se había hecho algo en la cara. Algo no cuadraba en las proporciones. Es decir, cuadraban demasiado bien, tenían una simetría casi artificial.
– Santa Lucía. Mi marido fue cónsul noruego allí durante once años. Hay una fábrica que cose las alfombrillas de baño. Y también tenemos una pequeña casa allí, ¿usted ha estado…?
– No.
– Una isla fantástica, maravillosa y agradable. Todavía quedan algunos indígenas ancianos que hablan francés. Es verdad que no se les entiende muy bien, pero son encantadores.
– Francés criollo.
– ¿Cómo?
– Nada, algo que he leído. ¿Cree que su marido sabrá por qué la difunta tenía esta foto?
– No lo creo. ¿Por qué lo iba a saber?
– Bueno -Harry sonrió-. Puede que sea tan difícil de responder como la pregunta de por qué alguien guardaba la foto de una desconocida en el zapato. -Se levantó-. ¿Dónde puedo localizarlo, señora Albu?
Mientras anotaba el número de teléfono y la dirección de la oficina de Arne Albu, miró por casualidad el sofá donde había estado sentado.
– Oh -dijo al ver que Vigdis Albu había seguido su mirada-. Resbalé en un contenedor de basura. Naturalmente, lo…
– No importa -interrumpió ella-. La funda irá a la tintorería la semana que viene, de todos modos.
Ya fuera, en la escalinata, ella le preguntó si podía esperar para llamar a su marido hasta después de las cinco.
– Para entonces ya habrá llegado a casa y no estará tan ocupado.
Harry no respondió y esperó mientras las comisuras de Vigdis subían y bajaban.
– Para que entre los dos estudiemos… si podemos facilitarle alguna información.
– Gracias. Muy amable de su parte, pero llevo coche y la oficina está de camino, de modo que pasaré por allí a ver si lo encuentro.
– Bien, muy bien -respondió ella sonriendo con valentía.
Los ladridos de los perros siguieron el descenso de Harry por la larga entrada. Una vez en la verja, volvió la cabeza. Vigdis Albu seguía en las escaleras ante el edificio rosa de plantación sureña. Tenía la cabeza baja y el sol relucía en su cabello arrancándole destellos al chándal. En la distancia, se asemejaba a un pequeñísimo ciervo de bronce
Harry no encontró ni un solo espacio donde estuviera permitido aparcar en la dirección de Vika Atrium, ni tampoco a Arne Albu. Únicamente halló a una recepcionista que le informó de que Albi tenía alquilada allí una oficina junto con tres inversores más, y que había salido a almorzar con los representantes de una «empresa de agentes de bolsa».
Comprobó al salir que los agentes de tráfico habían tenido tiempo de dejarle una multa bajo el limpiaparabrisas. Una multa que Harry se llevó, junto con su mal humor, al DS Louise, que no era un barco de vapor sino un restaurante, en el muelle de Aker Brygge. A diferencia de lo que ocurría en el restaurante Schrøder, servían platos comestibles a clientes solventes cuyas oficinas se hallaban en lo que, con algo de buena voluntad, cabría llamar la Wall Street de Oslo. Harry nunca se había sentido del todo cómodo en Aker Brygge, pero probablemente se debía a que él era de Oslo y no un turista. Intercambió unas palabras con un camarero que le indicó una mesa junto a la ventana.
– Señores, lamento interrumpir -anunció Harry.
– Ah, por fin -exclamó uno de los tres ocupantes de la mesa retirándose el flequillo de la frente.
– ¿Es esto lo que usted llama un vino a temperatura ambiente maître?
– Yo lo llamo vino tinto noruego, embotellado en un envase de Clos des Papes -dijo Harry.
El del flequillo observó atónito a Harry y su traje oscuro de arriba abajo.
– Es broma -dijo Harry sonriendo-. Soy de la policía.
El asombro se transformó en temor.
– No soy de Delitos Económicos.
El alivio se tornó en interrogante. Harry oyó una risa jovial. Tenía decidido cómo proceder, pero ignoraba cuál sería el resultado.
– ¿Arne Albu?
– Soy yo -respondió el que se reía, un hombre delgado de oscuro cabello corto y rizado, con finas arrugas alrededor de los ojos, lo que indicaba que se reía mucho y que probablemente superaba los treinta y cinco años que Harry le había calculado en un principio-. Lamento el malentendido -continuó con voz aún risueña-. ¿En qué puedo ayudarle, agente?
Harry lo miró intentando captar una rápida impresión antes de continuar. Tenía una voz sonora y la mirada firme. Las puntas del cuello de la camisa, blanquísimas detrás de un nudo de corbata perfecto, aunque no demasiado apretado. El hecho de que no se hubiera limitado a decir «soy yo», sino que hubiera añadido una disculpa y un «puedo ayudarle, agente», aunque con cierto énfasis irónico en la palabra «agente», indicaba bien que Arne Albu era una persona muy segura de sí misma, o bien que tenía mucha práctica en causar esa impresión.
Harry se concentró. No en lo que iba a decir, sino en captar la reacción de Albu.
– Sí, puede ayudarme, Albu. ¿Conoce a Anna Bethsen?
Albu observó a Harry con una mirada tan azul como la de su mujer, y respondió alto y claro después de un segundo de reflexión.
– No.
El rostro de Albu no reveló ninguna señal que le indicara a Harry lo que no dijo. Pero Harry tampoco había contado con ello. Hacía mucho que no creía en el mito de que quien trata a diario con la mentira, aprende a reconocerla. Durante un juicio en el que un agente de policía afirmó que por su experiencia notaba que el acusado mentía, Aune había vuelto a favorecer a la defensa cuando, tras ser preguntado, contestó que los estudios indican que ningún colectivo profesional es mejor que otro para desenmascarar una mentira: un empleado de la limpieza es igual de bueno que un psicólogo o un policía. Es decir, igual de malo. Los únicos que habían conseguido mejores resultados que la media en los estudios de investigación eran los agentes del Servicio Secreto. Pero Harry no era un agente del Servicio Secreto. Era un tío de Oppsal que andaba mal de tiempo, estaba de mal humor y que, en aquel momento, daba muestras de tener poco juicio. En efecto, en primer lugar, no resultaba nada eficaz enfrentar a un hombre a hechos probablemente comprometedores sin que existieran motivos de sospecha y, por si fuera poco, en presencia de otros. En segundo lugar, tal argucia no podía llamarse juego limpio. En otras palabras, Harry sabía que no debía hacer lo que estaba haciendo.
– ¿Alguna idea sobre quién pudo darle esta foto?
Los tres hombres miraron la foto que Harry había dejado sobre la mesa.
– No tengo ni idea -confesó Albu-. ¿Mi mujer? ¿Alguno de los niños, quizás?
– Ya.
Harry buscó alguna alteración en las pupilas, signos de aceleración del pulso, como sudor o rubor.
– No sé de qué va esto, agente, pero ya que se ha tomado tantas molestias en encontrarme aquí, supongo que no se trata de ninguna tontería. Y, en ese caso, tal vez podríamos hablar de esto a solas cuando el banco Handelsbanken y yo hayamos terminado. Aguarde, le pediré al camarero que le asigne una mesa en la zona de fumadores.
Читать дальше