Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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– Deja unas buenas huellas dactilares en ese contenedor -observó Harry-. Lástima que no haya parado de llover esta última semana.

– Pero ese dulce de luz…

– También se come las huellas dactilares -suspiró Harry.

– … le da sed. Fíjate ahora.

El hombre se inclinó, abrió la cremallera de la bolsa y extrajo una bolsa de plástico blanca de la que sacó una botella.

– Coca-cola -susurró Beate-. Utilicé el zoom en el fotograma antes de que vinieras. Es una botella de vidrio con un corcho de vino.

El hombre del mono sujetó la parte superior de la botella mientras sacaba el corcho. Luego se inclinó hacia atrás, sostuvo la botella en alto y la vertió. Vieron salir del cuello de la botella la última gota, pero la gorra tapaba tanto la boca abierta como la cara. Volvió a meter la botella en la bolsa de plástico, la ató e iba a meterla en la bolsa, pero se detuvo.

– Fíjate, está pensando -susurró Beate quedamente-. ¿Cuánto espacio ocupará el dinero? ¿Cuánto espacio ocupará el dinero?

El protagonista del vídeo miró el interior de la bolsa. Miró el contenedor. Se decidió y, con un rápido movimiento del brazo, lanzó la bolsa con la botella, la cual voló formando un arco hasta aterrizar en el centro del contenedor abierto.

– Canasta de tres puntos -rugió Harry.

– ¡Victoria en casa! -gritó Beate.

– ¡Joder! -exclamó Harry.

– ¡No! -suspiró Beate golpeando el volante con la frente, en plena desesperación.

– Seguro que acaban de estar aquí -dijo Harry-. ¡Espera!

Abrió la puerta de golpe delante de un ciclista que logró esquivarla, cruzó la calle, entró en el 7-Eleven hasta el mostrador.

– ¿Cuándo retiraron el contenedor? -le preguntó al chico que estaba cobrando dos salchichas Big-Bite a un par de chicas culonas.

– Joder, espera tu turno -le replicó el chico sin levantar la vista.

Una de las chicas emitió un gruñido de indignación cuando Harry se inclinó hacia delante bloqueando el acceso a la botella de ketchup para agarrar la pechera verde del chico.

– Hola, soy yo otra vez -dijo Harry-. Atiende bien lo que digo, de lo contrario, te meteré la salchicha por el…

La expresión de miedo del chico hizo que Harry se controlase. Lo soltó y señaló hacia la ventana a través de la cual ahora se veía la sucursal de Nordea, al otro lado de la calle, debido al vacío que había dejado el contenedor verde.

– ¿Cuándo retiraron el contenedor? ¡Responde!

El chico tragó saliva y miró a Harry.

– Ahora. Ahora mismo.

– ¿Cuándo es ahora ?

– Hace… dos minutos -respondió con la piel de gallina.

– ¿Adónde fueron?

– ¿Cómo lo voy a saber? Yo no entiendo nada de contenedores.

– ¿Que no entiendes?

– ¿Qué?

Pero Harry ya se había largado.

Harry se apretó el móvil rojo de Beate contra el oído.

– ¿ La Central de Tratamiento de Residuos de Oslo? Llamo de la policía, soy Harry Hole. ¿Dónde vierten sus contenedores? Sí, los privados. ¿Metódica, dónde está…? La calle Verkseier Furulundsvei, en Alnabru. Gracias. ¿Qué? ¿O Grønnmo? ¿Cómo sabré cuál…?

– Mira -dijo Beate-. Hay atasco.

Los coches formaban una pared aparentemente impenetrable en dirección al cruce delante de Lorry, en la calle Hegdehaugsveien.

– Teníamos que haber tomado la calle Uranienborgveien -se lamentó Harry-. O la calle Kirkeveien.

– Lástima que no eres tú quien conduce -dijo Beate subiéndose a la acera con la rueda delantera derecha mientras tocaba el claxon y pisaba el acelerador.

La gente saltó para hacerse a un lado.

– ¿Hola? -dijo Harry al teléfono-. Acabáis de recoger un contenedor verde en la calle Bogstadveien, cerca del cruce con la calle Industrigata. ¿Dónde está ahora ese contenedor? Sí, espero.

– Vamos a Alnabru -propuso Beate metiéndose en el cruce del tranvía.

Las ruedas cayeron sobre los raíles metálicos antes de alcanzar el asfalto y Harry tuvo una vaga sensación de déjà vu.

Habían llegado hasta la calle Pilestredet cuando el hombre de la Central de Tratamiento de Residuos volvió al auricular para comunicarle que no localizaban al conductor, pero que probablemente el contenedor iba camino de Alnabru.

– Bien -dijo Harry-. ¿Podéis llamar a Metódica y pedirles que esperen para vaciar el contenido en el horno hasta que nosotros…? ¿Que tienen la centralita cerrada entre las once y media y las doce? Pero… ¡Ten cuidado! No, no, hablo con el conductor. No, con mi conductor…

Cuando atravesaban el túnel de Ibsen, Harry llamó a la comisaría de Grønland para que mandasen un coche patrulla a Metódica, pero el vehículo más cercano estaba a una distancia de por lo menos quince minutos.

– ¡Mierda!

Harry arrojó el móvil por encima de su hombro y dio un golpe en el salpicadero.

En la rotonda entre Byporten y Plaza, Beate se coló por la línea blanca entre un autobús rojo y una Chevy Van y, cuando bajaron desde el nudo a ciento diez y derrapó haciendo chirriar los neumáticos y manteniendo el control en la cerrada curva que había delante de la estación de ferrocarril de Oslo S, Harry comprendió que aún había esperanza.

– ¿Quién demonios te ha enseñado a conducir? -preguntó agarrándose mientras hacían eses por entre los coches, en la vía de tres carriles que los conduciría al túnel de Ekeberg.

– Yo -respondió Beate.

En medio del túnel de Vålerenga apareció ante ellos un camión grande y feo que escupía diesel. Circulaba despacio por el carril derecho y en la plataforma de carga, sujeto por dos brazos elevadores amarillos a ambos lados, había un contenedor verde con las letras «Oslo Vaktmesterservice».

– Yess! ¡Síííí! -exclamó Harry.

Beate giró para situarse delante del camión, redujo la velocidad y puso el intermitente derecho. Harry bajó la ventanilla y sacó un brazo con la tarjeta de identificación, al mismo tiempo que hacía señales con la otra mano para que el camión se apartara a un lado de la vía.

Al conductor no le importaba que Harry echara un vistazo al interior del contenedor, pero le parecía mejor que esperasen a llegar a Metódica donde podrían verter el contenido en el suelo.

– No queremos que se rompa la botella -gritó Harry desde la plataforma, intentando hacerse oír pese al ruido de los coches que pasaban.

– No, más que nada pensaba en el traje tan bueno que llevas -respondió el conductor.

Pero Harry ya se había subido al contenedor. Un instante después se oyó un estruendo, como un trueno procedente del interior del contenedor, y el conductor y Beate oyeron a Harry maldecir en voz muy alta. Luego lo oyeron escarbar… Y finalmente, un nuevo «yess!» antes de que asomara por el borde del contenedor blandiendo una bolsa de plástico blanca, como un trofeo.

– Dale la botella a Weber enseguida y dile que es urgente -ordenó Harry mientras Beate arrancaba el coche-. Salúdalo de mi parte.

– ¿Eso nos será de ayuda?

Harry se rascó la cabeza.

– No. Di sólo que es urgente.

Ella se rió. Con brevedad y poco entusiasmo, pero Harry se percató de ello.

– ¿Siempre eres tan entusiasta? -preguntó la colega.

– ¿Yo? ¿Y tú qué? Estabas dispuesta a que nos matáramos mientras conducías para conseguir esta prueba, ¿no?

Beate sonrió, pero no contestó. Se limitó a mirar un rato el espejo retrovisor antes de girar. Harry miró el reloj.

– ¡Demonios!

– ¿Llegas tarde a alguna cita?

– ¿Podrías llevarme a la iglesia de Majorstua?

– Por supuesto. ¿Es ésa la razón por la que llevas traje oscuro?

– Sí. Un… amigo mío.

– Entonces, mejor que te quites esa plasta marrón que tienes en el hombro.

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