Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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– ¿Qué habrá hecho? -Su voz, susurrante, sonaba también como el grito gutural de un ave-. Para que ni siquiera lo dejen asistir al funeral, quiero decir.

Harry carraspeó.

– ¿Puedo verla?

Sandemann parecía decepcionado, pero señaló cortésmente uno de los féretros.

Como de costumbre, a Harry le impresionó hasta qué punto podía llegar a embellecer un cadáver el trabajo de un profesional. Anna parecía realmente estar en paz. Le tocó la frente. Fue como tocar un bloque de mármol.

– ¿Qué es ese collar? -preguntó Harry.

– Monedas de oro -dijo Sandemann-. Lo trajo el tío.

– ¿Y qué es esto?

Harry levantó un fajo de papel atado con una goma ancha y marrón. Eran billetes de cien.

– Es una costumbre que tienen -explicó Sandemann.

– ¿De quiénes hablas?

– ¿No lo sabía? -Sandemann dibujó una sonrisa con sus labios finos y húmedos-. Era de etnia gitana.

Todas las mesas de la cantina de la comisaría estaban ocupadas por colegas que conversaban animadamente. Menos una. Y a ella se dirigió Harry.

– Con el tiempo conocerás gente -auguró. Beate lo miró sin entender, y él comprendió que tal vez tenían más en común de lo que había pensado. Se sentó y dejó delante de ella la cásete de VHS-. Ésta es de la tienda 7-Eleven que hay frente al banco, del día del atraco. Y esta otra, del jueves anterior. ¿Puedes ver si hay algo interesante

– ¿Ver si el atracador pasó por allí, quieres decir? -murmuró Beate con la boca llena de pan y foie-gras.

Harry contempló las rebanadas de pan preparadas en casa.

– Bueno -dijo-. Siempre cabe abrigar la esperanza.

– Claro -convino ella y se le llenaron los ojos de Jágrimas mientras intentaba tragar-. En el 93 hubo un atraco en el banco Kredittkassen de Frogner y el atracador llevaba bolsas de plástico para el dinero. Las bolsas tenían propaganda de la gasolinera Shell, de modo que supervisamos las grabaciones de vigilancia de la gasolinera de Shell más próxima. Resultó que el atracador había pasado por allí para comprar las bolsas diez minutos antes del atraco. Con la misma ropa, pero sin capucha. Lo detuvimos media hora más tarde.

– ¿Nosotros, hace diez años? -se extrañó Harry.

El rostro de Beate cambió de color como un semáforo. Cogió la rebanada de pan e intentó esconderse detrás de ella.

– Mi padre -murmuró.

– Lo siento, no era mi intención…

– No importa -respondió enseguida.

– Tu padre…

– Falleció -lo atajó ella-. Hace mucho.

Harry permaneció sentado oyéndola masticar y mirándose las manos.

– ¿Por qué has traído una cinta de la semana anterior al atraco? -preguntó Beate.

– Por el contenedor -'dijo Harry.

– ¿Qué pasa con el contenedor?

– Llamé a la empresa encargada del servicio de contenedores para preguntar. Lo solicitó el martes un tal Stein Støbstad, de la calle Industrigata, y se entregó en el lugar acordado el día siguiente, justo delante del 7-Eleven. Hay dos Stein Støbstad en Oslo, y ambos niegan haber encargado un contenedor. Mi teoría es que el atracador lo mandó poner ahí para tapar la visibilidad a través de la ventana, para que la cámara no lo filmase de frente cuando cruzara la calle al salir del banco. Si estuvo comprobando la ubicación del contenedor en el 7-Eleven el mismo día que hizo el encargo, quizá veamos en el vídeo a alguna persona mirando a la cámara y por la ventana para estudiar los ángulos y esas cosas.

– Eso, si tenemos suerte. El testigo que estaba delante del 7-Eleven dice que el atracador seguía enmascarado cuando cruzó la calle. ¿Por qué iba a tomarse entonces tantas molestias con el contenedor?

– A lo mejor el plan era quitarse la capucha mientras cruzaba la calle. -Harry lanzó un suspiro-. No lo sé, sólo sé que pasa algo con ese contenedor verde. Lleva ahí una semana y, aparte de alguna persona que arroja basura dentro al pasar, nadie lo ha utilizado.

– Vale -dijo Beate al tiempo que cogía la película de VHS y se levantaba.

– Otra cosa -dijo Harry-. ¿Qué sabes sobre ese Raskol Baxhet?

– ¿Raskol? -Beate frunció el ceño-. Era una especie de mito hasta que se entregó. Según los rumores, tenía algo que ver en el noventa por ciento de los atracos de Oslo. Apuesto a que es capaz de identificar a todo el que haya cometido un atraco en esta ciudad en los últimos veinte años.

– Así que Ivarsson lo va a utilizar para eso. ¿Dónde se encuentra?

Beate señaló con el dedo pulgar por encima del hombro.

– Brigada A, al otro lado de ese campo de ahí fuera.

– ¿En la cárcel de Botsen?

– Sí. Y en todo el tiempo que lleva ahí, se ha negado a hablar con la policía.

– ¿Y cómo piensa Ivarsson que lo va a conseguir?

– Por fin ha dado con algo que Raskol quiere y con lo que puede negociar. En Botsen dicen que es lo único que Raskol ha pedido desde que llegó. Se trata de un familiar recién fallecido.

– ¿Ah, sí? -dijo Harry, confiando en que no lo delatara la expresión de su rostro.

– La entierran dentro de dos días y Raskol le ha enviado al director de la prisión una petición en la que le ruega encarecidamente que le permitan asistir.

Cuando Beate se marchó, Harry permaneció sentado. Había terminado la hora del almuerzo y la cantina se iba quedando vacía. Era lo que se llama luminosa y acogedora y estaba regentada por Las Cantinas del Estado, así que Harry prefería almorzar fuera. Pero de repente recordó que fue precisamente aquí donde había bailado con Rakel en la fiesta de Navidad, justo en aquel lugar se decidió a abordarla. O al revés. Aún recordaba la sensación de aquella espalda arqueada contra la palma de su mano.

Rakel.

Anna sería enterrada dentro de dos días y no cabía duda de que había muerto por su propia mano. La única persona que había estado allí y que podía contradecirlos a todos era él mismo, pero no recordaba nada. Entonces, ¿por qué no lo dejaba estar? Tenía mucho que perder y nada que ganar. ¿Por qué no se olvidaba de todo el asunto aunque sólo fuera por ellos, por Rakel y él?

Harry se acodó en la mesa y apoyó la cara en las manos.

Si hubiera podido contradecirlos, ¿lo habría hecho?

Los colegas de la mesa contigua se volvieron al oír el decidido arañazo de la silla contra el suelo y vieron que aquel policía de mala reputación, pelo muy corto y piernas largas salía de la cantina a toda prisa.

14

Lotería

La campanilla del estrecho y oscuro quiosco sonó con furia cuando ambos hombres entraron corriendo. Elmers Frukt & Tobakk era uno de los últimos quioscos de este tipo, con revistas especializadas sobre vehículos de motor, caza, deporte y pornografía ligera en una pared, y en la otra, cigarrillos y puros, y tres montoncitos de quinielas en el mostrador entre regaliz y cerditos de mazapán secos y grises con un lazo navideño del año anterior.

– Justo a tiempo -aseguró Elmer, un hombre delgado y calvo que rondaba los sesenta, con bigote y acento norteño.

– Joder, éste ha venido muy deprisa -se lamentó Halvorsen sacudiéndose la lluvia de los hombros.

– El típico otoño de Oslo -dijo el norteño con su forzado acento de Oslo.

– O sequía o lluvia torrencial. ¿Un Camel de veinte?

Harry asintió con la cabeza y sacó la cartera.

– ¿Y dos rascas para el joven agente?

Elmer le entregó a Halvorsen los dos boletos de lotería y el joven sonrió algo incómodo mientras se los guardaba rápidamente en el bolsillo.

– ¿Puedo fumarme un cigarrillo aquí dentro, Elmer? -preguntó Harry mirando el chaparrón que caía en la acera, de pronto vacía de gente, al otro lado de la sucia ventana.

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