– Beate, tú estarás con Harry en esa unidad.
Beate se sonrojó e Ivarsson apoyó una mano paternal en su hombro.
– Si resulta que no funciona, avísame.
– Lo haré -dijo Harry.
Harry iba a abrir el portal cuando decidió caminar los diez pasos que lo separaban de la tienda de comestibles a la que Ali acarreaba cajas de fruta y verdura desde la acera.
– ¡Hola, Harry! ¿Estás mejor?
Ali le dedicó una amplia sonrisa y Harry cerró los ojos un instante. En efecto, tal como se temía.
– ¿Me ayudaste, Ali?
– Sólo a subir las escaleras. Cuando abrimos la puerta me dijiste que ya podías solo.
– ¿Cómo llegué? ¿Andando o…?
– En taxi. Me debes ciento veinte.
Harry suspiró y siguió a Ali hasta el interior de la tienda.
– Lo siento, Ali. De verdad. ¿Puedes ofrecerme una versión abreviada sin demasiados detalles desagradables?
– Tú y el taxista discutisteis en la calle. Y, como sabes, nuestro dormitorio mira en esa dirección. -Con una sonrisa amable añadió-: Es una mierda tener una ventana que da a la calle.
– ¿Y cuándo fue eso?
– Muy entrada la noche.
– Tú te levantas a las cinco, Ali; no sé qué significa «muy entrada la noche» para una persona como tú.
– Las once y media. Por lo menos.
Harry prometió que aquello nunca volvería a suceder mientras Ali asentía con la cabeza una y otra vez, como cuando se escuchan historias que ya nos sabemos de memoria desde hace mucho tiempo. Harry le preguntó cómo podía agradecérselo, y Ali contestó que le alquilara el trastero vacío del sótano. Harry dijo que lo pensaría más aún de lo que ya lo había hecho, y le pagó a Ali una cola y una bolsa de pasta y albóndigas.
– Entonces estamos en paz -dijo Harry.
Ali negó con la cabeza.
– Los gastos de comunidad de tres meses -dijo el presidente, tesorero y señor manitas de la comunidad.
– Mierda, lo había olvidado.
– Eriksen -sonrió Ali.
– ¿Quién es?
– Uno que me mandó una carta este verano. Me pidió que le enviase el número de cuenta para pagar los gastos de comunidad de mayo y junio de 1972. Según él, era la razón por la que no había dormido bien los últimos treinta años. Le escribí diciendo que nadie en la casa lo recordaba, así que no hacía falta que pagase. -Ali señaló a Harry con un dedo-. Pero eso no te va a pasar a ti.
Harry levantó los brazos.
– Rellenaré un giro, mañana.
Lo primero que hizo al entrar en el apartamento fue marcar otra vez el número de Anna. Le contestó la misma locutora. Pero no había acabado de vaciar la bolsa de pasta y albóndigas en la sartén, cuando oyó el timbre del teléfono por encima del chisporroteo. Acudió corriendo a la entrada y descolgó el auricular.
– ¡Diga! -gritó.
– Hola -lo saludó una voz muy familiar de mujer ligeramente sobresaltada.
– Ah, ¿eres tú?
– Sí. ¿Quién creías que era?
Harry cerró fuertemente los ojos.
– Un, colega. Ha habido otro atraco.
Sus palabras le sabían a bilis y a guindilla. Y allí estaba de nuevo, ese dolor sordo que se alojaba detrás de los ojos.
– Intenté llamarte al móvil -dijo Rakel.
– Lo he perdido.
– ¿Perdido?
– Me lo he dejado, o me lo han robado, no lo sé, Rakel.
– ¿Pasa algo malo, Harry?
– ¿Malo?
– Se te oye tan… estresado.
– ¿A mí…?
– ¿Sí?
Harry inspiró aire con vehemencia.
– ¿Cómo va el juicio?
Harry escuchaba, pero no lograba barajar las palabras para construir frases que tuvieran sentido. Atinó a oír «situación económica», «lo mejor para el niño» y «conciliación», y comprendió que no había nada nuevo, que la próxima vista había quedado aplazada hasta el viernes y que Oleg se encontraba bien, pero harto de vivir en un hotel.
– Dile que tengo ganas de que volváis -dijo.
Después de colgar, Harry se quedó pensando si debía volver a llamarla. Pero ¿para qué? ¿Para decirle que había cenado con una vieja amiga y que no tenía ni idea de lo que había pasado? Harry puso la mano sobre el teléfono, pero en ese mismo momento pitó el detector de humos de la cocina. Y, tras retirar la sartén y abrir la ventana, el teléfono sonó de nuevo.
Más tarde, Harry pensaría que todo podía haber sido muy distinto si Bjarne Møller no hubiera llamado justo esa noche.
– Ya sé que acabas de terminar tu guardia -dijo Møller-. Pero andamos un poco escasos de gente y han encontrado a una mujer muerta en su apartamento. Parece que se ha pegado un tiro. ¿Puedes darte una vuelta a ver?
– Por supuesto, jefe -dijo Harry-. Te debo una. A propósito, Ivarsson presentó lo de la investigación parálela como una idea suya.
– ¿Qué harías tú si fueras el jefe y hubieras recibido esa orden desde arriba?
– La sola idea de que yo fuera jefe deja fuera de juego a la razón, jefe. ¿Cómo entro en ese apartamento?
– Espera en casa, irán a buscarte.
Veinte minutos más tarde zumbó el timbre; oía aquel sonido tan pocas veces que se sobresaltó. La voz que dijo que el taxi había llegado se percibía metálicamente distorsionada a través del portero automático pero, aun así, Harry notó que se le erizaban los pelos de la nuca. Y cuando bajó y vio el deportivo rojo y bajo, un Toyota MR2, sus sospechas se confirmaron.
– Buenas noches, Hole.
La voz salió de la ventanilla abierta, pero ésta quedaba tan baja que Harry no podía ver a quien hablaba. Harry abrió la puertezuela y lo recibieron los acordes de un bajo funky, de un órgano sintético como un caramelo azul y una conocida voz en falsete:
– You sexy mother fucka!
Harry se sentó con esfuerzo en el estrecho asiento.
– Así que esta noche seremos tú y yo -constató Tom Waaler abriendo apenas su mandíbula teutónica y enseñando una impresionante hilera de dientes perfectos en un rostro tostado por el sol, aunque los ojos, de color azul polar, permanecían fríos.
Harry sólo conocía una persona que lo odiara de verdad. Harry sabía que a ojos de Waaler él era un representante indigno del Cuerpo de Policía, y por lo tanto, un insulto hacia su persona. Harry había expresado en varias ocasiones que no compartía los puntos de vista de Waaler y algunos otros colegas sobre maricas, comunistas, defraudadores de la Seguridad Social, paquistaníes, asiáticos, negros, gitanos y sudacas, y Waaler, a su vez, lo había llamado «borracho periodista de rock». Pero Harry sospechaba que la verdadera razón de su odio radicaba en que bebía. Porque Waaler no soportaba la debilidad. Y a ello atribuía Harry la razón de que pasara tantas horas en el gimnasio dando patadas y golpes contra sacos de arena y aporreando al nuevo sparring de turno. En la cantina, Harry había escuchado a uno de los agentes jóvenes describir con entusiasmo en la voz cómo Waaler había utilizado ambos brazos con uno de los chicos de karate de la banda de los vietnamitas en la estación de Oslo S. Dadas las ideas de Waaler sobre el color de la piel, para Harry era una paradoja que aquel colega se pasara tanto tiempo en el solario del gimnasio, aunque tal vez fuera verdad lo que afirmaban algunas mentes ocurrentes: que Waaler en el fondo no era racista. Repartía tundas entre neonazis y negros por igual. Aparte de lo que todo el mundo sabía, faltaba añadir lo que nadie sabía y algunos intuían. Hacía un año que Sverre Olsen, la única persona capaz de contar por qué Ellen Gjelten fue asesinada, apareció en la cama con una pistola detonada en la mano, y la bala de Waaler entre los ojos.
– Ten cuidado, Waaler.
– ¿Cómo dices?
Harry estiró la mano y atenuó el volumen de los suspiros amorosos.
– Esta noche está resbaladiza. Por la lluvia.
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