Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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– Vaya, Harry, pues se diría que es lo que acabas de comer tú.

– No, vengo de un pequeño duelo en bicicleta con Halvorsen.

– Ah, ¿sí? ¿Y qué es eso que llevas en la mano?

– Japonesa. Un tipo de guindilla roja.

– No sabía que guisaras.

Harry miró la bolsa de guindillas con cierta sorpresa, como si también fuera una novedad para él.

– Jefe, me alegro mucho de que nos hayamos encontrado. Tenemos un problema.

Møller empezó a sentir un molesto picor en el cuero cabelludo.

– No sé quién habrá decidido poner a Ivarsson al frente de la investigación del asesinato de la calle Bogstadveien, pero no funciona.

Møller dejó la lista de la compra en la cesta.

– ¿Cuánto tiempo lleváis trabajando juntos? ¿Dos días enteros?

– Ésa no es la cuestión, jefe.

– Sólo por una vez, Harry, ¿no podrías dedicarte exclusivamente a la investigación y dejar que otros decidan cómo se organiza? No tienes que llevar siempre la contraria y, en cualquier caso, no sufrirás daños irreparables por probar, ¿no?

– Yo sólo quiero que el caso se resuelva pronto, para continuar con el otro asunto, ya sabes.

– Sí, lo sé. Pero llevas trabajando en ese asunto más de los seis meses que te concedí y no puedo justificar el empleo prolongado de tiempo y de recursos basándome en consideraciones personales y sentimentales, Harry.

– Era nuestra colega, jefe.

– ¡Lo sé! -estalló Møller con brusquedad. Luego miró a su alrededor y continuó en voz más baja-. ¿Cuál es el problema, Harry?

– Ellos están acostumbrados a trabajar sólo con atracos y, además, Ivarsson no tiene el menor interés por las ideas constructivas.

Bjarne Møller no pudo evitar sonreír al pensar en «las ideas constructivas» de Harry. Éste se le acercó un poco más y, con la mayor soltura y vehemencia, le explicó:

– ¿Qué es lo primero que nos preguntamos cuando se comete un homicidio, jefe? El porqué. Cuál es el móvil, ¿no es cierto? En el Grupo de Atracos están tan seguros de que el móvil es el dinero que ni siquiera se plantean la pregunta.

– ¿Y cuál crees tú que es el móvil?

– Yo no creo nada, la cuestión es que están aplicando un método equivocado.

– Otro método, Harry, están aplicando otro método. Tengo que terminar la compra e irme a casa, Harry, así que cuéntame qué quieres.

– Quiero que hables con quien tienes que hablar para que pueda llevarme a uno de los otros colegas y trabajar en solitario.

– ¿Desligarte del grupo de investigación?

– Llevar una investigación paralela.

– Harry…

– Así fue como atrapamos al Petirrojo, ¿lo recuerdas?

– Harry, no puedo inmiscuirme…

– Quiero llevarme a Beate Lønn. Los dos empezaremos desde el principio. Ivarsson ya está a punto de quedarse en punto muerto y…

– ¡Harry!

– ¿Sí?

– ¿Cuál es la verdadera razón?

Harry cambió de postura para descansar el peso del cuerpo sobre otro pie.

– No puedo trabajar con ese cocodrilo.

– ¿Ivarsson?

– Si sigo ahí, no tardaré en cometer alguna puta estupidez.

Bjarne Møller frunció el entrecejo con expresión displicente.

– ¿Es una amenaza?

Harry le puso la mano en el hombro.

– Sólo este favor, jefe. Y nunca más te pediré nada. Nunca.

Møller gruñó descontento. A lo largo de los últimos años, ¿cuántas veces había puesto la mano en el fuego por Harry, en lugar de seguir el bienintencionado consejo de colegas de más edad y experiencia y mantener a una distancia prudencial a Harry y sus caprichos? Una cosa era segura con respecto a Harry Hole: algún día las cosas se pondrían realmente feas. Sin embargo, nadie había podido tomar cartas en el asunto de forma terminante, puesto que, hasta ahora, Harry y él siempre habían salido airosos de un modo u otro. Hasta ahora. En cualquier caso, la cuestión más interesante era, en realidad, ¿por qué le hacía caso? Miró a Harry. Un alcohólico. Un liante. Un cabezota insoportable y arrogante a veces. Y su mejor investigador junto con Waaler.

– No hagas tonterías, Harry. De lo contrario, te mando de una patada a un despacho y cierro con llave, ¿comprendes?

– Recibido, jefe.

Møller suspiró.

– Mañana me reúno con el comisario jefe y con el comisario jefe principal de la Policía Judicial. Ya veremos. Pero no te prometo nada, ¿me oyes?

– Sí, señor. Recuerdos a su señora.

Antes de salir, Harry se dio la vuelta.

– El cilantro está al fondo a la izquierda, jefe, en la estantería de abajo.

Cuando Harry salió del establecimiento, Bjarne Møller se quedó mirando la cesta de la compra. Sí, ya había caído en cuál era el porqué: le gustaba aquel cabezota liante y alcoholizado.

7

Rey blanco

Harry saludó a uno de los clientes habituales y fue a sentarse a una mesa situada bajo los estrechos ventanales de cristal esmerilado que daban a la calle de Waldemar Thrane. En la pared a su espalda colgaba un cuadro grande que representaba a unos señores con chistera. Los elegantes caballeros saludaban joviales a unas damas provistas de parasol en la plaza de Youngstorget. El contraste no podía ser mayor con la perenne y mortecina luz otoñal y con el silencio vespertino casi piadoso que reinaba en el restaurante Schrøder.

– Me alegro de que hayas podido venir -le dijo Harry al hombre corpulento que tomó asiento a su misma mesa.

Saltaba a la vista que no era cliente asiduo, no por la elegante chaqueta de tweed ni por la pajarita de lunares rojos que lucía, sino por cómo removía el té en la taza blanca, sobre un mantel perfumado de cerveza y perforado de renegridas marcas de cigarrillos. El insólito cliente no era otro que el psicólogo Ståle Aune, uno de los mejores del país en su campo, cuyos servicios periciales habían proporcionado muchas alegrías a la policía de Oslo, aunque también algunos sinsabores, pues era hombre extremadamente honrado y celoso de su integridad, que nunca se pronunciaba en un juicio a menos que pudiese esgrimir un fundamento científico al cien por cien. Y, dado que en psicología no existe fundamento para casi nada, a menudo sucedía que, durante su actuación como testigo de la fiscalía, se convertía en el mejor amigo de la defensa, pues las dudas que sembraba solían favorecer al acusado.

Harry llevaba tantos años recurriendo a la pericia de Aune para esclarecer casos de asesinato que había empezado a considerarlo más bien un colega. Por otro lado, Aune tenía algo de tierna arrogancia, pero era un hombre bueno y sabio, y Harry le había confiado su condición de alcohólico hasta tal punto que, en un momento de debilidad, podría incluso considerarlo un amigo.

– ¿Así que éste es tu refugio? -preguntó Aune.

– Así es -dijo Harry haciéndole una seña a Maja.

La camarera, que estaba junto a la barra, reaccionó enseguida y desapareció por la puerta batiente de la cocina.

– ¿Y eso qué es?

– Guindilla japonesa.

Una gota de sudor se deslizó por el tabique nasal de Harry, agarrándose un momento a la punta de la nariz, antes de caer y dar contra el mantel. Aune miró sorprendido la mancha.

– Termostato lento -dijo Harry-. He estado entrenando.

Aune frunció la nariz.

– Como terapeuta supongo que debería aplaudir, pero como filósofo cuestiono la exposición del cuerpo a ese tipo de tensión.

Ante Harry aterrizaron una jarra de acero y una taza.

– Gracias, Maja.

– Sentimiento de culpa -dijo Aune-. Algunos sólo consiguen afrontarlo castigándose. Como cuando tú recaes, Harry. En tu caso el alcohol no es una escapatoria, sino una forma sublime de flagelarte.

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