Harry volvió la cabeza.
– Del contenedor -dijo y se sacudió-. ¿Ha desaparecido ya?
Beate le dio un pañuelo.
– Inténtalo con un poco de saliva. ¿Era un buen amigo?
– No. Bueno, sí… Por un tiempo lo fue, quizá. Pero hay que ir al funeral, ¿no?
– ¿Hay que ir?
– ¿Tú no vas?
– Sólo he estado en un único funeral en toda mi vida.
Permanecieron en marcha durante un rato en silencio.
– ¿Tu padre?
Ella asintió con la cabeza.
Pasaron el cruce de Sinsen. En Muselunden, el gran descampado que se extendía debajo de Haraldsheimen, un hombre y dos chiquillos habían logrado volar una cometa. Los tres tenían la vista fija en el cielo azul y llegaron a ver que el hombre cedía la seda al mayor de los niños.
– Todavía no hemos encontrado al que lo hizo -observó Beate.
– No, así es -dijo Harry-. Todavía no.
– Dios nos da y Dios nos quita -dijo el pastor mirando hacia los bancos vacíos y al hombre alto de pelo corto que acababa de entrar de puntillas y buscaba un sitio al fondo.
Esperó mientras el eco de un sollozo alto y desgarrador moría bajo la bóveda.
– Aunque a veces nos da la impresión de que sólo quita.
El pastor puso énfasis en quita, y la acústica elevó la palabra y la llevó hacia atrás. El sollozo volvió a aumentar de intensidad. Harry miró a su alrededor. Creía que Anna, tan sociable y vivaracha, tendría muchos amigos pero Harry sólo contó ocho personas, seis en el primer banco y cuatro más atrás. Ocho. Bueno. ¿Cuántas irían a su propio funeral? No estaría tan mal que fueran ocho personas.
El sollozo venía del primer banco, donde Harry distinguió tres cabezas tocadas de pañuelos de vivos colores, y tres hombres con la cabeza descubierta. Las otras dos personas que habían acudido eran un hombre, sentado a la izquierda, y una mujer junto al pasillo central. Reconoció el peinado afro en forma de globo terráqueo de Astrid Monsen.
Entonces crujieron los pedales del órgano y resonó la música. Un salmo. Misericordia de Dios. Harry cerró los ojos y percibió lo cansado que estaba. Los acordes del órgano ascendían y descendían, las notas altas fluían despacio como el agua por un tejado. Las débiles voces entonaban cánticos sobre el perdón y la nada. Tuvo ganas de zambullirse en algo, pero en algo capaz de calentarlo y esconderlo durante un rato. El Señor juzgará a los vivos y a los muertos. La venganza de Dios, Dios como Némesis. Las notas del registro bajo del órgano hicieron vibrar los bancos de madera vacíos. La espada en una mano, la balanza en la otra, venganza y justicia. O ninguna venganza e injusticia. Harry abrió los ojos.
Cuatro hombres portaban el féretro. Harry reconoció al agente Ole Li detrás de unos hombres morenos con trajes de Armani desgastados y camisas blancas con el cuello sin abotonar. La cuarta persona era un hombre tan alto que descompensaba completamente el féretro. Llevaba un traje demasiado grande para su cuerpo escuálido, pero era el único que no parecía oprimido por el peso. Fue sobre todo el rostro de aquel hombre lo que llamó la atención de Harry. Alargado, bien modelado, con grandes ojos marrones que reflejaban el sufrimiento desde las hondas cuencas. Llevaba el pelo negro recogido en una trenza larga que dejaba al descubierto su frente alta y brillante. La boca sensual, en forma de corazón, estaba enmarcada por una barba larga pero cuidada. Se diría que la talla de Jesucristo hubiese descendido del altar situado detrás del sacerdote. Pero había otro detalle. Algo que no se puede decir de muchos semblantes: el de aquel hombre relucía. A medida que los cuatro porteadores se acercaban a Harry por el pasillo central, él se esforzó por ver por qué brillaba. ¿Por el dolor? ¿Por su bondad? ¿Por su maldad?
Sus miradas se cruzaron un instante cuando pasaron de largo.
Los seguía Astrid Monsen con la mirada baja, un hombre de mediana edad con pinta de interventor de banco y tres mujeres, dos mayores y una más joven, vestidas con faldas multicolores. Sollozaban y gritaban lamentos a viva voz, mientras movían los ojos y daban palmadas como un mudo acompañamiento.
Harry permaneció de pie mientras el pequeño séquito salió de la iglesia.
– Interesante lo de esos gitanos, ¿verdad, Hole?
Las palabras resonaron en la nave de la iglesia. Harry se dio la vuelta. Ivarsson sonreía vestido con traje oscuro y corbata.
– Cuando era pequeño teníamos un jardinero gitano. Ursarios. Iban de un lugar a otro con osos que bailaban, ya sabes. Se llamaba Josef. Música y jaleo todo el tiempo. Pero la muerte, ya lo ves… Esta gente tiene una relación con la muerte más difícil aún que la nuestra. Temen a los mule, a los muertos. Creen que se aparecen. Josef solía ir a ver a una mujer que sabía espantarlos; por lo visto, sólo las mujeres saben hacerlo. Ven.
Ivarsson se agarró ligeramente del brazo de Harry, que hubo de hacer un esfuerzo para no zafarse de un tirón. Salieron a la escalinata. El ruido del tráfico de la calle Kirkeveien ahogaba las campanas. Un Cadillac negro con la puerta trasera abierta aguardaba al cortejo fúnebre en la calle Schøning.
– Llevarán el féretro a Vestre Krematorium -explicó Ivarsson-. Incineración, una costumbre hindú. En Inglaterra queman la caravana del difunto, aunque ya no está permitido dejar dentro a la viuda -continuó con una risotada-. Pero sí objetos de valor. Josef contaba que la familia gitana de un dinamitero húngaro metió el resto del lote de dinamita en el féretro e hizo saltar por los aires todo el crematorio.
Harry sacó el paquete de Camel.
– Sé por qué estás aquí, Hole -dijo Ivarsson y dejó de sonreír-. Querías ver si se presentaría la oportunidad de hablar con él, ¿no es verdad?
Ivarsson señaló con la cabeza el cortejo y la alta y delgada figura que avanzaba a zancadas grandes y lentas, mientras los otros tres caminaban a paso ligero para poder seguirlo.
– ¿Es ése el tal Raskol? -preguntó Harry colocándose un cigarrillo entre los labios.
Ivarsson asintió con la cabeza.
– Es su tío.
– ¿Y los demás?
– Dicen que son conocidos.
– ¿Y la familia?
– No reconocen a la difunta.
– ¿Y eso?
– Es la versión de Raskol. Los gitanos tienen fama de mentirosos, pero lo que dice encaja con las historias que contaba Josef sobre su forma de pensar.
– ¿Y cómo es esa forma de pensar?
– Pues una en la que el honor de la familia lo es todo. Ésa es la razón por la que fue expulsada. Según Raskol, la casaron con un gringo-gitano de habla griega en España cuando tenía catorce años pero, antes de que se consumara el matrimonio, ella se fugó con un gadzo.
– ¿Un gadzo ?
– Alguien que no es de etnia gitana. Un marinero danés. Lo peor que se puede hacer. Una vergüenza para toda la familia.
– Ya. -El cigarrillo sin prender saltaba en la boca de Harry mientras hablaba-. Parece que has intimado con el tal Raskol, ¿no?
Ivarsson espantaba el humo imaginario del cigarrillo.
– Hemos hablado. Yo lo llamo esgrima de tanteo. Las conversaciones sustanciales llegarán cuando se cumpla nuestra parte del acuerdo. Es decir, después de que haya asistido a este funeral.
– Así que hasta ahora no ha dicho gran cosa.
– No, de momento no ha dicho nada que sea relevante para la investigación. Pero ha habido buen ambiente.
– Tan bueno que, según veo, la policía le ayuda llevando a sus parientes a la tumba.
– El pastor preguntó si Li o yo podíamos prestarnos a portar el féretro porque no eran suficientes. No pasa nada, estamos aquí para vigilarlo, de todas formas. Y vamos a seguir haciéndolo. Vigilarlo, quiero decir.
Harry cerró los ojos al intenso sol otoñal.
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