Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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– Y tú, ¿qué dijiste?

– Nada. Llamé al guardia a gritos. Pero, antes de que abriera la puerta, le hice a Raskol una última pregunta, porque sabía que me iba a volver loco pensando si no obtenía una respuesta en ese momento. Pregunté: «¿Lo habrías hecho? ¿Me habías cortado el cuello si no hubiera tumbado al rey? ¿Sólo por ganar una estúpida apuesta?»

– ¿Y él qué contestó?

– Sonrió y me preguntó si sabía lo que es la programación.

– ¿Y?

– Eso fue todo. Abrieron la puerta y salí.

– Pero, ¿qué quiso decir con lo de la programación?

Aune apartó la taza de té.

– Uno puede programar el cerebro para seguir cierta pauta de conducta. El cerebro se esfuerza por dominar otros impulsos y sigue las reglas programadas de antemano, pase lo que pase. Resulta útil en situaciones donde la tendencia natural del cerebro consistiría en sentir pánico. Como, por ejemplo, cuando el paracaídas no se abre. En ese caso es de esperar que el paracaidista tenga programado un protocolo de emergencia.

– ¿O soldados en combate?

– Eso es. Pero existen métodos para programar a una persona tan a fondo que la hacen entrar en un trance del que no la saca ni una influencia externa extrema, la convierten en un robot viviente. La verdad es que esto, que es el sueño frustrado de todos los generales, es muy fácil de conseguir si se conocen las técnicas necesarias.

– ¿Estás hablando de hipnosis?

– A mí me gusta llamarlo programación, no suena tan misterioso. Se trata solamente de abrir y cerrar vías para impulsos. Los buenos consiguen programarse a sí mismos con facilidad, es la llamada autohipnosis. Si Raskol se había autoprogramado para matarme en caso de que no tumbara al rey, se habría impedido a sí mismo cambiar de opinión.

– Pero no te mató.

– Toda clase de programación tiene un botón de cancelación, una clave que interrumpe el trance. En este caso podía consistir en que se tumbara al rey blanco.

– Ya. Fascinante.

– Y con esto llego a la cuestión.

– Creo que entiendo -dijo Harry-. El atracador de la foto pudo programarse para disparar si el jefe de sucursal no conseguía reaccionar a tiempo.

– Las reglas de una programación tienen que ser sencillas -dijo Aune, que dejó caer el purito en la taza del té y colocó el plato encima-. Para conseguir que alguien entre en trance hay que crear un pequeño sistema lógicamente cerrado que impida el acceso a otros pensamientos.

Harry puso el billete de cincuenta coronas junto a la taza de café, y se levantó; Aune lo observó en silencio mientras recogía las fotos, antes de preguntar:

– No te crees nada de lo que digo, ¿verdad?

– No.

Aune se levantó también y se abotonó la chaqueta por encima del estómago.

– Entonces, ¿qué crees?

– Creo lo que me ha enseñado la experiencia -dijo Harry-. Que los malos en general son tan estúpidos como yo, que eligen soluciones fáciles, que tienen móviles poco complicados. Resumiendo, que las cosas suelen ser lo que parecen. Apuesto a que este atracador estaba totalmente colocado o que le entró pánico. Lo que hizo fue una gilipollez y, por lo tanto, concluyo que es un gilipollas. Fíjate en ese gitano que tú obviamente consideras tan listo. ¿Cuánto le echaron, por ejemplo, por aquella agresión con navaja?

– Nada -respondió Aune con una sonrisa sardónica.

– Ah, ¿sí?

– Nunca encontraron la navaja.

– Me pareció oír que estabais encerrados bajo llave en su celda.

– ¿Te ha pasado alguna vez que, mientras estás tumbado boca abajo en la playa, tus amigos te dicen que te quedes completamente quieto porque sostienen carbón incandescente justo encima de tu espalda, y entonces alguien dice «¡vaya!» y, un instante después, sientes que te caen trozos de carbón y te achicharran la espalda?

El cerebro de Harry repasó los recuerdos de las vacaciones de verano. Fue rápido.

– No.

– ¿Pero luego resulta que era una broma y que no eran más que cubitos de hielo…?

– ¿Y?

Aune lanzó un suspiro.

– A veces me pregunto dónde has pasado los últimos treinta y cinco años que dices que has vivido, Harry.

Harry se pasó la mano por la cara. Estaba cansado.

– Vale, pero, ¿qué quieres decir, Aune?

– Que un buen manipulador puede hacerte creer que el borde de un billete de cien coronas es el filo de una navaja.

La mujer rubia miró a Harry directamente a los ojos y le prometió sol, aunque se nublaría según fuera avanzando el día. Harry pulsó el botón de off y la imagen se encogió hasta formar un pequeño punto luminoso en el centro de la pantalla de catorce pulgadas. Pero, cuando cerró los ojos, fue la imagen de Stine Grette la que se le quedó en la retina, junto al eco de la voz del reportero «… todavía no hay sospechosos en el caso».

Harry volvió a abrirlos y estudió el reflejo en la pantalla negra. Él, el viejo sillón verde de orejas de Elevator y la desnuda mesa de salón, sólo decorada con marcas de vasos y botellas. Todo seguía igual que siempre. El televisor portátil había permanecido en aquel estante, entre la guía de Tailandia de Lonely Planet y el mapa de carreteras de NAF, durante todo el tiempo que él había vivido allí, y no se había desplazado ni un metro en aquellos siete años escasos. Había leído algo acerca del picor sieteñal, consistente en que cada siete años era típico que la gente empezara a tener ganas de cambiar de lugar de residencia. O de pareja. Él no lo había sentido. Y llevaba casi diez años en el mismo trabajo. Harry miró el reloj. Anna le dijo a las ocho.

En cuanto a pareja, nunca le habían durado lo suficiente como para confirmar esa teoría. Aparte de las dos relaciones que quizás habrían podido perdurar, sus romances finalizaron debido a lo que Harry llamaba el picor de las seis semanas. Ignoraba si su reticencia a implicarse se debía al hecho de haber sido agraciado con una tragedia las dos veces que había amado a una mujer, o si la culpa la tenían sus fieles amantes, investigación de asesinatos y el alcohol. Sin embargo, antes de conocer a Rakel hace un año, había empezado a pensar que no estaba hecho para mantener una relación estable. Recordó su dormitorio grande y fresco, en Holmenkollen. Sus gruñidos codificados en la mesa del desayuno. El dibujo de Oleg en la puerta de la nevera con tres personas tomadas de la mano y donde la figura que portaba las letras HARRY debajo aparecía tan alta como el sol amarillo en el cielo sin nubes.

Harry se levantó del sillón, encontró el papelito con el número al lado del contestador y lo marcó en el móvil. Sonó cuatro veces antes de que alguien levantase el auricular al otro lado.

– Hola, Harry.

– Hola. ¿Cómo sabías que era yo?

Una risa baja y profunda.

– ¿Dónde has estado los últimos años, Harry?

– Aquí. Y allá. ¿He metido la pata?

Ella se rió más alto.

– Ya, ves el número desde el que llamo en la pantalla. Soy tonto.

Harry se dio cuenta de lo bobo que sonaba, pero no le pesó, lo más importante ahora era pronunciar lo que quería decir y colgar. Colorín, colorado.

– Escucha Anna, en cuanto a la cita de esta noche…

– ¡No seas infantil, Harry!

– ¿Infantil?

– Estoy preparando el mejor curry del siglo. Y, si temes que te seduzca, debo defraudarte. Sólo pienso que nos debemos el uno al otro más horas disfrutando de una cena y charlando un poco. Recordar viejos tiempos. ¿Te acuerdas de la guindilla verde?

– Bueno. Sí.

– ¡Bien! A las ocho en punto. ¿De acuerdo?

– Bueno…

– Bien.

Harry se quedó mirando el teléfono después de que ella colgara.

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