Habían retirado las cintas policiales de la puerta del apartamento y ya habían levantado el cadáver; por lo demás, todo estaba como la noche anterior. Entraron en el dormitorio. La sábana blanca de la gran cama destacaba en la penumbra.
– Bueno, ¿qué estamos buscando? -quiso saber Halvorsen mientras Harry retiraba las cortinas.
– Una llave de repuesto del apartamento -aclaró Harry.
– ¿Por qué?
– Hemos supuesto que tenía una sola llave de repuesto, la que le dio al electricista. He investigado un poco.
– No se pueden hacer copias de las llaves maestras en cualquier sitio; hay que encargarlas al fabricante a través de un cerrajero autorizado. Puesto que la llave abre zonas comunes, como el portal y la puerta del sótano, la comunidad quiere llevar un control de las llaves. Por eso los inquilinos necesitan un permiso escrito de la comunidad para encargar llaves nuevas, ¿verdad? Y según un acuerdo con la comunidad, el cerrajero autorizado es responsable de mantener un registro sobre las llaves entregadas a cada apartamento. Ayer por la tarde llamé al cerrajero de la calle Vibe. Anna Bethesen recibió dos llaves de repuesto, de modo que en total son tres llaves. Una la encontramos en el apartamento, y el electricista tenía otra. Pero ¿dónde está la tercera llave? Mientras no se encuentre, no podemos descartar que hubiera alguien aquí cuando ella murió y que después saliera y cerrara con llave tras de sí.
Halvorsen asintió lentamente con la cabeza.
– Así que buscamos la tercera llave.
– La tercera llave. Puedes empezar a buscarla aquí dentro, Halvorsen, mientras tanto le enseño otra cosa a Aune.
– De acuerdo.
– Ah sí, lo olvidaba. No te extrañes si encuentras mi teléfono móvil. Creo que me lo dejé aquí ayer por la tarde.
– ¿No me dijiste que lo habías perdido anteayer?
– Lo encontré. Y lo volví a perder. Ya sabes…
Halvorsen meneó la cabeza. Harry condujo a Aune por el pasillo hasta los salones.
– Te he pedido que vengas porque no conozco a nadie más que sepa pintar.
– Eso es mucho decir.
Aune todavía respiraba con dificultad después de subir las escaleras.
– Vale, pero por lo menos tienes idea de arte y esperaba que pudieras explicarme algo sobre esto.
Harry abrió las puertas correderas del salón del fondo, encendió la luz y señaló. Pero en vez de contemplar los tres cuadros, Aune susurró un suave «oh» y se dirigió hacia la lámpara de pie de tres cabezas. Extrajo las gafas del bolsillo interior de la americana de tweed, se inclinó y leyó el pesado pie.
– ¡Fíjate! Una lámpara auténtica de Grimmer.
– ¿Grimmer?
– Bertol Grimmer. Un diseñador alemán mundialmente famoso. Entre otras cosas, diseñó el monumento de la victoria que Hitler erigió en París en 1941. Podría haberse convertido en uno de los artistas más importantes de nuestros tiempos pero, justo cuando estaba en la cima de su carrera, se supo que era gitano en un setenta y cinco por ciento. Lo enviaron a un campo de concentración y borraron su nombre de todos los edificios y obras de arte en los que había participado. Grimmer sobrevivió, pero sufrió un accidente en la cantera donde trabajaban los gitanos que le aplastó los dedos. Continuó trabajando después de la guerra pero, debido a la lesión, no alcanzó nunca su antiguo nivel. Sin embargo, apostaría a que esta lámpara data de los años posteriores a la guerra.
Aune levantó la pantalla.
Harry carraspeó.
– Yo me refería más bien a estos retratos.
– De aficionado -dijo Aune-. Mejor que contemples esta esbelta figura de mujer. La diosa Némesis, el motivo favorito de Bertol Grimmer. La diosa de la venganza. La venganza es también un motivo habitual de suicidio, ¿sabes? Uno cree que los demás tienen la culpa de que su vida haya sido un fracaso y entonces se suicida para que se sientan culpables. Bertol Grimmer también se suicidó, después de matar a su mujer porque tenía un amante. Venganza, venganza, venganza. ¿Sabías que el ser humano es el único ser vivo que practica la venganza? Lo interesante en relación con la venganza…
– ¿Aune?
– Ya, vale, se trata de estos cuadros. Quieres que intente interpretarlos, ¿verdad? Bueno, se asemejan algo a las impresiones de tinta de Rochach.
– Ya. ¿Esas imágenes que utilizáis para que los pacientes establezcan asociaciones?
– Correcto. Así que el problema en este caso es que si interpreto estos cuadros diré más de mi vida interior que de la de ella. Por otra parte, ya no hay nadie que crea en las impresiones de tinta de Rochach, así que ¿por qué no? Vamos a ver… Estos cuadros son bastante oscuros. Reflejan más enojo que depresión, quizá. Pero es obvio que uno de ellos está inacabado.
– ¿A lo mejor tiene que ser así, a lo mejor forman un todo?
– ¿Qué te hace decir eso?
– No lo sé. Tal vez porque la luz de cada una de las tres lámparas ilumina perfectamente cada uno de los cuadros.
– Ya. -Aune se llevó un brazo al pecho y reflexionó un momento con el dedo índice en los labios-. Tienes razón. Sí que tienes razón. Y, ¿sabes qué, Harry?
– Bueno. No.
– Eso no me dice, perdona la expresión, una mierda. ¿Hemos acabado?
– Sí. Espera, un pequeño detalle, ya que pintas. Como ves, la paleta está a la izquierda del caballete. ¿Eso no es poco práctico?
– Sí, a menos que uno sea zurdo.
– Entiendo. Ayudaré a Halvorsen a buscar. No sé cómo agradecértelo, Aune.
– Ya lo sé. Añadiré una hora en la próxima factura.
Halvorsen había terminado en el dormitorio.
– No poseía gran cosa -dijo-. Casi tengo la sensación de estar buscando en una habitación de hotel. Sólo hay ropa y artículos de aseo, una plancha, toallas, ropa de cama y cosas así. Pero ni un retrato de familia, una carta o documentos personales.
Una hora más tarde Harry entendió a qué se refería Halvorsen. Habían registrado todo el apartamento y estaban de vuelta en el dormitorio sin haber encontrado ni siquiera una factura de teléfono o un extracto bancario.
– Es lo más extraño que he visto nunca -insistió Halvorsen sentándose junto a Harry en el escritorio-. Tiene que haberlo recogido ella. A lo mejor quería llevarse todo lo referente a su persona, o a cualquier persona, al irse, ya me entiendes.
– Comprendo. ¿No viste signos de que hubiera habido un laptop en el escritorio?
– ¿ Lap-top?
– Un ordenador portátil.
– ¿De qué hablas?
– ¿No ves este pálido cuadrado en la madera? -Harry señaló el escritorio-. Parece que aquí hubo un lap-top pero que alguien lo ha retirado.
– Ah, ¿sí?
Harry notó la mirada escrutadora de Halvorsen.
Ya en la calle se quedaron observando las ventanas de Anna en la fachada de color amarillo pálido, mientras Harry se fumaba un cigarrillo que, arrugado como un acordeón, había encontrado en el bolsillo interior de la gabardina.
– Es curioso lo de los allegados -dijo Halvorsen.
– ¿El qué?
– ¿Møller no te lo ha contado? No encontraron dirección alguna ni de padres, ni de hermanos, ni nada, sólo de un tío que está en prisión. Møller mismo tuvo que llamar a la funeraria para que se llevasen a la pobre chica. Como si no fuera bastante solitario morirse.
– Ya. ¿A qué funeraria?
– Sandemann -dijo Halvorsen-. El tío quería que la incinerasen.
Harry le dio una calada al cigarrillo y observó el ascenso del humo hasta que desapareció. El fin de un proceso iniciado cuando un agricultor sembró semillas de tabaco en un campo de México. En cuatro meses la semilla se convirtió en una planta de tabaco alta como un hombre y, dos meses más tarde, se recolectó, se prensó, se secó, se clasificó, se empaquetó y se envió a las fábricas de RJ Reynolds en Florida o en Texas, donde se convirtió en un cigarrillo con filtro dentro de miles de cajetillas de Camel, amarillas y envasadas al vacío, apiladas en un fardo que se cargó en un barco rumbo a Europa. Ocho meses después de ser la hoja de una planta verde que germinaba bajo el sol de México, se cae del paquete de cigarrillos alojado en el bolsillo de la gabardina de un hombre borracho cuando éste se precipita por unas escaleras o sale a trompicones de un taxi, o utiliza la gabardina como manta porque no puede, o no se atreve a abrir la puerta del dormitorio con tantos monstruos debajo de la cama. Y entonces, cuando al fin encuentra el cigarrillo, arrugado y lleno de restos del bolsillo, introduce un extremo en su boca maloliente y lo enciende. Y, luego, cuando la hoja de tabaco seca y desmenuzada pasa un breve instante de placer dentro de este cuerpo, sale expulsada de nuevo y finalmente…, finalmente es libre. Libre para deshacerse, para convertirse en nada. Para caer en el olvido.
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